LA AUTOORGANIZACIÓN ES EL PRIMER ACTO DE LA REVOLUCIÓN, LOS SIGUIENTES VAN CONTRA ELLA
Traduction de « L’auto-organisation est le premier acte de la révolution, la suite s’effectue contre elle » paru en 2005 et publié en brochure par la revue « Théorie communiste »
LA AUTOORGANIZACIÓN ES EL PRIMER ACTO DE LA REVOLUCIÓN, LOS SIGUIENTES VAN CONTRA ELL
Índice
AMARGA VICTORIA DE LA AUTONOMÍA
Autoorganización en todas partes, revolución en ninguna
Sobre la autoorganización en la luchas actuales
LUCHAS REIVINDICATIVAS/REVOLUCIÓN
Una ruptura
La cuestión de la unidad de clase
EL ANUNCIO
Los colectivos
Actividades que producen la objetivación de la existencia y la unidad de clase
«Juventud salvaje»
Argentina: una lucha de clase contra la autonomía.
Argelia: «Cuando me hablan de los Aarouchs, tengo la impresión de que hablan de algo ajeno.»
El Movimiento de Acción Directa (MAD)
Las luchas «suicidas»: caducidad de la autonomía.
COMUNIZACIÓN
La autonomía, en tanto perspectiva revolucionaria que se realiza a través de la autoorganización, es paradójicamente inseparable de una clase obrera estable, fácilmente discernible en la superficie misma de la reproducción del capital, consolidada en sus límites y en su definición por esa reproducción, y reconocida en su seno como interlocutora legítima. La autonomía es la práctica, la teoría y el proyecto revolucionario de la época «fordista». Tiene como sujeto al obrero y presupone la revolución comunista como emancipación de éste, es decir, como emancipación del trabajo productivo. Presupone que las luchas reivindicativas son el punto de apoyo de la revolución y que el capital reproduce y confirma una identidad obrera en el seno de la relación de explotación. Todo esto ha perdido cualquier fundamento.
Muy al contrario, en cada una de sus luchas, el proletariado ve cómo su existencia de clase se objetiva en la reproducción del capital como algo ajeno a él y que puede verse llevado a poner en tela de juicio en el curso de su lucha. Dentro de la actividad del proletariado, ser una clase se convierte en una restricción exterior objetivada en el capital. Ser una clase se transforma en el obstáculo que su lucha como clase debe franquear, y este obstáculo posee una realidad clara y fácilmente identificable: la autoorganización y la autonomía.
AMARGA VICTORIA DE LA AUTONOMÍA
Autoorganización en todas partes, revolución en ninguna
No cabe hablar de autonomía sino cuando la clase obrera es capaz de relacionarse consigo misma en contra del capital y de encontrar en esta relación tanto las bases como la capacidad para afirmarse como clase dominante. La autonomía presupone que lo que define a la clase obrera no es una relación, sino algo inherente a ella. Se trataba de formalizar lo que somos en la sociedad actual como base de la nueva sociedad a construir en tanto emancipación de lo que somos.
Desde el final de la Primera Guerra Mundial hasta comienzos de la década de 1970, la autonomía y la autoorganización no sólo fueron la huelga salvaje y una relación más o menos conflictiva con los sindicatos. La autonomía era el proyecto de un proceso revolucionario que conducía de la autoorganización a la afirmación del proletariado como clase dominante mediante la emancipación del trabajo y su afirmación como organización de la sociedad. Al liberar la «verdadera situación» de la clase obrera de su integración en el modo de producción capitalista, representada por todas las instituciones políticas y sindicales, la autonomía era la revolución en marcha, la revolución en potencia. Si bien este era el propósito explícito de la ultraizquierda, no era una mera ideología. La autoorganización, el poder sindical y el movimiento obrero pertenecían al mismo universo de la revolución como afirmación de la clase. La afirmación del ser realmente revolucionario que se manifestaba en la autonomía no habría tenido el menor viso de realidad de no haberse tratado del lado bueno y desalienado de la misma realidad que residía en un movimiento obrero poderoso que «encuadraba» a la clase. El movimiento obrero también era la garantía de la independencia de esa clase dispuesta a reorganizar el mundo a su imagen y semejanza; bastaba con revelarle a esta potencia su verdadera naturaleza, desburocrantizándola y desalienándola. No era raro que los obreros pasaran de la constitución, necesariamente efímera, de organismos de lucha autónomos, al universo paralelo del estalinismo triunfante o, en el Norte de Europa, al regazo de poderosos sindicatos. La autonomía y el movimiento obrero se nutrían y se confirmaban mutuamente. El dirigente estalinista podía ser «la réplica obrera del patrón por derecho divino», pero también era la réplica institucional de la autonomía. Como teoría revolucionaria, la autoorganización tenía sentido bajo las mismas condiciones que dotaron de estructura al «viejo movimiento obrero». La autoorganización es la lucha autoorganizada más su prolongación necesaria, la autoorganización de los productores; en una palabra, el trabajo emancipado; en otra, el valor.
Volvamos brevemente la vista atrás. Ya en la Italia de 1969, los sectores obreros en lucha fueron incapaces de crear una «asamblea» de enlace entre las diversas formas de autoorganización, y el movimiento fue «recuperado» por la CGIL y sus comités de taller. También en Italia, durante el «movimiento de las autoconvocatorias por la escala móvil» (febrero-marzo de 1984) se constata cómo la autoorganización se vuelve defensiva, en el sentido de expresar la defensa de una composición y de una relación antiguas de la clase con el capital, y que la reestructuración está en curso de abolir. Por las mismas razones, en España el «movimiento asambleario» (1976, 1977, 1978) crea o revitaliza estructuras sindicales, al igual que «el otoño caliente» holandés (1983). Es también la época en que se constituyen todo tipo de «sindicatos autónomos». Lo que la reestructuración pone en tela de juicio, fundamentalmente, es un tipo histórico de clase obrera. En la fábrica Le Mans de Renault, durante las huelgas de 1975, donde la fuerza de trabajo es más estable y el nivel de sindicalización (un 40%) dobla la media nacional de Renault, es donde más dura es la huelga, que adquiere a menudo visos de «lucha autónoma». A comienzos de la década de 1980, cuando se remata este proceso de racionalización golpeando sobre todo a los efectivos de los OS inmigrados (ouvrier spécialisé = obrero especializado), provocando una enorme oleada de huelgas en el sector del automóvil, la violencia de las luchas no se formalizó jamás en tentativas de formar órganos autónomos. «Quieren matarnos, pero ya estamos muertos»; ése era el espíritu de las luchas. Si, en 1983-1984, era igualmente difícil calificar la huelga de los mineros británicos de «lucha autónoma y autoorganizada» es porque en realidad fue una huelga sin reivindicaciones, sin programa y sin perspectivas. El hecho de ser una clase ya era algo que sólo era definido por el adversario y a través de él, en la acción contra éste. La decadencia y la pérdida de sentido de la autonomía no son el simple producto de un retroceso de la lucha de clases. La «lucha» no es una invariante histórica que expresa constantemente la misma relación de clase. La decadencia de la autonomía no supone la decadencia de la «lucha», sino la de una fase histórica de luchas de clase.
Cuando, a partir de las coordinadoras de los ferroviarios de 1986, la autoorganización se convierte en Francia en la forma dominante de todas las luchas, ya no representa la ruptura con todas las mediaciones que convierten a la clase en una clase del modo de producción capitalista (ruptura que supuestamente liberaría su naturaleza revolucionaria). La autoorganización pierde su «sentido revolucionario», a saber, el desbordamiento entre autoorganización de la lucha y control obrero sobre la producción y la sociedad. La autoorganización ya no es más que una forma radical de sindicalismo. Hoy en día, toda lucha reivindicativa con cierto grado de amplitud o intensidad es autoorganizada y autónoma; la autoorganización y la autonomía se han convertido en un simple momento del sindicalismo (de un sindicalismo que se distingue de la existencia formal de los sindicatos). Si los organismos de lucha de los que se dotaron los portuarios españoles en los años ochenta intentan garantizar su supervivencia cambiando de forma, es porque no eran sino organismos de defensa de la condición obrera. Es ahí donde reside la continuidad que explica la transición entre una cosa y otra. Los teóricos de la autonomía querrían que, como tales, los «órganos autónomos» inventasen el comunismo sin dejar de ser lo que son: órganos de lucha reivindicativa. En tanto tales, su tendencia natural es hacerse permanentes y, por consiguiente, «transformarse».
En todos los discursos actuales sobre la autonomía, lo notable es constatar que lo que ha desaparecido es la revolución. Lo que, hasta comienzos de los años setenta, constituía la razón de ser misma del discurso sobre la autonomía, a saber, su perspectiva revolucionaria, se ha vuelto poco menos que inexpresable. La defensa y la valoración de la autonomía se han convertido en fines en sí mismos y se tiene buen cuidado de no articularlas con una perspectiva revolucionaria (los últimos en hacerlo fueron los operaistas italianos). En la actualidad basta con repetir que la autonomía existente no es la buena. Ahora bien, lo que ha desaparecido es la capacidad del proletariado para encontrar en su relación con el capital las bases de su constitución en clase autónoma y en un movimiento obrero poderoso La autonomía y la autoorganización fueron un momento histórico de la lucha de clases, no modalidades de acción formal. En todos los planteamientos actuales, la autonomía designa cualquier actividad en la que los proletarios se conciertan directamente entre sí con vistas a hacer algo, una suerte de forma de acción ahistórica y general que tiene por condición su independencia de las instituciones. Lo que desaparece así son la historización y la periodización de la lucha de clases. No se puede hablar de autonomía más que si la clase obrera es capaz de relacionarse consigo misma en contra del capital y de encontrar en esta relación consigo misma la capacidad de afirmarse como clase dominante (lo que de todos modos sólo podía producir la contrarrevolución que hacía imposible esa afirmación).
En la actualidad, dondequiera que triunfan la autonomía y la autoorganización, también se expresa inmediatamente la insatisfacción con ellas. Ya en 1986, las coordinadoras de los ferroviarios franceses suscitaron una amplia desconfianza, al igual que lo hizo en 2003 el intento de constituir coordinadoras amplias más allá de los colectivos locales. En el seno mismo de la autoorganización triunfante actual, lo que prefigura la abolición de las clases es lo que se opone a ella. No se trata de la insatisfacción con una autonomía presuntamente «recuperada», sino con la propia autonomía en el sentido de que ya sólo puede ser «recuperada» por naturaleza. Esa naturaleza, que consiste en la emancipación de la clase a partir de su afirmación autónoma (una vez que haya «roto» con sus lazos sociales capitalistas), y que definía la revolución en el ciclo anterior, es ahora aquello que hace que la autoorganización y la autonomía sean vividas conscientemente como el límite de todas las luchas actuales. En todas partes, apenas se pone en práctica la autoorganización (y en la actualidad es algo casi imposible de evitar), la gente está harta de ella, se convierte en una traba para el movimiento. Apenas esbozada, nos «empacha», porque nos recuerda enojosamente lo que somos y ya no queremos ser. Es ahí, en el seno mismo de la autoorganización y contra ella, donde la lucha del proletariado como clase produce su propia existencia de clase como un límite a superar. La autonomía no significa más que la emancipación del obrero en tanto obrero.
