Accueil > Du coté de la théorie/Around theory > « Théorie Communiste » en castillan

« Théorie Communiste » en castillan

Notre camarade Fédérico Corriente nous a fait parvenir la traduction en castillan d’un texte de Théorie Communiste, « La révolution prolétarienne » (dans “Histoire critique de l’ultragauche” chez Senonevero/Entremonde) et un texte de F. Danel, « La production de la rupture » (dans “Rupture dans la théorie de la révolution” chez Senonevero/Entremonde).

LA REVOLUCIÓN PROLETARIA

(1848–1914)

Historia, contradicciones e imposibilidad

de la afirmación del trabajo

Este texto, extraído, con algunas modificaciones, del número 12 (febrero de 1995) de la revista Théorie Communiste, presenta la problemática práctica y teórica que se planteó durante el largo período que precedió a la oleada revolucionaria de 1917-1923, en el transcurso del cual aparecieron las Izquierdas y las teorías llamadas de ultraizquierda. La presentación de esta problemática nos ha parecido necesaria para comprender a qué retos e impasses intentaron responder las Izquierdas y qué intentaron superar.

SUBSUNCIÓN FORMAL DEL TRABAJO BAJO EL CAPITAL Y PROGRAMATISMO

 

En la historia del modo de producción capitalista cabe distinguir dos períodos principales. Marx realizó esta distinción la en el Capítulo VI inédito de El Capital. También la efectúa cada vez que, en El Capital o en los Grundrisse, se trata del modo de producción específicamente capitalista. Estos dos períodos son: la subsunción formal del trabajo bajo el capital y la subsunción real; la distinción entre los dos se basa en la diferenciación de las modalidades de extracción del plusvalor (plusvalor absoluto y plusvalor relativo).

No se trata de una simple diferenciación técnico-económica, según predomine uno u otro de los dos modos de extracción de plusvalor; es el conjunto de relaciones sociales, de la contradicción entre proletariado y capital, lo que difiere. La dominación formal, históricamente la primera, se caracteriza por el hecho de que el capital domina un proceso de trabajo anterior a él: sólo se puede arrancar plusvalor prolongando la jornada laboral o multiplicando las jornadas de trabajo simultáneas. Esto significa también que el modo de producción capitalista no domina la sociedad en conjunto, más concretamente, las ramas que producen las mercancías que integran el valor de la fuerza de trabajo, por lo que la reproducción de ésta no constituye un momento del propio ciclo del capital. Esta situación también está ligada a una débil composición orgánica del capital; es el propio capital el que convierte al factor fuerza de trabajo en el elemento determinante de la valorización, frente a la situación en la que el medio dominante de aumentar el plustrabajo supone incrementar la productividad. La valorización del capital es una imposición de plustrabajo a la que el proletariado se somete en el primer momento del intercambio salarial, la compraventa de la fuerza de trabajo. El carácter asalariado del trabajo sólo está especificado en este primer momento; en el segundo (el consumo del trabajo por el capital), no existe distinción entre la producción de un valor superior al coste de su reproducción y la producción de valor a secas. Producir plusvalor significa necesariamente producir un mayor valor total, no reducir el valor de las mercancías que forman parte de la reproducción de la fuerza de trabajo. Habida cuenta de lo que es el plusvalor absoluto, producir un valor superior a lo que cuesta su reproducción —la especificidad del trabajo asalariado— todavía no se manifiesta como algo diferente de ser simplemente productor de valor. En el segundo momento del intercambio, la forma específica del trabajo asalariado se confunde con la simple capacidad del trabajo de ser creador de valor; de ahí, en todas las teorías de la transición, la importancia de la contabilidad del trabajo, del sistema de los bonos y de la conservación de la mercancía, salvo en lo que a la fuerza de trabajo se refiere, que ya no es una mercancía, pues es el tiempo de trabajo el que se contabiliza y sufre las deducciones necesarias para la reproducción social (fundamentalmente, es por esto por lo que se trata de una «transición»).

En la subsunción formal, la dominación del capital se resume en la imposición de plustrabajo, sin que el propio trabajo sea especificado plenamente como trabajo asalariado, sin que el proceso de trabajo sea un proceso de trabajo adecuado al capital (es decir, en el que la absorción del trabajo vivo por el trabajo muerto es el resultado del propio proceso de trabajo —desarrollo de la maquinaria—), y sin que las fuerzas sociales del trabajo (cooperación, división del trabajo, ciencia) se objetiven en el capital fijo.

En su relación con el trabajo, el capital se presenta como un poder externo, lo que conlleva que, en su contradicción con el capital, el proletariado considere a éste como una imposición, y la revolución como su emancipación, su afirmación. La lucha de clases tiene por contenido la afirmación del proletariado, su erección en clase dominante, la producción de un período de transición y la formación de una comunidad basada en el trabajo creador de valor. En el seno de la contradicción que lo opone al capital, el proletariado es ya el elemento positivo a liberar. El proletariado se encuentra, pues, en situación de oponer al capital lo que es dentro de él, es decir, de liberar de la dominación capitalista su condición de clase trabajadora, y de convertir el trabajo productivo en la relación social entre todos los individuos, en su comunidad, lo que equivale a querer convertir el valor en un modo de producción. Todo este contenido, teórico y práctico, de la lucha de clases del proletariado, es lo que nosotros llamamos programatismo.

Con la subsunción real del trabajo por el capital —cuyo rasgo definitorio es la extracción de plusvalor relativo— desaparece todo aquello que permitió a la condición proletaria volverse contra el capital: en eso consiste la descomposición del programatismo. La reproducción de la fuerza de trabajo pierde toda autonomía con respecto a la reproducción del capital, el trabajo ya no es el elemento dominante del proceso inmediato, el proceso de producción se adecúa a la absorción del trabajo vivo por el trabajo muerto, la unidad social de los capitales se fija mediante el intercambio al precio de producción, es decir, de manera que se niegue la diferencia entre el capital variable y el capital constante, y la defensa de la condición proletaria no es más que un momento de la autopresuposición del capital. El trabajo queda totalmente especificado como trabajo asalariado.

LA PERIODIZACIÓN DEL PROGRAMATISMO

El largo período que abarca desde el aplastamiento de la Comuna en 1871 hasta la guerra de 1914 es la época triunfal del programatismo, incluso más que el período de posguerra, cuando la socialdemocracia llega al poder en varios países. La socialdemocracia es la forma dominante del programatismo; su paradigma nos permite comprender el programatismo de los demás períodos. En la socialdemocracia se articulan todos los temas constitutivos del programa y todas las prácticas que lo definen. Ahora bien, la socialdemocracia no agota el programatismo. Es preciso explicarla y situarla dentro del gran ciclo programático que recorre el siglo xix de 1840 a 1914 (el período anterior, que abarca desde la Revolución Francesa hasta la década de 1840, exigiría un estudio específico).

De no situar a la socialdemocracia dentro del programatismo, correríamos el riesgo de explicar los principios socialdemócratas como consecuencia exclusiva del predominio de la contrarrevolución entre 1871 y 1914. Desde luego, ésta fue dominante durante todo el período, pero su predominio no explica la especificidad de la práctica, de la organización o de la teoría del proletariado. Este período socialdemócrata no es un simple producto de la contrarrevolución, que reduciría al proletariado a la condición de pura fuerza de trabajo, a pura función integrada en la reproducción del capital, y que haría que la lucha de clases se quedara atascada en el «movimiento» olvidando poco a poco el objetivo. El hundimiento en el oportunismo, en el parlamentarismo y la democracia, así como en la transición pacífica y el reformismo en general, no es el simple resultado de la contrarrevolución, como expone J.-Y. Bériou en el epílogo del libro de D. Nieuwenhuis, Le socialisme en danger (Ed Payot)[1]. Otros períodos de contrarrevolución produjeron otras cosas. Tampoco se trata de desviaciones teóricas y organizativas frente a una clase siempre revolucionaria en el fondo de su ser, como lo presenta el «colectivo Junius» en el folleto Más allá del partido* (Ed. Spartacus).

La explicación reside en la forma mismo bajo la que se presentaban la contradicción entre el proletariado y el capital y su superación durante la fase 1848-1914, es decir, en el seno de lo que hemos llamado programatismo. La socialdemocracia, modelo del programatismo, es una expresión específica de éste. Por tanto, hay que situar la socialdemocracia en el interior de una visión del programatismo; no basta con hablar de contrarrevolución triunfante; aún queda por precisar la relación de clase, históricamente definida, dentro de la cual domina esta contrarrevolución, a qué práctica y a qué teoría le da forma. En sí misma, la contrarrevolución no es un contenido. De ahí que sea importante captar los vínculos de este período socialdemócrata con el «radicalismo programático» anterior (desde 1848 hasta la Comuna), pero también tener presente que a lo largo del período siguiente (desde la Comuna hasta la guerra) la socialdemocracia no fue más que uno de los polos de la escisión del programatismo que tuvo lugar en aquel entonces.