En el curso concreto de las luchas, la autonomía y la autoorganización, es decir, aquello que somos como clase, se han convertido en objeto de crítica regular. Hay que percibir la importancia teórica y práctica de este desajuste en el seno de la autoorganización, entre lo que ésta representa en la actualidad como forma necesaria de la lucha de clases, y la crítica práctica y teórica que suscita en su propio seno cuando es puesta en práctica. Ahora bien, es preciso tener en cuenta, como característica del ciclo de lucha actual, que el combate contra la «mala» autoorganización se libra en nombre de la «buena». En la actualidad, el combate contra la autoorganización sólo se manifiesta a través de ese combate a favor de la «buena» autoorganización, es decir, la perspectiva de la revolución sólo aparece como algo que no pertenece ya al ámbito de la afirmación de la clase y que, por ello mismo, ya no puede pertenecer radicalmente al ámbito de la autoorganización ni de la autonomía.
Mientras ningún enfrentamiento de clases inicie de forma positiva, en tanto acción de clase contra el capital, la comunización de las relaciones entre los individuos, la autoorganización seguirá siendo la única forma posible de acción como clase. La búsqueda de la autoorganización «verdadera» no es un «error», pues el «error» mismo indica constantemente, mediante la crítica de la autoorganización realmente existente en nombre de una autoorganización ideal, que la autoorganización es algo a superar. En tanto proceso sin fin, esta crítica de la autoorganización realmente existente en nombre de una autoorganización ideal supone una tensión en el seno de la autoorganización e indica el contenido de aquello que ha de ser superado: el impasse de la autoorganización, es decir, de su contenido, la afirmación del proletariado, la revelación de éste a sí mismo.
La superación de la autoorganización realmente existente no se logrará mediante la producción de la autoorganización «buena», «bella» y «verdadera»; se efectuará contra ella pero en su seno, a partir de ella. En las luchas actuales, el proletariado reconoce al capital como su razón de ser, como su existencia frente a sí mismo, como la única necesidad de su propia existencia. En sus luchas, el proletariado se dota de todas las formas organizativas necesarias para su acción. Pero cuando el proletariado se dota de las formas organizativas necesarias para sus objetivos inmediatos (su abolición también será un objetivo inmediato), no existe para sí mismo como clase autónoma. La autoorganización y la autonomía sólo eran posibles sobre la base de la constitución de una identidad obrera que la reestructuración ha desbaratado. ¿Qué van a autoorganizar ahora esos proletarios?
Si la autonomía desaparece como perspectiva, es porque la revolución ya no puede tener por contenido más que la comunización de la sociedad, es decir, la autoabolición del proletariado. Ante tal contenido, resulta impropio hablar de autonomía, y es improbable que un programa semejante fuese aceptado por lo que se suele entender por «organización autónoma». El proletariado no puede ser revolucionario más que reconociéndose como clase, y se reconoce como tal en cada conflicto; y lo hará con mayor motivo aún en una situación en la que su existencia como clase en el seno de la reproducción del capital sea la situación que tenga que afrontar. No nos equivoquemos sobre el contenido de este «reconocimiento». Su reconocimiento como clase no será un «retorno sobre sí misma», sino una extroversión total, su autorreconocimiento como categoría del modo de producción capitalista. Aquello que somos como clase no es, inmediatamente, otra cosa que nuestra relación con el capital. En realidad, este «reconocimiento» será un conocimiento práctico, en el curso del conflicto, no de la clase para sí, sino del capital.
Sobre la autoorganización en las luchas actuales
«El sistema inglés de los shop-stewards , que nació durante la Primera Guerra Mundial, impulsó una organización de fábrica específica conocida como mutuality , en la que el contenido de las tareas y el ritmo de trabajo los fijaba la dirección tras llegar a acuerdos con los trabajadores afectados a través de delegados electos. Dicho sistema, incluso antes de la era Thatcher, fue barrido por todas las reestructuraciones. Durante los años setenta surgieron numerosos conflictos en torno de este poder de los delegados de base; el canto del cisne de este sistema se debió, por una parte, a las propuestas de transformación de la producción por los comités de shop-stewards, sobre todo en las fábricas de armamento, y por otra, a la continuación de la producción por los trabajadores tras los cierres de fábricas. Todo aquello contribuyó a crear un movimiento en torno a las nociones de worker’s control y self-management, modalidad británica de autogestión que, tanto en los hechos como en las ideas, llegó mucho más lejos que las pretensiones francesas sobre el tema. Hoy, tras la laminación de la industria británica, esta corriente ya no representa nada.» (Échanges, n° 99, p. 23)
«Durante más de treinta años se desarrolló un complejo movimiento autónomo, una suerte de híbrido que combinaba el sistema de los delegados de base elegidos y responsables (los shop-stewards) con la utilización de las estructuras sindicales de base (a menudo reforzadas por la amplia difusión del «closed-shop» —es decir, empresas en las que la afiliación sindical era obligatoria— o sea, la gestión de la contratación por los sindicatos). Se asistió entonces a una oleada de huelgas salvajes que en repetidas ocasiones hizo tambalearse gobiernos empeñados en «imponerse por la fuerza», (…). La crisis que ocultaba este conjunto culminó en el invierno 1978-1979 —The winter of discontent —, en el curso del cual el país se vio sumido en un caos total, sin otra perspectiva que el inmovilismo de ese bloque de resistencia».
El gobierno Thatcher barrió todo eso mediante la destrucción del aparato industrial, la privatización, la mundialización y financiarización de la economía, la generalización de la flexibilidad, la precariedad laboral y el desempleo masivo.
«La relación de fuerzas subyacente al movimiento autónomo se quebró; pero sólo pudo ser derrotado (provisionalmente) mediante luchas muy duras en los sectores claves de la autonomía obrera: los puertos, la siderurgia, el automóvil, la prensa y, sobre todo, las minas.» (Échanges, n° 107, oct.-nov. 2003)
Tras volver a la época actual para extraer las lecciones de la huelga de los empleados de Correos británicos, el texto concluye: «Los fundamentos de la lucha, aunque marquen una ruptura de la base con las direcciones sindicales, muestran también la persistencia de ciertas nociones en las relaciones laborales y la utilización de las estructuras sindicales de base, esas mismas nociones que a principios de los años ochenta “la puesta en vereda” de la autonomía de las luchas había intentado erradicar pero que vuelven a surgir […]. En cualquier caso, hay que tener en cuenta que, por diversas razones, entre ellas la intervención de la lucha de clases, el servicio de correos británico es prácticamente la única industria nacional que no ha sido desmantelada (es uno de los principales empleadores británicos, con 160.000 trabajadores, lo que les proporciona un poder evidente). Además, las prácticas de base en el seno de las relaciones laborales, corrientes en la industria en otros tiempos pero eliminadas durante los años ochenta, aquí siguen muy vivas (subrayado nuestro)». No se puede ser más claro.
Actualmente, en muchos conflictos, como el de los estibadores de la Costa Oeste de los Estados Unidos, los empresarios intentan destruir a los sindicatos por las mismas razones por las que destruyen la autonomía obrera cuando ésta se manifiesta, ya que ambas pertenecen a la misma época y la misma lógica de reproducción capitalista. He aquí una cuestión que debería plantear «interrogantes» a los adeptos de la ya secular ideología de la autoorganización obrera. Hoy por hoy, sea en el servicio de correos británico o en los puertos de la Costa Oeste de Estados Unidos, el contenido de la lucha autónoma de los obreros desemboca en la defensa de las grandes centrales sindicales, no por razones de utilización momentánea de los sindicatos por parte de los trabajadores, sino por lo que son: grandes centrales que gestionan la autonomía de la fuerza de trabajo.
El viernes 18 de julio de 2003 por la tarde, en el aeropuerto de Heathrow estalló una huelga salvaje contra la flexibilidad y la anualización del tiempo de trabajo. Tras tres días de huelga por parte de los empleados de inspección de billetes y facturación de pasajeros y equipajes, el trabajo se reanudó con el anuncio de negociaciones entre los sindicatos y la dirección.
Igualmente, en España, durante la huelga de los astilleros de enero-febrero de 2004, lo que estaba en juego era la renovación del convenio colectivo y el aumento de la flexibilidad. El 30 de enero, la manifestación sindical degenera y acaba con barricadas, coches incendiados, y la policía disparando pelotas de goma. El 5 de febrero, en Puerto Real, «una organización de base intenta coordinar la lucha en caso necesario» (Echanges, n° 109, p. 23); el día 12, tras nuevos enfrentamientos, una asamblea general decide realizar una nueva manifestación en la ciudad que provoca nuevos enfrentamientos; el día 13 se reanudan las negociaciones entre los sindicatos y la dirección. Como de costumbre, la huelga salvaje, incluso cuando va acompañada de la formación de órganos autónomos, ya no es más que un sustituto o un acompañamiento de la acción sindical. Se ha vuelto imposible esperar de ella otra cosa, o esperar de ella una dinámica interna que constituya su superación a partir de sí misma en lugar de contra ella.
El 2 de junio de 2003, el sindicato IG Metall lanzó una convocatoria de huelga en el sector metalúrgico de cinco Länder de la antigua RDA. El fracaso de esta huelga se explica en parte por la oposición que surgió entre obreros del «Oeste» y obreros del «Este». El número cada vez mayor de conflictos en diferentes unidades de trabajo, la multiplicación de las subcontratas y de otras recetas para reducir los costes de producción, están fragmentando los lugares de explotación, y tienen como corolario la práctica desaparición de las luchas globales por ramo profesional. Lo que se planteó fue la cuestión de la unidad del proletariado a partir de las luchas reivindicativas.
Por lo demás, se ha vuelto evidente que el proletariado no puede unirse para sí como clase revolucionaria a través del salariado, en el marco de su situación de vendedor de su fuerza de trabajo; todo contribuye cada vez más a demostrarlo y eso es algo que salta a la vista.
En Italia, en diciembre de 2003, el movimiento de huelga de los autoferrotramvieri no logró engendrar ninguna organización formal intercocheras. Aunque la «enfermedad de la huelga salvaje golpeó con mucha fuerza», «el dispositivo sindical antihuelga funcionó a la perfección» (Carta de Mouvement Communiste). El responsable de la coordinadora de conductores de Brescia, afiliada a la coordinadora nacional, se conformó con decir que la huelga ilegal era «la única arma de la que disponían los trabajadores» y que «si los sindicatos han tenido en cuenta la reivindicación de los 106 euros, es que porque están escuchando a las bases», a lo que añadió que «la huelga no va contra los sindicatos». Finalmente, los tranviarios de Milán reanudaron la huelgan bajo el lema: «el sindicato somos nosotros». Los «sindicatos de base» desempeñaron plenamente su papel de exutorio de la cólera de los empleados, es decir, hablando claro, que los empleados aceptaron plenamente que desempeñaran dicho papel.
«Por desgracia, nadie captó ni hizo suyo el significado político ofensivo de la lucha de los autoferrotramvieri, ni tampoco el de la tarea permanente de su organización en los lugares de trabajo, incluida ahí hasta la última cochera ocupada por el movimiento. Los sindicatos de base aprovecharon —sin mucho éxito— la situación para fortalecerse a costa de las grandes centrales sindicales oficiales, pero se negaron a favorecer la organización independiente de la lucha.» (Ibíd.). Nadie captó esto, ni siquiera los mismos trabajadores.
En un destello de lucidez, esta Carta concluye: «Es como si las luchas defensivas ya no funcionaran como escuela de comunismo, como si no generaran su propia superación política.»
«Después de las huelgas de los empleados de limpieza de los ferrocarriles y las huelgas de los transportes públicos, ahora les llega el turno a los metalúrgicos. En todos los casos, se trata de luchas durísimas que se producen al margen y en contra de los sindicatos, de luchas autónomas propiamente dichas (el subrayado es nuestro)» (Échanges, n° 109, p. 19). Esta afirmación es pura y simplemente falsa. En mayo de 2004, la lucha de los obreros de la FIAT en Melfi empezó con huelgas convocadas por los sindicatos por el pago de las horas de paro técnico; los trabajadores desbordaron rápidamente ese marco y añadieron a estas reivindicaciones la reorganización de las horas de trabajo y aumentos de sueldo (ambas reivindicaciones fueron aceptadas por los sindicatos). La huelga estuvo controlada de cabo a rabo por la FIOM (sindicato de la CGIL), comprendido ahí el bloqueo de la fábrica; los obreros delegaron en los sindicatos los intentos de extensión de la lucha a otras fábricas FIAT y la gestión de las negociaciones. Tras alcanzarse un acuerdo («no muy malo», según la estimación de Échanges en su n° 109), la tentativa de los Cobas de impugnarlo fracasó. Los obreros no constituyeron ninguna organización autónoma, cosa que no impidió, tanto en esta lucha como en la de los autoferrotramvieri, que los ideólogos de la autoorganización concluyeran: «con la lucha de los obreros de Melfi, la autonomía obrera ha franqueado una nueva etapa en Italia». La autonomía ni se ha desplegado ni ha franqueado ninguna nueva etapa salvo en la cabeza de los militantes que han permanecido anclados en su sueño de Mirafiori: una fábrica «caída en manos obreras». ¿Qué hubieran hecho con ella?
Con la conclusión del texto de Échanges sobre la huelga de Melfi llegamos al colmo del patetismo. Ésta nos transmite la declaración de Roberto Maroni, ministro italiano de Asuntos sociales, en el curso de una entrevista con el Corriere della Sera. El ministro afirma: «Cuando los sindicatos se comprometen con el gobierno a poner fin a los bloqueos (se refiere a Melfi, pero también a las huelgas de Alitalia y de los transportes públicos, según señala Échanges) y no lo consiguen, es que hay un problema de representatividad. El sistema actual corre el riesgo de ser incapaz de gestionar los conflictos.» Échanges comenta: «El ministro añadió que había llegado el momento de implicar también a las organizaciones autónomas en los acuerdos, ya que éstas tienen mayor presencia entre los trabajadores y son más activas. Las palabras de Maroni son interesantes, no por lo que propone, sino porque demuestran que surgen continuamente formas de lucha autónomas y radicales, y que éstas comienzan a plantear problemas a ciertos ámbitos del gobierno y del Estado.» No cabe duda de que las luchas de los trabajadores plantean problemas, pero el discurso de Maroni es claramente interesante ante todo por lo que propone, que no sólo es interesante, sino también cierto. Maroni reconoce algo que tendría que alegrarle el corazón a todo militante de la autonomía: las formas autónomas de luchas que se dan los obreros son representativas. Se trata de «recuperación», de «manipulación», dirán los ideólogos, pero no. Maroni es mucho más lúcido: puesto que el sindicalismo de las luchas reivindicativas está mediado por organizaciones autónomas, el ministro dice: «reconozcamos a estas organizaciones como interlocutoras».
La capacidad de lucha de la que están dando prueba los trabajadores italianos abre amplias perspectivas para el porvenir, cuando, forzados por la situación y por el curso de las luchas, los trabajadores italianos y los de otros países afronten su propia situación de trabajadores, que la autonomía formaliza actualmente como la forma avanzada del sindicalismo. La autonomía, tal como se manifestó realmente en Melfi, ya se ha mostrado incapaz, por su propia naturaleza, de expresar el rechazo al trabajo tan presente en la lucha de estos trabajadores. La dinámica de este ciclo de luchas se constituye ahora, en el seno de la autoorganización y de la autonomía y contra ellas, como un viraje en el seno de la lucha de clases en general y de la autoorganización en particular, es decir, como un viraje en el interior mismo de la acción como clase.
La autoorganización de las luchas es un momento crucial de la superación revolucionaria de las luchas reivindicativas. La conducción de la lucha de forma intransigente y hasta el fin no puede ser algo que incumba a los sindicatos, sino a la autoorganización y la autonomía obreras. Emprender, a través de la autonomía obrera, la lucha reivindicativa sobre la base de intereses irreconciliables, es efectuar un cambio de nivel en la realidad social del modo de producción capitalista. La lucha reivindicativa no se sitúa ya a nivel de los beneficios y de todos los elementos del proceso de producción que también concurren a su formación, sino a nivel del trabajo como productor de valor y, por tanto, de plusvalor.
La autoorganización formaliza en la lucha reivindicativa el carácter irreconciliable de los intereses de la clase obrera y la clase capitalista, y constituye por ello el momento necesario de la aparición de la pertenencia de clase como restricción exterior y la forma a través de la cual comenzará, contra ella, la comunización de las relaciones entre individuos.
LUCHAS REIVINDICATIVAS/REVOLUCIÓN
Una ruptura
Si la autoorganización se ha vuelto obsoleta como dinámica revolucionaria, es porque la relación entre luchas reivindicativas y revolución se ha vuelto problemática. La autoorganización fue la forma más radical de una relación entre ambas entendida como desbordamiento. Pannekoek nos dijo que tras un largo periodo histórico de conflictos, la clase trabajadora organizada en Consejos se convertiría en el poder dominante de la sociedad, Negri que la historia del capital era la historia de la actividad obrera, y Georges Marchais redactó el Programa Común de la Izquierda. Los tres ya están muertos.
Una lucha revolucionaria parte de conflictos de intereses inmediatos entre proletarios y capitalistas, y del carácter irreconciliable de estos intereses; está, por así decirlo, anclada en estos conflictos, pero si en un momento dado de la lucha reivindicativa, los proletarios, constreñidos y forzados por su conflicto con la clase capitalista, no levan el ancla, su lucha seguirá siendo una lucha reivindicativa, y como tal, irá hacia la victoria o —como por desgracia sucede la mayor parte de las veces— hacia la derrota. Por el contrario, si atacan las relaciones mercantiles, se apoderan de los bienes y medios de producción, integran en la producción comunitaria a aquellos a los que el trabajo asalariado es incapaz de absorber, extienden la gratuidad, quebrantan el marco de la fábrica como origen de los productos, superan la división del trabajo, suprimen toda esfera autónoma (empezando por la economía), disuelven su autonomía para integrar en la relaciones no mercantiles a todos los sin reservas e incluso a una gran parte de las clases medias que su propio movimiento habrá reducido a la miseria, en ese caso lo que superan es su propia existencia pasada y su asociación como clase, así como (sólo es un detalle) sus reivindicaciones económicas. No se puede luchar contra las relaciones mercantiles y la «dictadura del valor» si no es emprendiendo la comunización.
Defender la sacrosanta autonomía del proletariado significa encerrarse en las categorías del modo de producción capitalista y, por tanto, abstenerse de pensar que el contenido de la revolución comunista significa la abolición del proletariado, no en virtud de una simple equivalencia lógica (que sostendría que la abolición de las relaciones capitalistas supone, por definición, la del proletariado), sino en virtud de prácticas revolucionarias precisas. El proletariado suprime el valor, el intercambio y todas las relaciones mercantiles en el transcurso de la guerra que lo enfrenta al capital, y ahí reside su arma decisiva. A través de medidas comunizadoras integra a la mayoría de los sin reservas, a los excluidos, a las clases medias y a las masas campesinas del Tercer Mundo (también en este caso cabría reflexionar sobre el ejemplo de las luchas en Argentina, no para defender el interclasismo, sino al contrario, la abolición de las clases).
En tanto facultad de pasar de la lucha reivindicativa a la lucha revolucionaria, la inoxidable «autonomía de las luchas» es una construcción que no se interesa por el contenido de dicho paso, por lo que sigue siendo una manera formal de abordar la lucha de clases. Si se deja de lado el contenido del paso, es porque la autonomía impide entender ese paso como una ruptura, como un salto cualitativo. El «paso» no es más que la afirmación y la revelación de la verdadera naturaleza de lo que existe: con la revolución, el proletariado tal cual es bajo el capital triunfa y se transforma en polo absoluto de la sociedad. El «salto» no es más que una formalidad. Obviamente, al autoorganizarse el proletariado rompe con su situación anterior, pero si esa ruptura no es más que su «liberación», la reorganización de lo que es, de su actividad, sin el capital, y no la destrucción de su situación anterior, o sea, si permanece autoorganizado, si no supera esta fase, su derrota está asegurada.
Suponer que toda lucha por el salario contiene una revuelta contra el salariado, equivale a suponer que esos dos elementos existen uno dentro del otro, en lugar de suponer que el segundo es la superación contradictoria del primero. Hoy en día, este punto de vista sólo puede desembocar en el democratismo radical. Hace cincuenta años se podían concebir las cosas de esta guisa y desembocar en el poder de los Consejos o en el Socialismo Real. El ciudadanismo, el altermundialismo o, mejor dicho, el democratismo radical, son, sin lugar a dudas, el proyecto de remate de las luchas reivindicativas, y como tales, hoy en día no pueden tener otro. La evolución del tiempo de trabajo tendría que ser portadora de emancipación en el tiempo libre; la renta universal tendría que convertirse en el paso progresivo a una actividad beneficiosa para el individuo y la sociedad, es decir, la abolición de la explotación en el seno del salariado; la reivindicación salarial tendría que convertirse en reparto de la riqueza; la crítica de la mundialización y de la financiarización se antepondrían a la crítica de aquello cuya mundialización representan (el capital), y el liberalismo y la mundialización serían la causa de la explotación. Quienes hayan participado en las luchas recientes o las hayan «seguido», saben muy bien que su lenguaje es éste, y no sólo en los «servicios públicos».