Tiene gracia constatar que Jaurès pudiera permitirse señalar, no sin argumentos, la inutilidad de la obra revisionista de Bernstein. Para Jaurès, no existía necesidad alguna de criticar «la concepción económica de la historia» para elaborar «un método de acción complejo, completo, vasto como la realidad y como ella jerarquizado»: «¡Ah! Yo comprendería que se intentase quebrantar la teoría marxista si ella inmovilizara al proletariado con la esperanza alucinada de la sociedad futura, si el proletariado pudiera deducir de la teoría marxista que la sola marcha de la dialéctica lo libertará. Pero no; lo que constituye la profundidad y la vida de la teoría marxista es que el desenvolvimiento está siempre calculado de manera que se pone al servicio del proletariado la fuerza de la necesidad y se obliga diariamente al proletariado a completarla con todos los recursos de su acción y a realizar esa fuerza inmanente de la necesidad.» (Jaurès, Bernstein y la evolución del método socialista, febrero de 1900). Poco importa examinar aquí el grado de corrección de la visión del marxismo que tenía Jaurès; lo que sí interesa señalar es que Jaurès, cuyo enfoque político difería escasamente del de Bernstein, considerase inútil la revisión del marxismo y se refiriese directamente al período marxiano del programatismo, destacando así el vínculo que une a la socialdemocracia con el radicalismo programático anterior.

Lo que distingue a estos dos períodos del programatismo (antes y después de 1871) es que, tras la crisis de 1873, el capital emprende un desarrollo progresivo a través del cual, con respecto al proletariado, tiende a convertirse en la asociación, en la unidad, la reproducción de la clase tiende a convertirse en un momento del propio ciclo del capital, y todas las fuerzas sociales del trabajo tienden a objetivarse en el capital fijo. En este período de transición a la dominación real, el proletariado tiende a perder toda capacidad de autoorganización, de autonomía y de reproducción propia frente a la autopresuposición del capital.

Todo el período en cuestión constituye esa fase de transición que conduce a la dominación real. Hasta 1871, en cada una de las mediaciones (acción política, actividad sindical, mutualismo, cooperativas…) que han de conducir a la revolución, el programatismo conserva mejor o peor, frente a la reproducción del capital, el carácter contradictorio del proletariado con respecto a éste, y el hecho de constituir una clase para sí. A medida que se impone la subsunción real del trabajo bajo el capital, esto se hace insostenible. Ahí reside el fundamento de la historia del programatismo durante toda esta fase de la lucha de clases, tanto bajo la forma de la socialdemocracia como bajo la de las fracciones anarquistas y el sindicalismo revolucionario.

De hecho, para el proletariado, la Comuna supone el fin de la práctica autónoma de las mediaciones programáticas de la revolución. A medida que el proletariado queda totalmente especificado como clase del modo de producción capitalista, el programatismo evoluciona de forma simultánea, en tanto socialdemocracia y afirmación inmediata del proletariado como clase dominante, como afirmación inmediata de las tareas comunistas a realizar, y como crítica interna del programatismo, de los sindicatos y de la política (anarquismo, escisiones socialdemócratas). Ambos aspectos están mutuamente implicados, y esa implicación no significa otra cosa que la imposibilidad, en sus propios términos, de la afirmación del proletariado. Veremos desarrollarse esta imposibilidad del programatismo, dentro de sus propias determinaciones, como una imposibilidad interna que producirá a partir sí mismo, a lo largo del período y de forma específica según las fases históricas: la época de la doble revolución, el período de la Primera Internacional, la fase socialdemócrata y sindicalista revolucionaria, y la aparición de las Izquierdas.

Este trabajo de periodización del programatismo, que proseguirá en un texto posterior sobre el período 1918-1970, es necesario para situar históricamente y explicitar nuestro trabajo teórico actual en tanto producción de una superación del programatismo.

PRIMERA PARTE: 1848-1871

LA DOBLE REVOLUCIÓN

En esta primera fase de la práctica y la teoría programáticas del proletariado, la doble revolución fue la visión dominante del proceso revolucionario. «El movimiento obrero por sí mismo jamás es independiente, jamás lo es de un carácter exclusivamente proletario a menos que todas las fracciones diferentes de la clase media y, particularmente, su fracción más progresiva, la de los grandes fabricantes, haya conquistado el poder político y rehecho el Estado según sus demandas. Entonces se hace inevitable el conflicto entre el patrono y el obrero y ya no es posible aplazarlo más; entonces no se puede seguir entreteniendo a los obreros con esperanzas ilusorias y promesas que jamás se han de cumplir; el gran problema del siglo xix, la abolición del proletariado, es al fin planteado con toda claridad. Ahora, en Alemania, la mayoría de la clase obrera tiene trabajo, pero no en las fábricas de los magnates de tipo contemporáneo, representados en Gran Bretaña por especies tan espléndidas, sino por pequeños artesanos que tienen por todo sistema de producción meros vestigios de la Edad Media.» (Engels, Revolución y contrarrevolución en Alemania, septiembre de 1851). En tanto clase autónoma, en un primer tiempo el proletariado se da como tarea acelerar el proceso de la revolución burguesa, y a continuación atacar frontalmente a los grandes patrones de la industria.

En esta fase original de la subsunción formal del trabajo bajo el capital, la forma en que proletariado y capital están implicados engendra esta autonomía del proletariado con respecto al proceso capitalista, que puede verse llevado a secundar, pero con el que no puede confundir el proceso de su propia revolución. El movimiento en cuyo seno el capital lucha por establecer su dominación es aquel en el que el proletariado se reconoce a sí mismo como clase que representa la descomposición de la sociedad (cfr. «Crítica de la filosofía del derecho de Hegel»). Paradójicamente, en esta situación, pese a que el proletariado no pueda enfrentarse al capital por sí solo, sí pueden establecerse las líneas generales del comunismo. El proceso contradictorio entre proletariado y capital no es percibido como el ascenso del proletariado dentro del modo de producción capitalista sino, —gracias a esta «autonomía»— como portador, por lo que el proletariado es, de la abolición del capital y, de manera mediata para el proletariado, de su propia abolición. Mientras que La Nueva Gaceta Renana, bajo la dirección de Marx, defiende la línea política y táctica de la «doble revolución», en el interior de la Liga de los comunistas, algunos defienden una posición de autonomía radical del proletariado. Entre 1850 y 1853, los enfrentamientos entre las dos líneas llevarán a la disolución de la Liga.

En esta perspectiva de la doble revolución, el proletariado se ve arrastrado, del lado del capital, a un combate que no es inmediatamente el suyo; el corolario es que el capital no está en condiciones de imponer su autopresuposición como reproducción de la sociedad en conjunto. El proletariado, arrastrado a la lucha del capital, se relaciona paradójicamente consigo mismo como autónomo, y oscila sin cesar entre estos dos aspectos corolarios de su situación. Representa, en ese momento, empírica y sociológicamente, como clase particular, la descomposición de la sociedad, y en su relación con ésta ve su abolición y la suya propia. A lo largo de todo este período, incluso cuando se aborda teóricamente la cuestión del período de transición, el objetivo final, la autoabolición del proletariado, jamás se deja de lado. El período de transición es siempre un período de extinción del valor, en el sentido de que la fuerza de trabajo ya no es una mercancía.

Por el contrario, en el país más desarrollado de la época, Inglaterra, donde no se plantea el problema de la doble revolución, el movimiento obrero evoluciona muy rápidamente —frente a las esperanzas programáticas radicales de Engels— a través de los sindicatos y el cartismo, hacia posiciones semejantes a las que van a definir todo el período socialdemócrata. Ahora bien, la existencia misma de un proceso de doble revolución comporta para el proletariado el fracaso de su propia acción; el segundo acto de esta «doble revolución» no puede producirse jamás: o bien el proletariado sigue siendo el aliado sincero de la burguesía, y se limita, por tanto a reclamar el derecho de voto, la libertad de prensa, el derecho a formar parte de los jurados y el derecho de reunión, o bien aguarda el momento propicio para su propia acción, y vuelve a encontrarse en la situación general de la imposibilidad del programatismo, que examinaremos más adelante, o bien, en el transcurso de la acción, se pone de manifiesto su oposición irreductible a la burguesía y es aplastado por la coalición de todas las clases dominantes: las revueltas inglesas en torno al salario mínimo, las condiciones de trabajo, la reagrupación en las fábricas, el maquinismo (cfr. Thompson, La formación de la clase obrera en Inglaterra), la revuelta de los canuts y junio de 1848. En esta última situación, la autonomía que le confiere el proceso de «doble revolución» se vuelve contra él; no encuentra en sí mismo otra cosa que oponer al capital que la descomposición de las formas sociales anteriores, que es el contenido real de su autonomía.

«Las necesidades y circunstancias inmediatas del movimiento no permitían colocar en primer plano ninguna reivindicación particular del partido proletario. Efectivamente, mientras no se había desbrozado el terreno para la acción independiente de los obreros, mientras no se había establecido el sufragio directo y universal y mientras los treinta y seis Estados grandes y pequeños seguían desgarrando a Alemania en numerosos jirones, ¿qué otra cosa podía hacer el partido proletario sino estar al tanto del movimiento de París, importantísimo para él, y luchar al lado de los pequeños artesanos y comerciantes para alcanzar los derechos que luego le permitieran batirse por su propia causa?» (Engels, Revolución y contrarrevolución en Alemania). Este terreno de su propia lucha será finalmente el terreno de sus luchas a partir de 1871: lucha parlamentaria, marco nacional y lucha sindical; por el momento, o bien no es sino el ala más radical de la revolución burguesa, o es masacrado, porque el capital todavía no es capaz de integrar en su propia reproducción, como antagonismo dinámico, su contradicción con el proletariado. No le queda otra alternativa. No hay, en realidad, dos tiempos y una ruptura; en el segundo tiempo, o bien el proletariado sigue siendo el partido más radical de la revolución burguesa, o es eliminado de la escena, lo que para el capital supone, en esa época, una pausa en su expansión frente a la vieja sociedad, con la que por tanto se ve obligado a contemporizar.

Para la crítica programática y la realización de su proyecto de reorganización de la sociedad, el enemigo a suprimir es la burguesía; se trata de arrebatarle el control sobre el Estado, el poder político. La expropiación de los expropiadores es el límite de lo que se querría que fuera la segunda fase de la doble revolución, una vez conquistado el terreno de sus propias luchas. Sin embargo, una vez conquistado dicho terreno, aparece la socialdemocracia; la segunda fase sigue siendo un sueño. «La expropiación de los expropiadores» remite a una definición de la clase burguesa en términos de propiedad jurídica; en tal caso, el socialismo supone la transferencia a la sociedad, representada por el Estado democratizado, de la propiedad de los medios de producción. Bajo la dominación formal pueden coexistir, en la persona del capitalista, la función del capital y la propiedad personal de éste. En el marco de la doble revolución, esta insistencia en la propiedad personal del capital como fundamento de la clase burguesa constituye el límite esencial de la crítica programática, y es lo que explica la posible «confusión» entre el traspaso de la propiedad de los medios de producción al Estado obrero y la abolición del capital. Si a esto le añadimos que bajo la dominación formal el capital no se presenta a sí mismo como creador de valor, frente a esta clase de holgazanes se alza el pueblo trabajador, creador de toda la riqueza existente, que reivindica para sí. Frente a la burguesía, el pueblo trabajador se convierte en la figura positiva de la «descomposición de la sociedad como clase particular». Como tal se hace masacrar y elucubra en torno a la sociedad futura.

Abolir el capital equivale a desembarazarse de la dominación de la clase social que, dado su carácter restringido, no puede asegurar por sí misma su propia dominación dentro de un sistema democrático. Impulsar la instauración de la democracia durante la primera etapa de la doble revolución supone iniciar ya la siguiente etapa, la de la eliminación de la burguesía. Durante todo el período de luchas abierto por la revolución francesa (sin remontarnos siquiera a la inglesa), que termina durante la década de 1860 y que culmina entre 1848 y 1852, las idas y venidas tácticas del «Partido Proletario» (ilustradas a las mil maravillas por La Nueva Gaceta Renana) sobre el tema de la doble revolución expresan perfectamente la imposibilidad interna de ésta: masacre o desarrollo del capital.

El periódico de Marx, «órgano de la democracia», oscila constantemente de una rama a otra de la alternativa. No hay proceso revolucionario que se enfrente a unas condiciones inmaduras; la propia forma en que se presenta la revolución comporta siempre, en cada época, sus propias condiciones, que entonces dejan de serlo. Las tácticas evolucionan sin cesar, desde el frente común con la burguesía en las «sociedades democráticas» hasta la autonomía dentro de las «uniones obreras». Sacando en caliente las lecciones de la insurrección de junio de 1848 en París, Engels expresa en La Nueva Gaceta Renana el triunfo completo de la contrarrevolución al presentar como reivindicación del proletariado lo que su propio aplastamiento ha hecho posible: el desarrollo del Estado burgués: «El profundo abismo que se ha abierto a nuestros pies, ¿puede confundir a los demócratas, puede llevarnos a pensar que las luchas por la forma del Estado son luchas vacías, ilusas e inútiles? Sólo los débiles y cobardes de espíritu pueden plantear semejante cuestión. Los conflictos que nacen de las condiciones de la propia sociedad burguesa hay que llevarlos hasta el final; no se pueden eliminar imaginariamente. La mejor forma de Estado es aquella en la que las contradicciones sociales no se disimulan ni se yugulan con la fuerza, es decir, artificialmente y por tanto sólo en apariencia. La mejor forma de gobierno es aquella en la que estas contradicciones luchan abiertamente y en este choque encuentran su solución.»

La mejor forma de Estado es, por tanto, o bien aquella en la que éste no es el órgano de una clase dominante y, en calidad de puro árbitro, contempla el desarrollo de las contradicciones y de sus soluciones, o bien es la que corresponde a un capital lo bastante desarrollado como para que las contradicciones sociales se resuelvan en su autopresuposición: la democracia no es otra cosa. A través del Engels de 1848, oímos bramar ya a todos los burócratas futuros. Es cierto que, en 1884, al repasar este período, subrayó que si se hubieran negado (Marx y él) a situarse bajo la bandera de la democracia «no nos hubiera quedado más remedio que ponernos a predicar el comunismo en alguna hojita lugareña y fundar, en vez de un gran partido de acción, una pequeña secta», cosa que, sin embargo, hizo una amplia fracción de la Liga de los comunistas, lo que indujo a Marx a dar por finiquitada la organización.

El fracaso de la doble revolución tiende a convertirse en su propia justificación. Este fracaso se imputa a la pusilanimidad de una burguesía a la que, por tanto, se ha intentado impulsar más allá con toda la razón. La imposibilidad interna de la doble revolución está asociada, en conjunto, a la imposibilidad de la afirmación del proletariado. De manera general, esta imposibilidad se debe a que proletariado y capital están mutuamente implicados y de que, al ser el proceso del capital la explotación y la subsunción del trabajo, el proletariado no puede encontrar en lo que es ninguna base para la reorganización de la sociedad y ninguna reforma puede darle poder sobre lo que es. Específicamente, en el caso de la doble revolución, la implicación recíproca en la que radica la imposibilidad de afirmación del proletariado reduce esta última al desarrollo del capital, que precisamente se propone impulsar y que hace imposible la revolución. Este desarrollo supone para el proletariado la imposibilidad de afirmarse, ya sea como resultado de su aplastamiento armado, mediante el cual el capital manifiesta que es el polo a través de y dentro del que se reproduce la relación, o a través de la propia táctica de la doble revolución, que dicho desarrollo constriñe al proletariado a adoptar de forma mayoritaria.

MARX Y BAKUNIN: EL PROGRAMATISMO RADICAL

De entrada, en la doble revolución, y luego en las posiciones adoptadas por la Iª Internacional, lo que se manifiesta internamente es la imposibilidad de la revolución como afirmación de la clase, dictadura del proletariado o período de transición, imposibilidad que se deriva de las contradicciones internas vividas en el proceso revolucionario, y que se resolverá finalmente con el paso a la dominación real del capital. El simple hecho de que la revolución se presente como afirmación de la clase supone que el ascenso del proletariado en el seno del modo de producción capitalista y las ventajas adquiridas en el antiguo sistema se consideren, siguiendo el modelo de la revolución burguesa, como el proceso de la revolución. Esta situación, que culmina en el período socialdemócrata del programatismo, es ya la del período de la Primera Internacional, con la diferencia, como hemos visto en el caso de la doble revolución, de que en cada una de las mediaciones que conducían a la erección del proletariado en clase dominante, en cada momento de este proceso, el desarrollo de la clase no se confundía con el movimiento propio del capital, como sucederá a continuación. Esta etapa de subsunción formal permite la coexistencia del ascenso de la clase dentro del modo de producción capitalista y de su autonomía.