Nadie negará que la lucha revolucionaria surge de la lucha reivindicativa o siquiera que sea producida por ella. La cuestión está en la naturaleza de este paso. El único contenido «profundamente anticapitalista» opuesto a la lógica capitalista que podría tener una lucha consiste en atacar las relaciones capitalistas de producción (lo que significa, para el proletariado, atacar su propia existencia), la reproducción de la explotación y la de las clases. Una lucha reivindicativa que ataque todo esto ya no es una lucha reivindicativa, a no ser que por lucha revolucionaria entendamos la toma del poder por el proletariado, la transformación del proletariado en clase dominante.
La cuestión de la unidad de clase
El proletariado no ha desaparecido ni se ha transformado en pura negatividad, pero la explotación ya no pone en movimiento una figura social homogénea, central y dominante de la clase obrera, capaz de ser consciente de sí misma como sujeto social en el sentido habitual de la expresión, o sea, capaz de ser consciente de sí misma como relación consigo misma, frente al capital.
Integrada en otra totalidad, despojada de su centralidad como principio organizador del proceso laboral de conjunto, la gran fábrica que congregaba a las grandes muchedumbres obreras no ha desaparecido, pero ya no representa el principio organizador de los procesos de producción y de valorización, ahora mucho más difusos; se ha convertido en un elemento más de un principio organizador que se le escapa. En el seno de la contradicción entre proletariado y capital, ya no existe algo sociológicamente dado a priori, como podía serlo el «obrero masa» de la gran fábrica. El carácter difuso, segmentado, fragmentado, corporativo, de los conflictos, es el destino necesario de una contradicción entre las clases que se sitúa a nivel de la reproducción del capital. Ahora bien, precisamente porque no se trata de una suma de elementos yuxtapuestos, sino de una difusión producida a partir de una modalidad histórica de la contradicción entre proletariado y capital, un conflicto particular, por sus características, las condiciones en las que se desarrolla y el período en el que aparece, puede encontrarse en situación de polarizar una conflictividad de conjunto que hasta ese momento se presentaba como irreductiblemente diversa y difusa.
Para unirse, los trabajadores tienen que romper la relación en la cual el capital los «reúne», y uno de los signos más habituales de que sus luchas están superando el marco reivindicativo y de que empiezan a unirse para sí mismos (es decir, que empiezan a atacar su propia condición), es que subvierten y desvían los marcos productivos, urbanos, geográficos y sociales de su «unidad» para el capital, como sucedió en 1982 y 1984 en La Pointe de Givet, en las Ardenas francesas, o más recientemente en Argentina. No se puede desear simultáneamente la unidad del proletariado y la revolución comunista, es decir, esa unidad como requisito previo o condición de la revolución. Ya no habrá unidad sino en la comunización, y sólo ésta, al atacar el intercambio y el salariado, unificará al proletariado, es decir, que no se producirá una unidad del proletariado sino en el curso del movimiento de su abolición misma. Los hagiógrafos de las luchas reivindicativas hablan de «unidad» en el vacío, sin poder precisar en absoluto la forma concreta que reviste, salvo cuando se trata de la unidad formal de la política o de formas organizativas que pretenden encubrir lo que está divido y lo que seguirá estando mientras la clase se mantenga dentro de la lucha reivindicativa. Esa unidad siempre es algo que hay que añadir a las luchas.
Los obreros se forjan como clase revolucionaria revolucionando las relaciones sociales, o sea, todo lo que son en el seno de las categorías del intercambio y del salariado. En las luchas salariales no ven aparecer ni una «fuerza» ni un «proyecto», sino la imposibilidad de unificarse sin atacar su propia existencia como clase en el marco de la división del trabajo y de todas las divisiones del salariado y del intercambio, es decir, sin poner en tela de juicio su existencia como clase, sin emprender una práctica revolucionaria. La única unificación del proletariado es la que realiza aboliéndose a sí mismo, es decir, mediante la unificación de la humanidad. Las medidas comunizadoras que partan de un punto «cualquiera» (seguramente de forma casi simultánea de una multitud de puntos) del planeta capitalista tendrán este efecto de unificación rápida o serán aplastadas.
So capa de autoorganización y de autonomía se puede decir cualquier cosa: que las huelgas «son revolucionarias», que lo son «en potencia», que tienen «algo» de revolucionarias, que son portadoras de la revolución «en germen», etc. Todo esto tiene una sola función: no reconocer el salto, la negación, la ruptura, y evitar criticar las luchas salariales. Eso lleva a defender una concepción gradualista y mecanicista del paso de las luchas reivindicativas a las luchas revolucionarias y a abandonar a la clase como sujeto de su actividad comunista al entrar en conflicto con su situación anterior. Marx, como todos los revolucionarios, veía un salto, una negación, pero a diferencia de hoy, la asociación permanente permitía contemplar la posibilidad de una continuidad organizada entre una fase y otra. En la época actual, los militantes de la autonomía buscan en la defensa del precio de la fuerza de trabajo o en determinadas formas de lucha «algo» revolucionario, «gérmenes» o «potencialidades». En esta espera en torno a la dinámica de las luchas reivindicativas, la lucha tendría que generar por sí misma otra lucha. Ahora bien, las luchas no son más que momentos de la actividad de los proletarios que éstos superan y niegan, no fenómenos que se van encadenando gradualmente y en los que una lucha es portadora de los gérmenes de otra. En pocas palabras, el vínculo entre las «luchas», es el sujeto que se transforma sí mismo y que efectúa ese vínculo de manera negativa. No se trata de un vínculo evolutivo.
En el transcurso de las luchas, el sujeto que en otro tiempo fue el de la autonomía se transforma y abandona sus viejos hábitos, de tal modo que ya no puede reconocer su existencia sino en el seno de la existencia del capital. Representa todo lo contrario de la autonomía y de la autoorganización que, por naturaleza, no tienen otro sentido que la liberación del proletariado, su afirmación, y ¿por qué no? (para los nostálgicos), su dictadura. Se puede hablar de «dinámica» de las luchas, pero eso supone pasar por alto la autotransformación del sujeto, cerrar los ojos ante el hecho de que en esta «dinámica» lo que resulta abolido es el sujeto que se autoorganizaba, y que esta «dinámica» no existe sino en la medida en que el sujeto que se autoorganizaba es abolido. Cuando el proletariado se autoorganiza, no puede hacerlo sino partiendo de lo que es dentro de las categorías del capital. No se trata de condenar normativamente la autoorganización, sino de decir lo que es, y de decir también que la revolución no es una dinámica que aquélla contiene y que no pide otra cosa que eclosionar.
Se produce un cambio cualitativo cuando los obreros se unen contra su condición de asalariados, cuando integran a los sin reservas y desbaratan los mecanismos mercantiles, no cuando una huelga se «transforma» en «oposición» al poder. Este cambio es una ruptura. No se trata de definir la autoorganización o la autonomía, sino de comprender un proceso social, un proceso de ruptura en el seno de la lucha de clases, la autotransformación de un sujeto que suprime aquello que lo define. Quienes hablan sin cesar de «dinámica» de las luchas pasan completamente por alto este momento esencial: el proletariado como sujeto de la revolución que se suprime a sí mismo como sujeto de la autonomía.
Los defensores de la «dinámica de las luchas» pretenden que los obreros, que en sus luchas reivindicativas topan cada vez más con el capital y el Estado en conjunto, se den cuenta de que para satisfacer sus reivindicaciones tienen que elevarse a formas de lucha cualitativamente superiores, tienen que darse medios políticos u organizativos acordes con sus reivindicaciones. Una vez más, volvemos a recaer en la misma distorsión: el fin es el mismo, sólo los medios difieren. Toda práctica apunta a un fin determinado y emplea medios acordes con éste. Si cambia la práctica entonces también cambia el fin. El fin no es exterior a los medios, es su resultante. No nos interesan la violencia, los «medios», o los «consejos» en sí mismos. Lo que preguntamos es: ¿por qué se enfrentan los obreros al Estado? ¿Por «intereses» categoriales o nacionales? ¿Para echar a los inmigrantes? ¿Contra los Estados Unidos? ¿O es porque el Estado se erige en defensor de las relaciones mercantiles, y por tanto, de todas las divisiones categoriales, nacionales y «reivindicativas» frente a su movimiento comunista?
EL ANUNCIO
Entre las luchas reivindicativas y la revolución sólo puede existir una ruptura, un salto cualitativo; pero esta ruptura no es un milagro, ni es tampoco la simple constatación por parte del proletariado de que ante el fracaso de todo lo demás no queda otra solución que la revolución. «La única solución, la revolución» es una inepcia simétrica a la de la dinámica revolucionaria de la lucha reivindicativa. Esta ruptura ha sido producida positivamente por el desarrollo del ciclo de luchas anterior y podría decirse que aún pertenece a él. Esta ruptura es anunciada por la multiplicación de virajes en la lucha de clases entre, por una parte, la puesta en tela de juicio por parte del proletariado de su propia existencia como clase en su contradicción con el capital, y por otra, la reproducción del capital implícita en el hecho mismo de ser una clase. Como puede comprobarse empíricamente, este viraje es la dinámica del ciclo de lucha actual.
Nos referimos a ciertos aspectos del movimiento social argentino que, partiendo de la defensa de la condición proletaria y en el marco de esa defensa, llegaron a ponerla en tela de juicio; a las luchas «suicidas»; a la exterioridad en relación con las luchas y su autoorganización en los aarchs en la Cabilia (Argelia); a las prácticas de la «juventud salvaje» en las fábricas; a los colectivos; a la quiebra de la autonomía; a los parados que reivindican la inesencialización del trabajo; a todas las prácticas que en el seno de las luchas producen la unidad de clase como una unidad exterior y una restricción objetiva; al Movimiento de Acción Directa; a la insatisfacción contra sí misma contenida en la autoorganización realmente existente en la medida en que no se opone al capital sino ratificando la existencia del proletariado como clase del modo de producción capitalista.
Dos aspectos resumen lo esencial del ciclo de luchas actuales:
- La desaparición de una identidad obrera confirmada en la reproducción del capital supone el final del movimiento obrero y la quiebra concomitante de la autoorganización y de la autonomía como perspectivas revolucionarias.
- Con la reestructuración del modo de producción capitalista, la contradicción entre las clases se traslada al nivel de su reproducción respectiva. En su contradicción con el capital, el proletariado pone en tela de juicio su propia existencia.
Las luchas reivindicativas han adquirido unas características impensables hace treinta años.
En las huelgas de diciembre del 95 en Francia, en la lucha de los sin papeles, de los parados, de los estibadores de Liverpool, de Cellatex, de Alstom, de Lu, de Marks and Spencer, en la revuelta social argentina, en la insurrección argelina, etc., tal o cual característica de la lucha —en el curso de la propia lucha— se presenta como límite, en la medida en que esa característica concreta (trátese del sector público, de la demanda de empleo, de la defensa de las herramientas de trabajo, del rechazo de la deslocalización, de la gestión exclusivamente financiera, de la recuperación de las fábricas, de la autoorganización etc.), contra la que el movimiento topa a menudo en las tensiones y enfrentamientos internos de su retroceso, se remite siempre al hecho de ser una clase y de seguir siéndolo.