Las posiciones del partido marxiano en la Primera Internacional expresan esta situación, pero las del partido bakuninista expresan, al mismo tiempo, su futuro inherente: confundir el crecimiento de la clase, sus conquistas, con el propio movimiento del capital. Implicándose recíprocamente, marxistas y bakuninistas expresan la imposibilidad de la revolución programática, que ha de ser simultáneamente un proceso de crecimiento dentro del capital, y de producción sobre la base del proletariado de una sociedad diferente. Ambos términos se contradicen, pero podrán permanecer unidos hasta la década de 1870. En cuanto se inicia claramente el proceso de transición a la dominación real, su coexistencia, incluso conflictiva, se vuelve imposible; sólo se podrá seguir promoviendo la revolución haciendo abstracción del movimiento del capital (los anarquistas más radicales —Malatesta, Nieuwenhuis— incluso critican el sindicalismo). Y, frente a esto, sólo se podrá seguir promoviendo el fortalecimiento de la clase en el interior del modo de producción capitalista como proceso de la revolución transformando el socialismo en capitalismo organizado.

Antes de llegar a este punto, ya en la Primera Internacional, es completamente insuficiente entender la oposición entre Marx y Bakunin sobre la base de que el comunismo es una necesidad a partir del momento en que existe el proletariado, pero que las condiciones todavía no estaban reunidas. Lo que los une, lo que los hace cohabitar e incluso necesitarse mutuamente, es la revolución como afirmación de la clase. Esta afirmación consiste, por una parte, en considerar al proletariado como portador autónomo de un proyecto de reorganización social y, por otra, en considerar el proceso de crecimiento de la clase y las posiciones adquiridas como el proceso de la revolución. En esta dualidad conflictiva en el seno de la lucha de clases, cada uno de los términos puede ser el punto dominante que estructure la dualidad y la forma en que se articule. Marx no representa un aspecto y Bakunin el otro; cada posición todavía contiene los dos; lo que difieren son la dominante y la articulación.

En la época de la guerra franco-prusiana, cuando el imperio había sido abolido, Marx escribió a propósito de los trabajadores franceses: «Que aprovechen serena y resueltamente las oportunidades que les brinda la libertad republicana para trabajar en la organización de su propia clase. Esto les infundirá nuevas fuerzas hercúleas para la regeneración de Francia y para nuestra tarea común: la emancipación del trabajo. De su energía y de su prudencia depende la suerte de la República». A lo que Bakunin responde en «Cartas a un francés sobre la crisis actual»: «Llegamos pues al Partido Republicano Radical jacobino, al partido de Gambetta. Supongamos que se apodera del poder y de la dictadura de París. ¿Creéis que quiera, que pueda dar la libertad de movimiento a París y a Francia? No. Mantenido en jaque por el socialismo revolucionario, estará obligado a hacerle una guerra a muerte, y será, podrá ser, tanto más opresor cuanto que sus medidas de opresión tendrán apariencias de medidas necesarias para la salvación de la libertad.»

En su polémica, Marx y Bakunin se ven llevados a impulsar poco menos que a su autonomización cada uno de los términos de la dualidad programática. A partir de la Comuna, Marx sólo verá el proceso gradual de crecimiento de la clase como tabla de salvación y vía revolucionaria, llegando incluso a hablar, por primera vez, de transición pacífica a través de la vía parlamentaria en su discurso de Ámsterdam del 8 de septiembre de 1872, tras el congreso de La Haya. «El obrero deberá conquistar un día la supremacía política para asentar la nueva organización del trabajo; deberá dar al traste con la vieja política que sostienen las viejas instituciones, so pena, como los antiguos cristianos —que despreciaron y rechazaron la política—, de no ver jamás su reino de este mundo.

»Pero nosotros jamás hemos pretendido que para lograr este objetivo sea preciso emplear en todas partes medios idénticos.

»Sabemos que hay que tener en cuenta las instituciones, las costumbres y las tradiciones de los diferentes países; y nosotros no negamos que existan países como América, Inglaterra y, si yo conociera mejor vuestras instituciones, agregaría Holanda, en los que los trabajadores pueden llegar a su objetivo por medios pacíficos. Si bien esto es cierto, debemos reconocer también que en la mayoría de los países del continente será la fuerza la que deberá servir de palanca de nuestras revoluciones; es a la fuerza a la que habrá que recurrir por algún tiempo a fin de establecer el reino del trabajo.» Marx se conformará luego con criticar formalmente la conducción de este proceso gradual, sin cuestionarlo nunca, pero desinteresándose de él cada vez más; el seguimiento cotidiano de la socialdemocracia alemana será más bien obra de Engels, al igual que la producción de los fundamentos teóricos de este período en el Anti-Dühring.

La crítica bakuniniana a la posición marxista es ya una crítica del devenir de la socialdemocracia: «Es cierto que esta es una posición política absolutamente negativa (la posición que defiende), y la gran falta, por no decir la traición y el crimen, de los demócratas socialistas al encaminar al proletariado de Alemania en las vías del programa marxista, es haber querido transformar esta actitud negativa en una cooperación positiva a la política de los burgueses. La Internacional, poniendo así al proletariado fuera de la política de los Estados del mundo burgués, constituye un mundo nuevo, el mundo del proletariado solidario de todos los países.» (Bakunin, Escrito contra Marx, texto redactado a finales de 1872 y destinado a ser una segunda entrega de El imperio knuto-germánico). Sobre la actividad de Bakunin en Lyon en el momento de la Comuna, Marx escribió a Beesly el 19 de octubre de 1871: «Bajo la presión de la sección “Internacional”, se proclamó la República antes de que en París se hubiese dado ese paso; se estableció inmediatamente un gobierno revolucionario… La clase media comenzó, si no a simpatizar con el nuevo orden de cosas, al menos a someterse en silencio… Pero los asnos Bakunin y Cluseret llegaron a Lyon y lo estropearon todo…». Poco después, será Bakunin quien critique a la socialdemocracia alemana en el momento de su nacimiento por poner al proletariado a remolque de la burguesía preconizando la lucha política. Bakunin, refiriéndose todavía al congreso de La Haya, escribe en una carta al director de La Liberté de Zúrich, el 5 de octubre de 1872: «Ellos (los marxistas) no rechazan de modo absoluto nuestro programa. Sólo nos reprochan nuestro apresuramiento, nuestra pretensión de superar la lenta marcha de la historia y nuestra ignorancia de la ley positiva de las evoluciones sucesivas.»

Son los dos términos de una misma totalidad los que se enfrentan hasta 1873. Que la dualidad anteriormente descrita sea constitutiva de la revolución programática supone su propia imposibilidad durante todo este período, no como contradicción interna o en relación a lo que puede ser una teoría de la revolución hoy en día, sino porque esta dualidad conflictiva implica o bien la victoria de la burguesía, o bien el gradualismo reformista. Cada uno de estos términos constituye para el otro el límite mismo del programatismo sobre el que se basa la reestructuración que hace que éste último sea realmente imposible. Frente a las tendencias gradualistas, que asumen cada vez más las posiciones de la fracción marxista después de la Comuna, Bakunin apela al «instinto de revuelta intrínseco al proletariado», y también se niega a considerar como positivas las evoluciones históricas marcadas por victorias de la contrarrevolución (los Estados burgueses contra las revueltas campesinas en el siglo xvii — crítica de las tesis de Engels). Siempre desde la misma perspectiva crítica con respecto a un positivismo histórico, para Bakunin la Internacional es, en sí misma, más que un medio de acción: ha de ser el embrión, la prefiguración de la sociedad futura. «La sociedad futura no debe ser otra cosa que la universalización de la organización que la Internacional se autoconfiesa. Debemos, pues, cuidar acercar lo más posible esta organización a nuestro ideal. ¿Cómo sería posible que una sociedad igualitaria y libre saliera de una organización autoritaria? Es imposible. La Internacional, embrión de la futura sociedad humana, ha de ser, desde ahora, la imagen fiel de nuestros principios de libertad y federación, habiendo de rechazar de su seno todo principio que tienda a la autoridad y a la dictadura.» (Circular del congreso de Sonvilier, noviembre de 1871).

Para Bakunin el proletariado no debe limitarse a las cuestiones económicas; políticamente es necesariamente negativo, porque él mismo es ya una comunidad independiente que se desarrolla dentro de la sociedad. Esta independencia del proletariado está incluida en la concepción anarquista del Estado, inversión de la concepción marxista. Este produce la explotación, que ya no es una función reproductora del proletariado como clase al mismo tiempo que su contradicción con el capital; ya no es un proceso de implicación recíproca; simplemente se impone por la fuerza, producida por el Estado. Toda la diferencia entre Marx y Bakunin reside en la comprensión de la contradicción entre proletariado y capital, pero esta diferencia no es de naturaleza científica, sino expresión de la dualidad conflictual del programa, que estalla a partir de 1870. O bien la revolución es el ascenso de la clase dentro del modo de producción capitalista, y en ese caso hay que estudiar la explotación como definitoria de la clase en su implicación recíproca con el capital, o bien es la revelación de unas capacidades revolucionarias inherentes al proletariado, que manifiesta, desde ahora y de manera autónoma, su capacidad de producir otra sociedad, de la que es portador, y en ese caso la explotación es una dominación, una dictadura absolutamente exterior a lo que es la clase.

Como corolario, Bakunin se ve llevado a incluir en el proletariado a aquellos que para él representan la esencia misma de esa autonomía sobre la base de la cual éste es revolucionario, los desclasados y los bandidos: «Hay en Italia lo que falta en otros países: una juventud ardiente, enérgica, completamente desplazada, sin carrera y sin salida…» (Bakunin, abril de 1872). «Por flor del proletariado entiendo sobre todo esa gran masa, esos millones de no civilizados, de desheredados, de miserables y analfabetos que Engels y Marx pretenden someter al régimen paternal de un gobierno muy fuerte, sin duda como han sido establecidos todos los gobiernos, más para su propia salud que en el propio interés de las masas. Por flor del proletariado entiendo precisamente esta carne de gobierno eterno, esta gran canalla popular que, siendo casi virgen de toda civilización burguesa, lleva en su seno, en sus pasiones, en sus instintos, en sus aspiraciones, en todas las necesidades y miserias de su posición colectiva, todos los gérmenes del socialismo del futuro, y que por sí sola es lo suficientemente poderosa hoy en día como para inaugurar y hacer triunfar la Revolución social.» (Escrito contra Marx).

Entre Marx y Bakunin el problema de la naturaleza de la contradicción entre proletariado y capital resume todas las demás divergencias. ¿El proletariado está implicado en el capital o simplemente está dominado por él? Es la dualidad conflictual del programatismo la que produce tanto la pregunta como la divergencia. La primera posición pretende que la emancipación del trabajo pasa por su confirmación como poder en el seno de la sociedad capitalista, y está abocada a dejar de ver una contradicción en la implicación y a dejar de lado la revolución; la segunda no ve más que oposición donde lo que hay es implicación recíproca, y al seguir viendo la revolución como emancipación del trabajo, se margina con respecto a todas las mediaciones que la revolución requiere como tal. Lúcidamente, Marx escribe que los anarquistas, para ser coherentes consigo mismos, no sólo deberían condenar la táctica política, sino también toda táctica que desemboque en un reforzamiento y en conquistas en el seno de las luchas económicas.

Durante el período que se abre tras la Comuna, Bakunin se sabe completamente superado, no tanto porque se haya producido el triunfo puro y simple de la contrarrevolución, sino debido la naturaleza de este triunfo: la reestructuración del capital como transición gradual a la dominación real. A partir del momento en que se perfila esta transición, difícilmente puede promoverse la revolución como ruptura, aunque siga siendo como afirmación de la clase, sino es abstrayendo al proletariado del movimiento del capital; comienza la marginación de todo lo que todavía pretende ser revolucionario. Bakunin, al retirarse, marca el fin de una época, y en 1875 escribe a Elisée Reclus: «Sí, tienes razón, la revolución se ha metido, de momento, en cama, volvemos a caer en el período de las evoluciones, es decir, en el de las revoluciones subterráneas, invisibles e incluso a menudo insensibles.» Por su parte, por más que se mofe del a-historicismo de Bakunin —que supuestamente creería que la revolución era posible en todo momento y no tendría comprensión alguna de los procesos históricos y económicos—, Marx se retira de la política pública y se conforma con la crítica privada. Ni siquiera publica su virulenta crítica al programa fundacional de la socialdemocracia alemana, y se interesa por Rusia y las matemáticas.

La negativa incesantemente repetida de los anarquistas, durante todo este período, y más tarde después, a participar en la lucha política, es la negativa a confundir la importancia creciente del proletariado como clase del modo de producción capitalista con el proceso de la revolución, a ceder en lo tocante a la autonomía del proletariado en el seno del capital, autonomía que, como prolegómeno de su afirmación, se convierte cada vez más en pura gesticulación ideológica. Si se condena la lucha política por someter al proletariado a las fracciones más radicales de la burguesía, es porque a un nivel más profundo, en el Estado capitalista no hay política autónoma posible; para los anarquistas el proletariado es esencialmente una fuerza negativa (estudiaremos el anarcosindicalismo más adelante). Esta negatividad está incluida en el programatismo, como límite del desarrollo de la clase en tanto proceso de la revolución dentro del capitalismo; ahora bien, no es el proceso de la revolución, y el desarrollo del capital está ahí para recordárnoslo.

La práctica programática se verá remitida constantemente, a lo largo de este período, de un extremo a otro de su dualidad conflictiva, hasta que la transición a la dominación real provoque la escisión. La escisión es, por tanto, la prolongación de esta situación, pero también supone la superación de cada uno de los términos: socialdemócratas y anarquistas no podrán perpetuar los términos de la dualidad de la Primera Internacional sin que estos se vean modificados.

SEGUNDA PARTE: 1871-1914

EL CISMA PROGRAMÁTICO

La coexistencia de los dos términos (crecimiento de la clase dentro del capital y producción de una sociedad distinta sobre la base del proletariado), que implica internamente el simple hecho de que la revolución haya de ser la afirmación del proletariado, se hace imposible y estalla cuando, tras el período 1871-1873, comienza el paso a la dominación real.

El reformismo se vuelve intrínseco al programatismo y el objetivo final tiende a transformarse en «capitalismo organizado». Esta evolución es claramente criticada por la otra fracción de la dualidad, que implica siempre la afirmación del proletariado. Ahora los dos términos se separan; tienden a autonomizarse y, por tanto, se transforman. La crítica de la vía política y parlamentaria no reconoce ya a su adversario una comunidad de objetivos, lo que refleja muy bien la especificidad del período y los cambios en curso. En 1896, en El comunismo revolucionario, el socialista revolucionario Cornelissen escribe: «Así, los socialistas parlamentarios han dejado de ser elementos revolucionarios en el movimiento obrero y se han convertido en un partido de reformas cuyas aspiraciones se adaptan a las relaciones de poder económico tal y como las encuentran ante sus ojos; un partido que sólo se esfuerza por perfeccionarse en la ciencia, por regular su conducta de acuerdo con las circunstancias. Por tanto, nada impide que esta gente busque convertirse, en la medida de lo posible, en un partido de gobierno.

«Además, la experiencia ha demostrado que la aplicación lógica de los llamados principios socialistas parlamentarios no puede tener otro resultado que el esfuerzo por formar cuanto antes en el Estado burgués un partido ministerial que se pliegue a las condiciones sociales y políticas existentes en cada país… A ojos de los socialistas revolucionarios y de los anarquistas comunistas, los diversos partidos burgueses, incluidos los socialistas parlamentarios, como partido de transición, son en el fondo sólo grupos conservadores y en muchos casos incluso reaccionarios. Todos ellos pretenden mantener y defender la propiedad privada como base de la sociedad… Así es como los socialistas parlamentarios se convierten en estatistas. Identifican el Estado burgués con la comunidad y, con creciente audacia y atrevimiento, hacen pasar por socialismo la monopolización estatal de una rama de la industria y del comercio tras otra… Para estos socialistas, al fin y al cabo, la única diferencia entre el socialismo de Estado y el comunismo parece consistir en la cuestión de si la monopolización de los medios de producción debe ser propuesta en el parlamento burgués por el gobierno o por los delegados socialistas… De capitalistas, ellos (los jefes de empresa) se convertirían así en hombres de autoridad; de explotadores de la fuerza de trabajo odiados por sus conciudadanos en respetados comisarios del gobierno, contra los que, como directores de la producción en los talleres del Estado, sería imposible cualquier oposición; hombres que podrían asegurar mejor la obediencia de sus súbditos, bajo el nuevo sistema de explotación para el Estado, que bajo el antiguo sistema de explotación privada practicado por los propios capitalistas.» Por tanto, no se critica al socialismo parlamentario simplemente porque sea ineficaz o haga demasiado hincapié en la preparación de la revolución, sino por ser una fuerza contrarrevolucionaria: su táctica es el control del Estado y del capital, su objetivo es el mantenimiento del capitalismo, e incluso su fortalecimiento.

En otro texto fechado en 1893 —Las diversas tendencias del Partido Obrero Internacional (a propósito del congreso internacional de Zúrich)— se critica todo lo que es la socialdemocracia, desde la perspectiva del devenir del capital bajo la dominación real y, por tanto, el devenir de la socialdemocracia como gestión posible del capital. «Ellos (los socialdemócratas) permiten a la clase dominante de nuestro tiempo regular el trabajo; llevan a los funcionarios del gobierno a las fábricas y a los talleres y nombran inspectores de trabajo en el campo, en lugar de —como era la idea de la Comuna— preparar a los trabajadores para la autonomía, no sólo en la legislación, sino también en la industria, y en lugar de despertar en los trabajadores la idea de que no necesitan recibir la regulación laboral de manos de las clases poseedoras, ni aceptarla… Quién impedirá (a la clase poseedora) —si estalla una revolución— proclamar, sobre el papel, la socialización de todos los medios de producción, cuando en realidad estos medios de producción no pasarían a estar en posesión de la clase obrera, sino de los nuevos gobernantes que, llegado el caso, podrían ser nombrados por sufragio universal… Si la clase obrera no aprende a encargarse de sus propios asuntos arrancando a los actuales gobiernos los últimos vestigios de su poder; si sigue confiando sus intereses a los representantes, socialistas o no, en los parlamentos; a los supervisores, a los jefes, a los directores de fábrica y de planta, si no se educa en el sentido de la autonomía, es posible que en los días de la revolución violenta que se acercan, nominalmente, es decir, en el indulgente papel timbrado, el suelo y los medios de producción sean, en parte o en su totalidad, proclamados propiedad común, pero de hecho los trabajadores seguirán siendo esclavos.»