No se trata, las más de las veces, de declaraciones estrepitosas o de acciones «radicales», sino de todas las prácticas de «fuga» o de rechazo de su propia condición por parte de los proletarios. En las luchas suicidas a lo Cellatex, en la huelga de Vilvoorde y en tantas otras, lo que sale a la luz es que, separado del capital, el proletariado no es nada, y que ya no puede seguir siendo esa nada (pues el hecho de que exija su unión con el capital no colma el abismo abierto por la lucha, su reconocimiento y rechazo tanto de sí mismo como del abismo). Lo que se convierte en la actividad misma del proletariado es la inesencialización del trabajo, tanto de manera trágica, en forma de luchas desprovistas de perspectivas inmediatas (suicidas) y actividades autodestructivas, como en la reivindicación de esa inesencialización en el caso de las luchas de los parados y precarios del invierno de 1998. Cuando se hace evidente, como en el caso de la huelga de la Fiat en Melfi, o la de los obreros del transporte italianos, que la autonomía y la autoorganización ya no son sino la perspectiva de la nada, es ahí donde se constituye la dinámica del ciclo actual y se prepara la superación de la lucha reivindicativa a partir de la lucha reivindicativa. El proletariado se encuentra frente a su propia definición como clase, que se autonomiza y se vuelve ajena a él. Las prácticas autoorganizativas y su evolución son un claro indicio de ello.
La multiplicación de los colectivos y la recurrencia de las huelgas intermitentes (primavera de 2003 en Francia, la huelga de Correos en Inglaterra), hacen palpable, a través de los intentos de demarcarse de ella, que la unidad de la clase es una objetivación en el seno del capital. No se trata de analizar estos fenómenos a la luz de una perspectiva normativa que no ve ahí sino el carácter inconcluso e incumplido de su propio proyecto de unificación de la clase como requisito previo a su afirmación. En estas luchas, lo que se revela como característica actual, presente, de la lucha de clases, es la exteriorización de la pertenencia de clase. En todos estos movimientos, entender la segmentación como una debilidad que habría de superarse en la unidad equivale a plantearse una cuestión formal y a darle una respuesta igualmente formal. La difusión de estos movimientos, su diversidad, su discontinuidad, constituyen su interés y su dinámica mismos. «Ir más allá» no es superar la segmentación dentro de la unidad, o sea, aportar una respuesta formal tal vez ya caduca, pues no se trata de perder la segmentación ni las diferencias. «Ir más allá» significa, en otras circunstancias, la contradicción entre la diversidad de esas luchas de clases y la unidad de la clase objetivada en el capital. No se trata de decir que cuanto más dividida esté la clase mejor, sino que la generalización de un movimiento de huelga no es sinónimo de su unidad, es decir, de la superación de unas diferencias que se consideran puramente accidentales y formales. Se trata de empezar a comprender lo que está en juego en estos movimientos difusos, segmentados y discontinuos: la creación de una distancia ante la unidad «sustancial» objetivada en el capital. Esta extrema diversidad, conservada e incluso ahondada en el seno de un movimiento más amplio y general en contradicción con el capital y la unidad objetiva que representa, quizá sean una condición de la articulación entre las luchas inmediatas y la comunización. Estos hechos constituyen en la actualidad una determinación ineludible de la lucha de clases. La unidad de la clase ya no puede constituirse sobre las bases del salariado y de la lucha reivindicativa como requisitos previos a su actividad revolucionaria. La unidad del proletariado ya no puede ser más la actividad mediante la cual éste se suprime a sí mismo aboliendo todo aquello que lo divide. Una fracción del proletariado, al superar el carácter reivindicativo de su lucha, tomará medidas comunizadoras y emprenderá la unificación del proletariado, que no se distinguirá de la de la humanidad, es decir, de su creación como conjunto de relaciones que los individuos, en su singularidad, establecerán entre sí.
Situar el paro y la precariedad en el corazón de la relación salarial; definir la situación del clandestino como la situación general de la fuerza de trabajo; plantear —como sucede en el Movimiento de Acción Directa (MAD)— la inmediatez social del individuo como fundamento, ya existente, de la oposición al capital; llevar a cabo luchas suicidas como la de Cellatex y otras de la primavera y el verano del 2000 (Metaleurop —con ciertas reservas—, Adelshoffen, la Société Française Industrielle de Contrôle et d’Equipements, Bertrand Faure, Mossley, Bata, Moulinex, Daewoo-Orion, ACT-ex Bull+); remitir la unidad de la clase a una objetividad constituida dentro del capital, son para cada una de estas luchas contenidos que producen la dinámica de este ciclo dentro de y en el curso de esas luchas. En la mayoría de las luchas actuales aparece la dinámica revolucionaria de este ciclo de luchas, que consiste en producir su propia existencia como clase dentro del capital y, por tanto, en poner esa existencia en tela de juicio (no más relación consigo misma); el límite intrínseco de esta dinámica se encuentra en lo que la define como dinámica: actuar como clase. Teóricamente, nosotros somos los vigías y promotores de este viraje, que dentro de la lucha del proletariado supone su propia puesta en tela de juicio, y en la práctica también somos sus actores cuando estamos directamente implicados. Existimos dentro de esta ruptura.
Desarrollemos algunos de estos aspectos en relación con algunas luchas recientes.
Los colectivos
La marejada de fondo que constituye, en toda lucha de cierta importancia y duración, la creación de «colectivos» —que ya no implican autoorganización o autonomía— es un indicio de la desaparición de la identidad obrera. Estos organismos no suponen, como en el caso de la autonomía, una mejor organización/existencia de clase que las formas representativas institucionalizadas, a las que abandonan aquello que les pertenece (dejar a los sindicatos lo que es de los sindicatos), sino la creación de una distancia con respecto a esas formas que tiene como contenido una distancia de la clase con respecto a sí misma. Una distancia establecida frente a una unidad de clase que existe como algo objetivo dentro de la reproducción del capital. Los nostálgicos del Gran Partido y de la unidad de los grandes batallones de la clase obrera se engañan al considerar que esta segmentación sea algo pasivamente sufrido, pues lo más frecuente es que se trate de una segmentación deseada, construida y reivindicada. La naturaleza de la segmentación y de los colectivos constituye, en el interior de la lucha de clases, una actividad de enajenación del proletariado con respecto de su propia definición como clase. ¿Cómo podrá construirse, en el seno de un movimiento general de lucha de clases, una «unidad» que no lo sea, sino una interactividad? No sabemos nada al respecto… pero la lucha de clases nos ha dado con frecuencia prueba de una inventiva infinita. Hemos de reconocer como algo extremadamente positivo que las características del nuevo ciclo de luchas sólo nos sean reveladas a medida que se desarrolla la lucha cotidiana y ordinaria.
Actividades que producen la objetivación de la existencia y la unidad de clase
La unidad de clase, incluso bajo la forma de la huelga general, en la visión «clásica» que se tiene del asunto, ha ingresado en la era de la sospecha. Cuando los huelguistas de la primavera de 2003 llamaron a la huelga general en Francia, no exigieron a los sindicatos lo que ellos mismos no estaban haciendo pero habrían querido hacer, sino que exigieron a los sindicatos algo distinto de que lo que ellos estaban haciendo. He aquí un movimiento «de base», «espontáneo», «autoorganizado» que no veía otra salida que exigirle una huelga general a unos sindicatos de los que se desmarca cotidianamente. No se trata necesariamente de una contradicción (al fin y al cabo, así transcurrieron las cosas), pero cuesta presentar el llamamiento a los sindicatos para que declararan una huelga general como la simple prolongación del movimiento huelguístico. Curiosamente, el movimiento no llama a la huelga general cuando va viento en popa, sino cuando está en declive, lo que arroja una extraña luz sobre la naturaleza de la huelga general. Lo que domina en ese momento a los huelguistas es su propia acción, lo que no era el caso quince días antes, cuando esta acción era el continuo fluir del tiempo de la actividad y de la oposición a través de la cual la clase existe en sí misma como distinción respecto de su unidad y su existencia objetivadas en la reproducción del capital. La unidad de clase sigue existiendo, desde luego, pues es una unidad objetiva en el seno de la reproducción del capital; hacer un llamamiento a los sindicatos era simplemente reconocer esta unidad en el nivel donde existe, como una hipóstasis.
«Juventud salvaje»
En este caso se trata del rechazo por parte de fracciones importantes de jóvenes obreros de todo el orden del sistema productivo capitalista. Este rechazo no da pie más pie a las seducciones o sanciones de la integración de lo que da pie a construcciones ideológicas del tipo de la autogestión. Semejante situación no tiene nada que ver con lo que pudo describirse a lo largo de los años setenta en Estados Unidos o en Europa.
Las «víctimas colaterales» de la «juventud salvaje» son las fábulas sobre esa cooperación que vincula a los trabajadores entre sí (para sí mismos) como peldaño que conduce a la autorganización y a la autonomía revolucionarias.
Argentina: una lucha de clase contra la autonomía
Cabe interrogarse sobre la «autogestión de la miseria» pero entonces pasamos por alto la cuestión principal, que es la naturaleza misma de la autogestión, la autoorganización y la autonomía. Igual de fácil es decir que no hay autogestión posible dentro del sistema capitalista, pero una autogestión generalizada que hubiera abolido el Estado y la dominación capitalista no sería más que la gestión de las empresas (de todas las empresas) y de sus nexos, sus intercambios. Haría renacer indefectiblemente el valor y el Estado. La gran época de las luchas autónomas en Argentina —al final de los años sesenta y comienzo de los setenta— se acabó no sólo porque en la práctica ya no se dan luchas semejantes, sino en virtud de las transformaciones del propio modo de explotación, de la composición de la clase obrera y de las modalidades de su reproducción. El «Rodrigazo» de 1975 y sus asambleas sectoriales fue el canto del cisne de ese período y de esa época de la lucha de clases. Ya durante aquel período, la autonomía no desembocaba más que en la formulación de programas de nacionalización y planificación o en la renovación sindical.
En la actualidad, para todos los militantes de la autonomía, lo que importa es negar la autonomía realmente existente porque están encerrados en una contradicción insuperable: por un lado, la autonomía y la autoorganización son la ruta de la revolución en marcha o en potencia; por otro, las expresiones actuales de la autonomía y la autoorganización suponen, de forma masiva y recurrente, la confirmación de la clase como clase del modo de producción capitalista. «Hemos hecho el trabajo de los partidos políticos, de las ONG, del gobierno», declaran los movimientos autónomos argentinos. La única perspectiva, la única dinámica que emerge es la de todo lo que va en contra de esa autonomía. Se puede ser un purista de la autonomía o de la autoorganización, pero eso no impedirá que la autoorganización sea la autogestión de las empresas por los propios trabajadores y la gestión de los planes trabajar (en el seno de estos movimientos pueden regularse ahora hasta las horas de trabajo) por los propios movimientos piqueteros. Desde que las organizaciones piqueteras obtuvieron el derecho de gestionar ellas mismas las prestaciones (planes trabajar), la asignación de éstos se ha convertido en un verdadero desafío, no sólo en relación con los gobernantes, sino también en el seno del propio movimiento.