Como movimiento de su propia imposibilidad, el programatismo se ha escindido. Que el proletariado sea portador de otra sociedad en tanto emancipación de lo que es, es algo que ya no puede existir sino oponiéndose al desarrollo del capital, oponiéndose a lo que sólo es el proceso de actualización de este objetivo, es decir, el desarrollo gradual de la clase dentro del sistema. En cambio, apoyarse en este movimiento, igualmente definitorio del programatismo, es, con el paso progresivo a la dominación real, definir otro objetivo: un socialismo de Estado. El programatismo, tanto en la teoría como en la práctica, es intrínsecamente reformista; ahora vemos cómo durante el período de 1871 a 1914 esto implica que se produzca una escisión en el seno del programatismo, después de que durante el período anterior los dos términos de la dualidad hubieran podido coexistir. Cada elemento constitutivo de lo que es el programatismo implica su propia crítica sobre la base del propio programatismo, al mismo tiempo que el programatismo produce esta relación entre sus términos y sólo existe a través de ella.

LOS POLOS DEL CISMA

• La revolución se pierde en la necesidad de sus mediaciones: la socialdemocracia

El desarrollo objetivo del capital

→ El crecimiento de la clase es la revolución en proceso

El rasgo fundamental que nos permite captar como un todo el conjunto de prácticas globalmente denominadas reformistas es que la contradicción entre el proletariado y el capital plantea la revolución como afirmación del proletariado. Este último se convierte en la clase dominante, generaliza su condición, se apodera del Estado, transforma el trabajo creador de valor en la sustancia de las relaciones sociales. En esta situación, todo proceso que sea el del desarrollo, del crecimiento y de la afirmación de la clase como fuerza positiva dentro del modo de producción capitalista, se presenta como el proceso mismo de la revolución.

En tanto la revolución no pueda ser otra cosa que esta afirmación de la clase, que toma el poder y controla la producción, un hilo indestructible y trágico une las posiciones revolucionarias más radicales a las posiciones más reformistas, que ponen en primer plano el desarrollo de la clase en el interior del sistema. En tanto única clase productiva del sistema que el capital «saquea», clase del progreso, del trabajo y de la dominación de la naturaleza, el desarrollo del proletariado se convierte, en sí mismo, en la revolución en marcha. El reformismo reside en el programatismo. La glorificación y la gestión de la clase como fuerza de trabajo, como elemento del modo de producción capitalista, no se distingue esencialmente de la posición, aparentemente más radical, que preconiza su afirmación, su control de los medios de producción y la generalización de su condición. Si la revolución es la afirmación de la clase, entonces supone la liberación de algo que existe en el interior de la sociedad antigua, y desarrollar ese algo, bajo la forma y el rol que en esa sociedad antigua le correspondan, no puede ser sino lógico y legítimo.

Desde esta perspectiva adquiere todo su significado el jueguecito del recuento de los votos electorales al que se dedicaron todos los dirigentes de la socialdemocracia, incluido Engels: «El 10 de enero de 1874 habíamos obtenido 350.000 votos; el 10 de enero de 1877 al menos 600.000. Las elecciones nos proporcionan los medios para contarnos; de los batallones que pasan revista, el día de las elecciones, podemos decir que constituyen el cuerpo de batalla del socialismo alemán… Y cuando digo batallón y cuerpo de batalla, no hablo en sentido figurado. Al menos la mitad, si no más, de estos hombres de veinticinco años han pasado dos o tres años bajo las armas, saben manejar muy bien los rifles y los cañones, y pertenecen al cuerpo de reserva del ejército. Unos años más de este tipo de progreso, y la reserva y el landwehr, es decir, las tres cuartas partes del ejército de guerra, estarán con nosotros, lo que permitirá desorganizar completamente el sistema oficial y hacer imposible cualquier guerra ofensiva. Sin embargo, algunos dirán, ¿por qué no hacen la revolución inmediatamente? Porque, como todavía no tenemos más que 600.000 votos de los cinco millones y medio, y como estos votos están dispersos aquí y allá en muchas partes del país, no ganaríamos ciertamente, y veríamos arruinado en levantamientos poco meditados y en intentos sin sentido, un movimiento que sólo necesita un poco de tiempo para llevarnos a un triunfo seguro.» (Engels «Balance político tras las elecciones alemanas de 1877», La Plèbe, 26 de febrero de 1877)

La revolución se inscribe en una perspectiva de crecimiento lineal de la clase, para la cual el crecimiento gradual y pacífico del propio modo de producción capitalista es la mejor garantía. «La ironía de la historia universal lo pone todo patas arriba. Nosotros, los “revolucionarios”, los “elementos subversivos”, prosperamos mucho más con los medios legales que con los ilegales y la subversión. Los partidos del orden, como ellos se llaman, se van a pique con la legalidad creada por ellos mismos. Exclaman desesperados, con Odilon Barrot: La légalité nous tue, la legalidad nos mata, mientras nosotros echamos, con esta legalidad, músculos vigorosos y carrillos colorados y parece que nos ha alcanzado el soplo de la eterna juventud.» (Engels, Introducción de 1895 a Las luchas de clases en Francia). Las teorizaciones económicas socialdemócratas del desarrollo equilibrado del capital se limitan a ser partícipes de esta perspectiva; no son deformaciones de los epígonos de la teoría marxiana, como tiende a dar a entender Mattick en Crisis y teoría de la crisis. La búsqueda de un desarrollo apacible del capital no sólo supone rechazar la teoría de la crisis, sino que tiende a evitar todo aquello que pueda perturbar el desarrollo del capital o entorpecer su curso; es preciso evitar toda catástrofe. En su libro contra Bernstein, El marxismo y su crítico Bernstein, Kautsky escribe: «La tarea de la socialdemocracia no es precipitar la inevitable catástrofe, sino retrasarla lo más posible y evitar así cuidadosamente cualquier cosa que se parezca a una provocación, o cualquier cosa que pueda incitar a la provocación.» Exactamente en esa misma línea, de congreso en congreso, la socialdemocracia votó resoluciones contra la guerra. No hubo bancarrota ni traición en 1914; lo que hubo, como veremos más adelante, fue una nueva inserción del desarrollo de la clase obrera en el proceso del propio capital.

Tratar de evitar la guerra no tenía otro significado, otro objetivo, que tratar de evitar todo lo que pudiera interrumpir el desarrollo de la clase, consustancial al del capital. Con la amenaza de la guerra, los consiguientes debates sobre el imperialismo y su naturaleza sólo pueden entenderse en relación con la propia forma en que se planteaba la contradicción entre las clases. Reconocer o no un vínculo esencial entre el imperialismo y el capitalismo equivalía a reconocer o no que el desarrollo lineal de la clase fuese la vía regia de la revolución. Según Kautsky los intereses del capital financiero no se identifican con los del capital industrial, que puede desarrollarse más fácilmente a través del libre comercio. En consecuencia, la socialdemocracia debía apoyar a esta fracción de la burguesía, favorable al entendimiento internacional, y debía salvaguardar la paz. Hilferding sustituye rápidamente la noción de capital financiero —que consideraba fundamental el vínculo entre el capitalismo y el imperialismo— por la de capital organizado, en la que el capital industrial recupera la primacía sobre el capital bancario. Veremos más adelante a qué implicaciones tácticas divergentes respondían las posiciones de Lenin y Luxemburg sobre esta cuestión, partiendo de un mismo sustrato programático.

En el debate sobre la organización, la espontaneidad y la huelga de masas, que animó la vida de la socialdemocracia a principios de siglo, siempre es el mismo principio fundamental el que vincula las distintas posiciones entre sí: el ascenso de la clase como proceso de la revolución. La revolución comunista se concibe de forma semejante a la revolución burguesa; se trata de que una clase, que se ha desarrollado dentro del viejo modo de producción, que ha adquirido poder y fuerza en y por lo que es dentro de éste, y que ha obtenido un cierto dominio de su propia existencia, libere de la vieja sociedad sus condiciones de existencia cuya autonomía respecto de ella reivindica. Se trata, a partir de su propia existencia en la antigua sociedad, de reorganizar la sociedad de acuerdo con sus intereses. De ahí que el desarrollo del aparato y de la organización sea el criterio central del progreso de la revolución, la manifestación evidente del poder adquirido por la clase. Mientras que Luxemburg consideraba la organización como resultado de la lucha, y preveía la posibilidad de que los contratiempos disolvieran el aparato, que para ella renacería a partir de las luchas, a la derecha del partido le aterrorizaba la posible desaparición de esta organización todopoderosa. La ortodoxia, representada por Kautsky, muestra que la aprensión de los cuadros del partido no tenía por única causa el miedo al paro; esta angustia tenía un sentido teórico. A partir del momento en que sólo cuenta el desarrollo progresivo de la clase, ese desarrollo sólo puede ser el de la organización.

Luxemburg, comprometida en este debate, pese a mantenerse en posiciones socialdemócratas, se da cuenta, a diferencia de Lenin, de que el oportunismo de la socialdemocracia no penetra desde el exterior, sino que es producto de la situación objetiva del movimiento obrero. Para ella, el oportunismo es el resultado de la contradicción interna de la socialdemocracia entre el objetivo revolucionario final del movimiento y su práctica cotidiana, que se expresa en la lucha por obtener concesiones temporales y parciales. Esas concesiones temporales y parciales no sólo son un reconocimiento del carácter progresista del capital, que vuelve a aparecer en el reconocimiento de la necesidad de un período de transición (lo que constituye la confesión de la impotencia de la revolución programática), sino, sobre todo, son un reconocimiento de que estas concesiones temporales y parciales son la forma misma en que se desarrolla la clase dentro de la sociedad burguesa. Donde Luxemburg sólo ve contradicción, en realidad hay complementariedad. Si el objetivo del movimiento es la afirmación de la clase, estas concesiones no son simplemente un apaño que permite al proletariado reducir su sufrimiento mientras espera el gran día; son el proceso mismo a través del cual la clase se desarrolla y se refuerza de cara a ese gran día. El oportunismo no sólo es inevitable, sino que forma parte del propio objetivo, cosa que Luxemburg no puede reconocer.

Es este desarrollo apacible el que, en aras del objetivo, ansía Engels en una carta a Bebel del 17 de noviembre de 1885: «Todavía necesitamos unos cuantos años más de desarrollo tranquilo para fortalecernos tanto que no deberíamos desear grandes trastornos hasta entonces. De hecho, esto sólo nos haría retroceder a un segundo plano durante años, y entonces sería probable que tuviéramos que volver a empezar desde el principio como después de 1850». La obtención de concesiones parciales y temporales no es otra cosa que el fortalecimiento del partido, que este desarrollo deseado por Engels; no son el simple resultado de las circunstancias que presenta Luxemburg. El fortalecimiento del partido requiere unos años de desarrollo apacible; la revolución es el resultado de que el poder del proletariado arraigue y se desarrolle de forma ineludible y progresiva dentro del capital; entre la situación actual y la revolución lo único que hay es un desbordamiento.

«En Alemania las cosas se están desarrollando de forma constante. Es un ejército bien organizado y disciplinado, que crece cada día y avanza con paso seguro, sin desviarse de su objetivo. En Alemania, por así decirlo, casi podemos calcular de antemano el día en que nuestro partido será el único capaz de tomar el poder.» (Engels a Pablo Iglesias, 26 de marzo de 1894). Para ser revolucionario y portador del comunismo, al proletariado le bastaría con desarrollarse dentro del modo de producción capitalista; no es la contradicción que lo opone al capital la que     constituye la dinámica revolucionaria de la sociedad, sino su simple crecimiento. Incluso podría hablarse de revolución excluyendo toda contradicción del sistema capitalista, sin basarse más que en un desarrollo cuantitativo del capital, a ser posible armonioso. La socialdemocracia sólo teoriza el hecho de que el capital reproduce sin cesar su relación con el proletariado como el resultado principal del proceso de producción. Y esto mismo, que, en tanto autopresuposición, constituye el proceso «armonioso» del capital, se concibe como el avance inevitable de la revolución.

→ De la necesidad objetiva a la revolución

El proletariado reacciona

La socialdemocracia desarrolla teórica y prácticamente toda una vertiente objetivista del programa. Para esta forma de entender el desarrollo de la sociedad, la economía representa un curso en sí que provoca determinadas reacciones sociales; no es necesario, como acabamos de ver, que este curso sea contradictorio en sí mismo; basta con que provoque la resistencia de la clase obrera. Ya en El Capital, Marx tiende a veces a concebir así el desarrollo del capital y la revolución: «Con la disminución constante en el número de los magnates capitalistas que usurpan y monopolizan todas las ventajas de este proceso de trastocamiento, se acrecienta la masa de la miseria, de la opresión, de la servidumbre, de la degeneración, de la explotación, pero se acrecienta también la rebeldía de la clase obrera, una clase cuyo número aumenta de manera constante y que es disciplinada, unida y organizada por el mecanismo mismo del proceso capitalista de producción.» (El Capital, Libro I, capítulo 32). Y unas líneas más adelante: «La negación de la producción capitalista se produce por sí misma, con la necesidad de un proceso natural.» No se concibe el modo de producción capitalista como una contradicción entre el proletariado y el capital; este último sigue su curso, lo que provoca el aumento consustancial de la resistencia obrera; a este nivel, ni siquiera es necesario que este curso sea contradictorio. De todos modos, cuando se la concibe así, esta contradicción no compromete directamente, como uno de sus términos, al proletariado. La contradicción es metodológicamente anterior a la acción de la clase, y adquiere, por tanto, diversas formas: fuerzas productivas/relaciones de producción; apropiación privada/socialización de la producción; disminución de la tasa de ganancia (concebida como un fenómeno estrictamente económico); producción para la producción/limitación social del consumo. Plantear el desarrollo de la clase dentro del modo de producción capitalista como el proceso de la revolución, no sólo lleva a concebir el desarrollo del capital y la contradicción entre proletariado y capital como dos cosas diferentes, sino que también conduce a dejar de tener necesidad de concebir este desarrollo como contradictorio.

El socialismo es el resultado general del desarrollo de toda la sociedad y no específicamente de éste desarrollo como lucha de clases. De hecho, la lucha de clases, cuando no queda lisa y llanamente arrumbada, ocupa un lugar secundario, y no hace más que actualizar el movimiento económico objetivo que la determina. En tal caso es posible abandonar pura y simplemente todo análisis contradictorio del proceso capitalista. Para Tugan-Baranovsky, por ejemplo, las crisis periódicas son el proceso del capital, y no manifiestan ninguna contradicción que anuncie un fin próximo. Al igual que Stuve, elimina del proceso objetivo cualquier rastro de contradicción. En la visión ortodoxa de Kautsky y Plejánov, el capital sigue siendo contradictorio, pero esta contradicción económica «objetiva» determina la acción del proletariado haciéndolo reaccionar.

La ética es el complemento de esta visión objetivista. Completamente separado de la lucha de clases, el desarrollo económico no conlleva en sí mismo ninguna posición de clase; la adhesión al socialismo, a partir del reconocimiento de este movimiento, es algo que atañe a la moral, a la voluntad individual: «Una es cosa reconocer una necesidad y otra muy distinta ponerse a su servicio.» (Hilferding «Introducción», El capital financiero). La vuelta a Kant está muy de moda en los medios austromarxistas. O bien, la contemplación del curso majestuoso de las cosas que conducen al socialismo a través de un flujo objetivo, conduce, a la manera de Jaurès, a sustituir al proletariado por la Humanidad.

Frente a Struve, Plejánov defiende la teoría del desarrollo a través de saltos, que se opone a la del desarrollo ininterrumpido. De hecho, las dos tesis remiten la una a la otra porque, para Plejánov, las contradicciones y los saltos se convierten en algo abstracto, al no ser entendidos como contradicciones de clase. A partir del momento en que el simple desarrollo gradual de la clase, su ascenso como clase del modo de producción capitalista, se convierte en el proceso de la revolución, el desarrollo de la sociedad capitalista deja de ser percibido como una contradicción entre clases: el desarrollo armónico del capital se convierte en el mejor terreno para que madure la revolución. Eso significa, además, que el desarrollo del capital sigue un curso, contradictorio o no, en relación con el cual la acción de la clase no hace más que definirse.

Mientras la revolución se presente como afirmación del proletariado, no se puede concebir la contradicción del modo de producción capitalista como algo que atañe a la implicación recíproca entre capital y proletariado, pues entonces la superación del capital no podría ser, ipso facto, sino superación del proletariado. Es así como el programatismo se convierte en un economicismo. Si la revolución es afirmación de la clase, es preciso que el proletariado, al hacerla, resuelva una contradicción del capitalismo de la que él no es uno de los términos, sino simplemente el ejecutor mejor situado, de manera que la superación de esa contradicción, lejos de suponer su propia desaparición, suponga su triunfo.