No se puede recurrir al argumento de la distribución de los Planes trabajar para afirmar que los movimientos piqueteros ya no son autónomos ni autoorganizados. Es importante subrayar el carácter autónomo y autoorganizado de esos movimientos, no para mostrar que aquello en lo que se han convertido es una degeneración o una institucionalización producida por una esclerosis de la autoorganización y de la autonomía, sino más bien porque son la expresión más clara, la verdad —ni buena, ni mala— de lo que son en la actualidad: un rechazo de lo que somos en la sociedad actual que no significa otra cosa que nuestra «liberación».
Los pocos casos de ocupación de empresas con reanudación de la producción que han apelado a la intervención del Estado representan el verdadero contenido actual de la autonomía (la autonomía de la clase obrera es el trabajo y el valor). Cabe muy bien imaginar que se recuperaran todas las fábricas, pero eso no cambiaría nada. Mientras los trabajadores se autoorganicen como trabajadores (y la autoorganización, por definición, no puede ser otra cosa) las «fábricas recuperadas» serán fábricas capitalistas, las dirija quien las dirija. La esencia de lo sucedido en Argentina es que todas las formas de autoorganización, de autonomía, de recuperación, de asambleas, toparon enseguida con sus límites bajo la forma de una oposición y de una contradicción interna que las trataba como una perpetuación de la sociedad capitalista. Abolir el capital significa, por eso mismo, negarse como trabajador, no autoorganizarse como tal; supone un movimiento de abolición de las empresas, de las fábricas, del producto, del intercambio (bajo la forma que sea). Como clase y como sujeto de la revolución, el proletariado se niega a sí mismo aboliendo el capital. El proceso revolucionario es el proceso de abolición de todo lo autoorganizable. La autoorganización es el primer acto de la revolución, los siguientes van contra ella.
El contenido de esta puesta en tela de juicio de la autoorganización en el seno de sí misma se articuló de forma consciente en las luchas de Argentina en torno a dos temáticas: la subjetividad y el trabajo.
En el núcleo mismo de los proyectos productivos autoorganizados, la puesta en primer plano de la subjetividad y la interindividualidad se opone a la particularización de una actividad como el trabajo, que supone la coincidencia del carácter social e individual de la actividad humana al margen de sí misma, y se opone a la autonomización de las condiciones de la producción como economía. El modo de producción capitalista es un modo de producción no porque necesite pasar por la producción material como tal, sino porque estas relaciones sociales no se pueden reproducir más que sometiéndose a una norma, a un principio que sólo puede objetivamente: el valor. El comunismo no es un modo de producción porque las actividades no se remiten a una norma común exterior que sólo puede existir objetivándose como producción. En el comunismo las relaciones entre individuos son relaciones cuya singularidad constituye la realidad de esas relaciones. Tan absurdo sería ver en el comunismo una modalidad de organización de la producción —lo que indefectiblemente nos conduciría a una igualación contable de las actividades forzosamente abstracta— como concebirlo como una pura relación intersubjetiva en la que la producción no sería sino algo accesorio. En el comunismo cada actividad es un fin en sí mismo porque no existe norma, ni principio de igualación ni situación que haya que reproducir.
Lo que más nos importa en las luchas sociales de Argentina es lo que los apologistas de la autoorganización han despreciado, no, como pretenden ellos, porque la autonomía se ha perdido en la institucionalización y en la esclerosis de las actividades productivas, «facilitando la reproducción de una economía en crisis» (Échanges), sino porque es ahí donde realmente reside la autonomía y es puesta en tela de juicio. La revolución como comunización se vuelve creíble en el seno de las modalidades de actividad productiva efectiva porque entra en contradicción con la autoorganización por la forma en que se ponen en marcha esas actividades productivas y en los conflictos en los que la propia autoorganización se convierte en blanco de las críticas.
En las actividades productivas que se desarrollaron durante las luchas sociales de Argentina sucedió algo a primera vista desconcertante: la autonomía apareció como lo que es: la gestión y reproducción por parte de la clase obrera de su situación dentro del capital. Los defensores de la autonomía «revolucionaria» dirán que eso se debe a que la autonomía no triunfó, cuando este fue su verdadero triunfo. Pero en el mismo momento en que, dentro de las actividades productivas, la autonomía se presenta como lo que es, todo lo que constituye las bases de la autonomía y de la autoorganización queda desbaratado: el proletariado ya no puede encontrar en sí mismo la capacidad de crear otras relaciones intersubjetivas (no hablamos, deliberadamente, de relaciones sociales) sin derrocar y negar todo lo que es en esta sociedad, es decir, sin entrar en contradicción con el contenido de su autonomía. Por el modo en que se han puesto en práctica esas actividades productivas, en las modalidades efectivas de su realización, lo que se tambalea efectivamente son las determinaciones del proletariado como clase de esta sociedad: propiedad, intercambio, división del trabajo, y sobre todo, el trabajo mismo.
«Si creamos cantinas sólo para que los compañeros coman, entonces somos unos boludos. Si uno cree que producir verduras en una finca quiere decir simplemente cosechar para que los compañeros coman, entonces somos más boludos todavía… Si no sabemos, a partir de la finca y de todo lo que nos arroja el Estado, ser los constructores de nuevas relaciones sociales, de nuevos valores, de una nueva subjetividad, entonces no apostemos por otro 19/20 .» (un militante del MTD Allen —Sur de Argentina—, Macache, p. 27). Queremos «generar una nueva subjetividad, nuevos valores» (ibíd.). Por lo demás, en una entrevista con un activista del MTD Solano, emerge que la meta de todas estas actividades no es sólo sobrevivir, sino que se da como razón de ser «desarrollar nuevas formas de vida en común»: división del trabajo; rotación de tareas; jerarquía; relaciones hombres-mujeres; formas de aprendizaje; relaciones privado/público; trabajo simple-trabajo cualificado; superar las relaciones de intercambio, etc.… Punto capital es, por ejemplo, en MTD Solano, el rechazo (en toda la medida de lo posible) a tomar decisiones mediante el voto: «… la idea es encontrar una respuesta en la que cada cual se reconozca». Lo que aquí se trata de una manera nueva es la cuestión del «nosotros» y del «yo». Sin llegar al extremo de hablar de inmediatez social del individuo, lo que pone de relieve este planteamiento es, más allá de toda relación mística entre lo uno y lo general, la ausencia de separación entre los dos, que conservan así su diversidad. «Cuando se vota, da la impresión de que unos ganan y otros pierden, como si hubiera dos grupos.» También es aquí donde hay que insistir una vez más en la importancia de la organización territorial que pone en tela de juicio la autoorganización como encierro en una situación particular (la unidad territorial no es socialmente homogénea). La fábrica recuperada ya no está sola, sino incluida dentro de un conjunto. Producción y distribución plantean una serie de problemas que no pueden solucionarse en el marco de las categorías que definen estrictamente la condición proletaria y su reproducción. Un activista de MTD Allen (Macache) comenta cómo en una fábrica recuperada se plantea el problema del excedente, de la producción sobrante, de su distribución, de cómo para las obreras de Bruckman recuperar la fábrica y ponerla en marcha de nuevo se inscribe en unas relaciones de fuerza que incluye su vinculación con los movimientos de parados piqueteros. En ese punto alguien podría decir que lo que falta es la «generalización de la autoorganización» o de la autonomía. Pero en tal caso no se entendería que lo que se denomina «generalización» no es tal, es una destrucción de la clase en tanto sujeto que se autoorganiza. Esta generalización es una autosuperación del sujeto que encontraba en su situación la capacidad de autoorganizarse. No entender esta «dinámica» como ruptura es limitarse a una visión puramente formal del movimiento, porque lo que se nos escapa es su contenido; es confundir el hecho de hacerse cargo de sus condiciones de supervivencia con la abolición de la situación que ha obligado a hacerse cargo de ellas. Si el proletariado se suprime a sí mismo, no se autoorganiza. Llamar al conjunto del movimiento autoorganización es permanecer ciego ante su contenido.
Se autoorganizan como parados de Mosconi, obreras de Bruckman, vecinos de los suburbios…, pero haciendo eso al autoorganizarse, se enfrentan inmediatamente a lo que son y que, en el curso de la lucha, se convierte en aquello que hay que superar. En los conflictos entre sectores autoorganizados, la autoorganización aparece como límite general a superar. Lo que apunta en esos conflictos es que, al defender su condición actual, los trabajadores permanecen dentro de las categorías del modo de producción capitalista que los definen. La unificación es imposible sin que sea precisamente la abolición de la autoorganización, sin que el parado, el obrero de Zanon o el okupa no puedan ya ser parado, obrero de Zanon u okupa. O bien hay unificación, y entonces se suprime aquello que era autoorganizable, o bien hay autoorganización, y entonces la unificación es un sueño que se pierde en los conflictos implícitos en la diversidad de situaciones (cfr., las oposiciones entre los «comités de vecinos» de El Alto y las asociaciones de Santa Cruz en Bolivia en torno a la nacionalización del gas y de los hidrocarburos).
En Argentina la autoorganización no se superó porque ésta no se puede superar más que en la fase terminal de una insurrección comunizadora. Las luchas sociales en Argentina anunciaron esa superación. Cuando se hace evidente que la autoorganización ya no puede tener la autonomía como contenido y proyecto realizable o ya en curso de realización, ésta se transforma en un encierro en la propia situación, que es precisamente lo que la lucha contra el capital constriñe a superar. La lucha de clase permanece encerrada en la simple expresión de la situación de clase. En el curso de la defensa encarnizada de sus intereses más inmediatos, la existencia de clase se convierte en una restricción exteriorizada en el capital. En la defensa de sus intereses inmediatos, el proletariado se ve llevado a abolirse porque su actividad en la «fábrica recuperada» ya no puede ser encerrada en la «fábrica recuperada», ni en la yuxtaposición, coordinación o unidad de las «fábrica recuperadas» o de todo lo autoorganizable (véase en Macache el testimonio de una obrera de Bruckman).
Esto significa simplemente que el proletariado no puede luchar contra el capital sin poner en tela de juicio todas las determinaciones que definen su implicación con él. Es lo que se vio apuntar en la contradicción interna de los proyectos productivos (autoorganización de la clase cuyas modalidades efectivas descomponen todas las determinaciones que la definen) y en los conflictos entre estructuras autoorganizadas.
Argelia: «Cuando me hablan de los Aarouchs, tengo la impresión de que me hablan de algo ajeno.»
La explosión social insurreccional que comenzó en la Cabilia en la primavera de 2001 también ilustra la insatisfacción que suscita la autoorganización apenas ha sido esbozada, no por insuficiencias coyunturales de la misma sino por su propia naturaleza, que consiste en confirmar la existencia del proletariado, definido como una clase dentro de las categorías del modo de producción capitalista. Esta insatisfacción que el movimiento insurreccional manifiesta ante las formas autoorganizativas de las que se dota él mismo en un momento dado se concentra en dos aspectos: la extensión del movimiento y la cuestión de las reivindicaciones. En esta insatisfacción y los dos aspectos en los que se concentra, lo que existe es el viraje en la lucha de clases entre la existencia de la clase tal como se formaliza en la autoorganización, y la puesta en tela de juicio de esa existencia acarreada por la continuidad y el ahondamiento de su contradicción con el capital. En esta continuación y ahondamiento, y en ausencia de medidas comunizadoras, la insurrección cabila se vio condenada a una huída hacia delante desprovista de objetivos formalizables y/o a volver a su existencia autorreconocida, es decir, reconocida por y para el capital, o sea, finalmente, a la negociación a través de sus formas autoorganizadas. Al carecer los disturbios de ninguna perspectiva reivindicativa, o de una generalidad tal (el fin de la hogra ) que no pudieran tenerla, a veces las revueltas se convertían en enfrentamientos (más o menos manipulados por la policía durante las grandes manifestaciones de junio de 2001 en Argel) entre bandos rivales de manifestantes saqueadores, lo que da fe de la imposibilidad de unificar a la clase al margen de su actividad revolucionaria de abolición de sí misma.
Los aarchs desempeñaron dos papeles contradictorios: por un lado, el de expresión del movimiento en tanto forma de organización de éste, espacio de debate y de toma de la palabra, y por otro, el de una nueva representación política emergente: fueron los suplentes de los partidos, una nueva representación política que encuadró la revuelta. Finalmente, los aarchs revelaron muy rápidamente que no eran un espacio de expresión amplia para la población, sino una palestra para políticos viejos y nuevos.
A partir del momento en que el movimiento insurreccional argelino de la Cabilia, a pesar de o gracias a su gran violencia, se limitó a atacar todas las instituciones del Estado, pero dejando intactas, —porque ese no era su objetivo y porque carecía de medios suficientes para atacarlas— todas las relaciones de producción, intercambio y distribución (pese a algunas modificaciones marginales fruto de la solidaridad o de la ayuda mutua, como sucede en todos los períodos de perturbación del marco social establecido), esta insurrección tuvo que autoorganizarse. Así pues, su autoorganización no era sino el signo de que no estaba alterando las relaciones sociales imperantes, que apuntaba sólo a un objetivo limitado: liberar a la sociedad de un Estado «corrupto» y «corruptor» (de un Estado no-libre) según los términos que aparecieron en el comienzo mismo de la insurrección. Las formas de organización que se dio, es decir, las formas de autoorganización, surgieron de su limitación misma.
La continuación, después de junio de 2001, de los ataques contra las instituciones del Estado y la necesidad de la violencia en estos enfrentamientos fueron, en idéntica medida, ataques contra el Estado argelino y un rechazo al movimiento autoorganizado de los aarchs. Es la propia existencia como clase lo que la autoorganización formaliza como una existencia dentro de y para el capital, y que el proletariado en lucha ya no reconoce como algo propio. Su existencia como clase se autonomiza de él. Parodiando a Marx en Las luchas de clases en Francia, podríamos decir: fue sólo haciendo surgir de su propio movimiento una autoorganización compacta, poderosa, creándose un adversario y combatiéndolo, que el partido de la subversión pudo, en fin, llegar a convertirse en un partido verdaderamente revolucionario.
Esto no sucede sin organización, igual que cuando los proletarios asumen diversas necesidades impuestas por el desarrollo de la lucha: cortar carreteras, sitiar cuarteles de «gendarmería», obligar a los tenderos a no abastecer a las fuerzas de seguridad, reapropiarse directamente de las mercancías necesarias mediante el pillaje o el control de determinados stocks … Esta organización nunca es la formalización de lo que se es en la sociedad actual como base o punto de anclaje de la nueva sociedad a construir como emancipación de lo que se es, es decir, no es autorganización. No formaliza la existencia de ningún sujeto preexistente; la condición proletaria ya no es algo a organizar, a defender y a emancipar, sino algo a abolir.
No deja de ser interesante poner de relieve las relaciones simultáneamente conflictivas e integradoras que se crearon entre parados, proletarios empleados, pequeños comerciantes y empleados de las administraciones —que en Argelia están más o menos inmersos en relaciones de clientelismo político—, algo que ninguna unidad reivindicativa podría realizar jamás. La lucha de los proletarios argelinos de la Cabilia se impone mediante la acción directa, se afirma al margen de todo territorio particular (lugar de trabajo, barrio,…), niega las divisiones fomentadas por la clase capitalista, tiende a generalizarse, es portadora de un proyecto global de rechazo del Estado, y se despliega frente a todas las iniciativas legalistas, pacifistas y electorales.
Estos proletarios sólo reivindican de forma muy excepcional «las determinaciones clasistas» de sus actividades. Es cierto que eso representan un cambio con respecto al ciclo de lucha anterior, cuando cualquier acción, por reformista que fuera, era reivindicada alto y claro como la movilización de la clase obrera mundial, orgullosa de sí misma y de su boina. Que la acción de los proletarios no sea reivindicada ya como acción de clase no impide que lo sea. Acción de clase lo es en grado paroxístico, porque es la puesta en tela de juicio por parte del mismo proletariado de su existencia como clase objetivada frente a él como determinación de la reproducción del capital, eso que toda autoorganización confirma. Nada tiene de extraño que los proletarios ya no afirmen que actúan como clase, ya que son sus adversarios quienes erigen la existencia del proletariado como clase en contenido dominante de la contrarrevolución que se contrapone a ellos.
El Movimiento de Acción Directa (Mad)
Puesto que erige la negación de las clases en forma de vida y, por ello, en requisito previo a la lucha de clase, el Mad desemboca en una serie de callejones sin salida: el capital como dominación y símbolo, el problema insoluble de su propia extensión, su referencia a las necesidades, al placer, a los deseos, a un yo humano «auténtico». Este callejón sin salida se manifiesta en el curso de los disturbios, en su autolimitación (en el carácter autorreferencial de éstos) y en su «recuperación» por objetivos que no son los suyos, como ocurrió en Quebec y en Praga, y también en Génova. Sin embargo, la exclusión recíproca entre ser proletario y producir otras relaciones sociales que constituye al Mad, se ha convertido ahora, en este ciclo de lucha, en la forma necesaria de plantear la dinámica del ciclo de lucha actual. Incluso si las relaciones inmediatas entre individuos en su singularidad acaban existiendo sólo como alternativa, el Mad anuncia el contenido de la revolución comunista: la puesta en tela de juicio por parte del proletariado, contra el capital, de su existencia como clase.
Las luchas «suicidas»: caducidad de la autonomía
Ya hemos evocado la lucha de Cellatex y las que siguieron. Entre enero de 2002 y diciembre de 2003, la huelga de ACT en Angers, Francia (sistemas informáticos, filial de Bull) fue dirigida de manera yuxtapuesta por una intersindical y un comité de lucha «muy abierto, más bien emanación de las bases» (Échanges n° 104). Se volvieron a poner momentáneamente en marcha tres líneas de fabricación, lo que no impidió luego que los productos acabados fueran quemados. Es interesante repasar la cronología de los acontecimientos. La fábrica fue ocupada tras el anuncio, el 20 de diciembre, de la liquidación definitiva de ACT (tras numerosas maniobras y debates dilatorios). La fábrica fue ocupada, pero nadie sabía con qué fin. El 10 de enero el comité de huelga aceptó iniciar la fabricación de tarjetas electrónicas destinadas a un fabricante italiano. El 22 de enero se entregaron doscientas tarjetas electrónicas, el 23 los ocupantes quemaron tarjetas sacadas del almacén, y el 24 los ocupantes fueron desalojados sin miramientos.
Si Cellatex pudo crear escuela no sólo en la forma (la violencia tiene una larga historia en la lucha de clases) sino también en el fondo, es porque la dinámica que subyace a este tipo de luchas reside en que el proletariado no es nada en sí mismo, pero es una nada repleta de relaciones sociales, lo que hace que, frente al capital, no tenga otra perspectiva que su propia desaparición.
En el mismo período, cuando prendieron fuego a una nave de la fábrica, los asalariados despedidos de Moulinex se inscribieron también en la dinámica de este nuevo ciclo de luchas que convierte la propia existencia del proletariado como clase en el límite de su acción de clase
COMUNIZACIÓN
El límite extremo de la lucha reivindicativa puede ser definido como aquel en que la contradicción entre proletariado y capital se tensa hasta tal punto que la definición de clase se convierte en una restricción exterior, en una exterioridad que está ahí simplemente porque el capital está ahí. La pertenencia de clase es exteriorizada como restricción. Ese es el momento del salto cualitativo en la lucha de clases. Es aquí donde se produce una superación y no un desbordamiento. Es aquí donde se puede pasar de un cambio en el sistema a un cambio de sistema.
El punto final de la implicación recíproca entre las clases es aquel en el que el proletariado se apodera de los medios de producción. Se apodera de ellos pero no puede apropiárselos. La apropiación por parte del proletariado no puede ser tal, porque no puede llevarse a cabo sino mediante su propia abolición como clase, a través de una unión universal de la producción en la que el proletariado se despoje de todo lo que aún le quede de su situación social anterior. En el comunismo ya no hay lugar para la apropiación, puesto que la noción misma de «producto» es abolida. Por supuesto, sigue habiendo objetos (también han de revisarse las nociones de objetividad y de subjetividad) que sirven para producir, otros que son directamente consumidos, y otros que se destinan a ambas usos. Pero hablar de productos y plantearse la cuestión de su circulación, su reparto o su «cesión» —es decir, concebir un momento de la apropiación— presupone lugares de ruptura, de «coagulación» de la actividad humana: el mercado en las sociedades mercantiles, el «tomar del montón » en algunas visiones del comunismo. El producto no es una cosa sencilla. Hablar de producto es suponer que un resultado de la actividad humana se presenta como acabado frente a otro resultado o entre otros resultados. No hay que partir del producto sino de la actividad.
En el comunismo, la actividad humana es infinita porque es indivisible. Tiene resultados concretos o abstractos, pero esos resultados nunca son «productos» en torno a los que se plantearía algún problema de apropiación o de cesión bajo modalidad alguna. Esta actividad humana infinita sintetiza lo que cabe decir del comunismo. Si podemos hablar de actividad humana infinita bajo el comunismo, es porque el modo de producción capitalista nos muestra ya —aunque sea de manera contradictoria, y no como «lado bueno»— la actividad humana como flujo social global continuo y al general intellect o «trabajador colectivo» como fuerza dominante de la producción. El carácter social de la producción no prefigura nada: lo único que hace es volver contradictoria la base del valor.
La necesidad ante la que se encuentra la revolución comunista no consiste en modificar la distribución entre salarios y beneficios, sino en abolir la condición de capital de los medios de producción acumulados. Una lucha reivindicativa puede pasar del nivel del conflicto al de la contradicción. El nivel del conflicto es el de la distribución entre salarios y beneficios; aquí, incluso cuando los intereses son irreconciliables, seguimos dentro de un juego de suma cero indefinidamente reproductible en la medida en que, mientras se permanezca a este nivel, el péndulo continuará yendo de un lado a otro, ya que el propio mecanismo no ha sido atacado. El nivel de la contradicción es el del plusvalor y del trabajo productivo, pero no se puede reivindicar ser un poco menos trabajador productivo de plusvalor de otra for,a que reivindicando algo más de salario o unas horas de trabajo menos, lo que nos remite de nuevo a la distribución y al conflicto. La insuficiencia del plusvalor en relación con el capital acumulado es el meollo de la crisis de la explotación; si la cuestión del trabajo productivo de plusvalor no fuera el meollo de la contradicción entre proletariado y capital, si no existiera más que un problema de distribución y si todos los conflictos en torno al salario no constituyeran la existencia de esta contradicción, entonces la revolución seguiría siendo un mero deseo piadoso. La lucha reivindicativa no se supera atacando el trabajo productivo de plusvalor (pues siempre regresaríamos a un problema de distribución), sino atacando los medios de producción en tanto capital. Una lucha autoorganizada puede llevarnos al borde de la ruptura, pero ésta última presupone la superación de la primera.
El ataque contra la naturaleza capitalista de los medios de producción supone su abolición como valor que absorbe trabajo para valorizarse a sí mismo, la extensión de la gratuidad, la destrucción —que puede ser física— de ciertos medios de producción, su abolición en tanto fábrica en la que el producto se define como producto, es decir, los marcos del intercambio y del comercio, la transformación de las relaciones entre sectores de la producción que materializan la explotación y su tasa, así como su definición y su inserción en relaciones intersubjetivas individuales, la abolición de la división del trabajo tal como está inscrita en el paisaje urbano, en la configuración material de los edificios, en la separación entre campo y ciudad, en la existencia de algo llamado fábrica o lugar de producción. «Las relaciones entre individuos se han coagulado en las cosas, porque el valor de cambio es de naturaleza material» (Marx, Grundrisse…, Anthropos, t. 1, p. 97). La abolición del valor es una transformación concreta del paisaje en el que vivimos, es una nueva geografía. Abolir las relaciones sociales es una cuestión muy material.
La producción de nuevas relaciones entre los individuos consiste, pues, en las medidas comunistas tomadas como necesidad de la lucha. La abolición del intercambio y del valor, de la división del trabajo y de la propiedad, no son otra cosa que el arte de la guerra de clases, ni más ni menos que cuando Napoléon libró su guerra en Alemania introduciendo su código civil. Las relaciones sociales anteriores se desmoronan a través de esta actividad social en la que no se puede distinguir entre las actividades de huelguistas e insurrectos y la creación de otras relaciones entre los individuos, de relaciones nuevas en las que las que los individuos no consideran lo que es sino como momento de un flujo ininterrumpido de producción de la vida humana.
La destrucción del intercambio son trabajadores atacando los bancos donde están sus cuentas y las de otros trabajadores, obligándose así a arreglárselas sin ellas, trabajadores comunicándose y comunicando a la comunidad sus «productos» directamente y sin mercado, los sin techo ocupando viviendas, «obligando» así a los obreros de la construcción a producir gratis, los obreros de la construcción tomando libremente de los almacenes, obligando a toda la clase a organizarse para buscar alimentos en los sectores a colectivizar, etc. Seamos claros. No hay ninguna medida que, considerada aisladamente y en sí misma, sea el «comunismo». Distribuir bienes, hacer circular directamente medios de producción y materias primas, emplear la violencia contra el Estado establecido, son acciones que en determinadas circunstancias pueden ser emprendidas por fracciones del capital. Lo que es comunista no es la «violencia» en sí misma, ni la «distribución» de la mierda que nos lega la sociedad de clases, ni tampoco la «colectivización» de la maquinaria extractora de plusvalor: es la naturaleza del movimiento que vincula entre sí esas acciones, que les subyace y que las convierte en momentos de un proceso que no puede sino comunizar cada vez más o ser aplastado.
Las actividades militares y sociales son inseparables, simultáneas y se compenetran. No se puede llevar a cabo una revolución sin tomar medidas comunistas, sin disolver el trabajo asalariado, comunizar la alimentación, la vestimenta y la vivienda, sin procurarse todas las armas (destructivas, pero también telecomunicaciones, los víveres, etc.…) e integrar a los sin reservas (incluyendo a aquellos a los que nosotros mismos habremos reducido a tal estado), a los parados, a los desocupados, a los campesinos arruinados, a los estudiantes marginados y desarraigados. Hablar de una revolución hecha por una «categoría» que representa al 20% de la población y que estuviera haciendo «huelgas» para exigir al Estado que satisfaga sus «intereses» sería una broma.
A partir del momento en que se empieza a consumir gratis, hay que reproducir lo que se consume; para ello hacen falta materias primas, piezas de recambio, víveres (evitamos el término poco satisfactorio de «valor de uso», que es una noción intrínseca a la existencia de la mercancía). Hay que apoderarse, pues, de los medios de transporte, de las telecomunicaciones y entrar en contacto con otros sectores, y para hacer esto hay que enfrentarse a bandas armadas enemigas. El enfrentamiento con el Estado plantea inmediatamente la cuestión del armamento, que no puede resolverse sino poniendo en pie una red de distribución para sostener combates en una multiplicidad de puntos casi infinita (la constitución de un frente o de zonas de combate delimitadas supone la muerte de la revolución). A partir del momento en que los proletarios deshacen las leyes mercantiles, ya no pueden detenerse (y menos cuando al capital se le priva así de bienes esenciales y contraataca). Cada ahondamiento social, cada extensión, dotan a las nuevas relaciones de carne y sangre, y permite integrar a cada vez más no proletarios en la clase comunizadora en vías de constituirse y disolverse a la vez, reorganizar las fuerzas productivas, abolir cada vez más toda competencia y división entre proletarios, adquirir una posición militar, y hacer de ello el contenido y el desarrollo de su enfrentamiento armado contra aquellos a los que la clase capitalista todavía puede movilizar, integrar y reproducir dentro de sus relaciones sociales.
La clase capitalista y sus innumerables capas o estratos periféricos reposan sobre una enrevesada maraña de papeleo y de burocracia sumamente vulnerable, de vínculos financieros, créditos y obligaciones. Sin esos vínculos, su cohesión interna se desmorona. Esta clase no es una comunidad basada en una asociación material, sino un conglomerado de competidores unidos por el intercambio. El intercambio es la comunidad abstracta (el dinero). De ahí que todas la medidas comunizadoras tendrán que ser iniciativas enérgicas destinadas a desmantelar los vínculos que unen a nuestros enemigos y a sus soportes materiales, destruyéndolos con rapidez y sin vuelta atrás posible. La comunización no significa organizar apaciblemente la gratuidad y un modo de vida agradable entre proletarios. La dictadura del movimiento social de comunización es un proceso de integración de la humanidad en el proletariado en vías de desaparición. La delimitación estricta del proletariado respecto a los demás estratos y su lucha contra toda producción mercantil, es al mismo tiempo un proceso que obliga a las capas de la pequeña burguesía asalariada, «la clase del encuadramiento social», a incorporarse a la clase comunicadora, que es, por tanto, definición y exclusión, y al mismo tiempo demarcación y apertura, eliminación de las fronteras y extinción de las clases. No se trata de ninguna paradoja sino de la realidad del movimiento a través del cual el proletariado se define en la práctica como movimiento de constitución de la comunidad humana. El movimiento social argentino, porque tuvo que afrontarlo, se planteó el problema de las relaciones entre proletarios en activo (asalariados), parados, excluidos y clases medias. Sólo aportó respuestas muy parcelarias, la más interesante de las cuales fue sin duda su organización territorial. Frente a esta situación, los detractores radicales del interclasismo o los propagandistas de la unanimidad nacional democrática son los militantes de dos tipos de derrota diferentes. La revolución que en este ciclo de luchas ya no puede ser sino la comunización supera el dilema entre las alianzas de clases leninistas o democráticas y «el proletariado solo» de Gorter.
La única forma de superar los conflictos entre parados y «empleados», entre cualificados y no cualificados, es poner en práctica, de forma inmediata y en el curso de la lucha armada, medidas comunizadoras que supriman las bases mismas de estas divisiones (cosa que las empresas recuperadas de Argentina no intentaron hacer más que de manera muy marginal, contentándose lo más a menudo —cfr. Zanon— con unas cuantas redistribuciones caritativas a algunos grupos de piqueteros). A falta de tales medidas, el capital apostará a lo largo de todo el movimiento sobre esta fragmentación, y encontrará entre los autoorganizados a sus Noske y sus Scheidemann . Las crisis del modo de producción capitalista no constituyen ninguna garantía del proceso revolucionario: la clase capitalista sabe utilizarlas perfectamente para descomponer a la clase obrera. De lo que se trata en realidad —y la revolución alemana ya lo mostró— es de disolver a las clases medias tomando medidas comunistas concretas que las constriñan a ingresar en el proletariado, es decir, de consumar su «proletarización». Hoy, en los países desarrollados, la cuestión es a la vez más simple y más peligrosa, pues por un lado la inmensa mayoría de esas capas medias es asalariada y su posición social está desprovista de toda base material; su papel de control y dirección de la cooperación capitalista es fundamental pero se encuentra sometido a una precariedad permanente, y su posición social depende de un mecanismo muy frágil de extracción de fracciones de plusvalor. Ahora bien, por otro lado, y por esas mismas razones, la proximidad formal de estas capas con el proletariado las lleva a presentar en el seno de las luchas de este último «soluciones» alternativas de gestión nacional o democrática que conserven sus propias posiciones. Podrían encontrarse a sus anchas en el democratismo radical expresando los límites de las luchas. No habrá soluciones milagrosas porque no existe ninguna reivindicación unificadora. La clase no se unifica sino rompiendo la relación en cuyo seno tienen sentido las reivindicaciones: la relación capitalista. La cuestión esencial que tendremos que resolver es la de saber cómo difundir el comunismo antes de que sea asfixiado por las tenazas de la mercancía, cómo integrar la agricultura para no tener que intercambiar con los campesinos, cómo deshacer los lazos de intercambio del adversario para imponerle la lógica de la comunización de las relaciones y de la apropiación de los bienes, y cómo, enfrentado a la revolución, disolver al bloque del miedo mediante la revolución.
Los proletarios no «son» revolucionarios de igual modo que el cielo «es» azul, porque «son» asalariados y explotados, y ni siquiera porque «son» la disolución de las condiciones existentes. Se constituyen a sí mismos en clase revolucionaria transformándose a sí mismos a partir de lo que son.
(trad. F. Corriente)
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