Cuando los obreros se vuelven socialistas

Partiendo de un desarrollo objetivo del capital que se distingue de la lucha de clases, el problema con el que se encuentran la teoría y la práctica programática en el transcurso de su propio recorrido es precisamente el de producir la revolución, es decir, el de actualizar mediante la acción del proletariado, mediante la construcción del partido, esta tendencia objetiva que obra en el trasfondo de la sociedad.

Este problema de la actualización de un desarrollo general más o menos contradictorio es uno de los problemas centrales del programatismo. Aparece práctica y teóricamente bajo diversas formas y recibe varios tipos de respuestas, todas las cuales, sin embargo, se refieren a la misma problemática, definida fundamentalmente por una revolución que sólo puede ser, dentro de la contradicción del momento, una afirmación de la clase. Este problema aparece, entre otras cosas, bajo la forma de la cuestión de las relaciones entre el movimiento obrero y el movimiento socialista (cfr. Labriola). La creación de estos dos términos y su disyunción es intrínseca al programa. A partir del momento en que lo que conduce al socialismo es el proceso general de la sociedad y no la contradicción entre las clases —la práctica del proletariado—, hay que trabajar para establecer un vínculo entre, por una parte, la contradicción y su proceso objetivo (que se revela a la conciencia; el objetivismo siempre va unido al iluminismo), y la clase por otra, que debe ser llevada a actualizar esta contradicción, o más bien a actualizar su conclusión, su resultado.

Las dos tendencias principales que se desprenden de esta cuestión están representadas, a grandes rasgos, por Kautsky y Plejánov, por un lado, y por Luxemburg y Lenin del otro. Para los primeros, el proletariado sólo tiene que seguir el curso de las contradicciones objetivas del modo de producción capitalista, no precipitarse y apostar por el desbordamiento del capitalismo en socialismo. Para los segundos, la estrategia revolucionaria consiste en «practicar» las contradicciones, en intentar convertir al proletariado, no en un término de la contradicción, sino en protagonista de esta contradicción; toma la contradicción en sus manos y no hace sino esperar a que madure.

¡Obrero! Recoge el socialismo cuando esté maduro (Kautsky)

Para Kautsky y los marxistas ortodoxos de la socialdemocracia, la revolución y la posibilidad del socialismo dependen de que culmine el desarrollo del capital; en cuanto a la clase obrera, su papel no consiste en intervenir en este curso, en obrar de cara a la ruptura, sino en asistir pasivamente al despliegue de este desarrollo y aguardar a que llegue a su punto más alto, todo ello, por supuesto, mientras construye y refuerza constantemente su organización y el peso de ésta en la sociedad. Esta es la posición que vemos poner en práctica, por ejemplo, en torno a las cuestiones agrícolas o el colonialismo: «Este proceso tampoco puede ser detenido, es igualmente una condición previa de la sociedad socialista, pero al cual no puede tampoco la socialdemocracia prestar su concurso. Invitar a la socialdemocracia a sostener la resistencia de los indígenas de las colonias contra la expropiación, es una utopía tan reaccionaria como la de querer mantener la artesanía y el campesinado; pero significaría una bofetada para los intereses del proletariado, el exigirle que apoyase a los capitalistas poniendo a disposición de ellos su potencia política. No, ésta es una faena demasiado sucia para que el proletariado se haga cómplice de ella. Este miserable negocio pertenece a las tareas históricas de la burguesía; y el proletariado se tendrá por feliz de no haberse ensuciado las manos con ello.» (Kautsky, La cuestión agraria).

Veremos más adelante que toda esta problemática de las condiciones objetivas a reunir para que el proletariado pueda por fin intervenir en su papel de ejecutor, se une, como es el caso en este texto de Kautsky, a lo que constituye un límite intrínseco del programatismo, contenido en la noción misma de plusvalor absoluto: el capital, si bien define al conjunto de la sociedad, todavía no es dueño de su mundo, es «progresista» (lo que no significa que luego se vuelva «decadente» o «reaccionario»). Para Kautsky, la revolución se sitúa siempre en una perspectiva de desbordamiento y no de ruptura; se trata de acompañar una maduración de la revolución producida por el desarrollo gradual de las condiciones objetivas. Estratégica y tácticamente, la posición de Kautsky se define como una práctica de cerco y desgaste del adversario (que se limitará rápidamente al crecimiento del grupo parlamentario); el partido, por su parte, está destinado a aprovechar la oportunidad de la revolución, no a hacerla.

Este aspecto del programatismo, tal como lo expone Kautsky, será afirmado contra Luxemburg; también emprenderá, en términos poco más o menos idénticos, una polémica sobre el mismo tema con Pannekoek. La lucha revolucionaria se entiende como fruto del aparato al llegar a un cierto grado de madurez. En su crítica, Luxemburg destaca el vínculo entre burocracia, determinismo y objetivismo; se subleva contra las posiciones de Kautsky, que se niega a concebir la acción del proletariado como factor de las propias contradicciones. Para Kautsky, la lucha sólo aparece en un nivel determinado de desarrollo de la organización, de la que la burocracia es garante. Desde este punto de vista, el problema de la burocracia en la socialdemocracia no es un falso problema, un problema de mera forma. La burocracia es el garante del crecimiento gradual de la clase bajo la forma de sus organizaciones como curso de la revolución. Ahora bien, si como Luxemburg, nos mantenemos dentro de los términos del programatismo, la crítica de la burocracia sigue siendo una crítica formal.

Como una fruta madura, el socialismo cae para todo el mundo (Bernstein)

Si se sitúa a la clase obrera al margen del proceso objetivo y económico que conduce al socialismo, si, por tanto, ésta sólo interviene en la transición del capitalismo al socialismo como mera comadrona, en un movimiento que al fin y al cabo tiene el mismo carácter inevitable que las leyes de la naturaleza, su presencia y su acción específica ya no son esenciales. Bernstein da este paso. Se suele decir que Bernstein y Conrad Schmidt expresan la verdad del movimiento socialdemócrata. Bernstein no traiciona los presupuestos de la socialdemocracia (Jaurès, lúcido o cínico, hace notar que no hay necesidad de «revisar» el marxismo de Kautsky); sin embargo, decir, a la inversa, que Bernstein no traiciona los presupuestos de la socialdemocracia, no significa que ésta traicionase sus orígenes. La socialdemocracia no es sólo el resultado de la actividad obrera en tiempos de contrarrevolución; es un desarrollo de la práctica programática. Y, lejos de ser una evolución negativa para éste, para el programatismo este largo período de desarrollo relativamente apacible del capital fue una base de expansión.

Para Bernstein, si en conjunto el principio de la transición al socialismo es el desarrollo objetivo del capital, eso significa que el proletariado no tiene ningún papel particular que desempeñar en esta transición, no más, en cualquier caso, que las fracciones industriales democráticas avanzadas de la burguesía. La transición al socialismo es el resultado del movimiento del conjunto de la sociedad, no de la acción de una clase. A partir del momento en que el proletariado queda al margen del proceso objetivo que conduce al socialismo, que él no hace sino actualizar cuando se dan todas las condiciones, todas las clases que tienen un papel progresista en este movimiento tienen el mismo derecho a participar en este desbordamiento. El socialismo es el resultado de la acción del conjunto de la sociedad, ciertas fracciones de la cual ayudan más o menos a llevar a cabo un proceso que, en cualquier caso, es externo a ellas e ineluctable. Al igual que Bernstein, Schmidt considera que hay que sustituir la revolución por la evolución, y que el capitalismo se integra en el socialismo.

Cuando el desarrollo del modo de producción capitalista se distingue de la contradicción entre el proletariado y el capital y se convierte en una condición de la acción del proletariado, entonces se puede considerar que este movimiento conduce sin obstáculos al socialismo; la resistencia obrera incluso puede ser una traba, un freno. Si la tensión de la sociedad hacia el socialismo es obra de un desarrollo objetivo, la relación entre esta tensión y la lucha particular del proletariado ya no es algo evidente. Se puede, por supuesto, como Kautsky, colocar al proletariado en la posición de partera, pero es igualmente legítimo (el desarrollo objetivo no implica en sí ninguna contradicción de clase) considerar a todas las clases en igualdad frente a este movimiento, y sólo juzgar la ayuda que brindan al proceso general.

¡Camaradas! Hay que sacudir el árbol. (Luxemburg, Lenin)

Frente a las posiciones de Kautsky, Luxemburg presenta unas tesis que, pese a ser diferentes, parten de los mismos presupuestos. Para Luxemburg, las contradicciones objetivas del modo de producción capitalista pertenecen a un ámbito económico que rige la lucha de clases. No obstante, estas contradicciones deben ser «practicadas». Frente a las posiciones contemplativas de Kautsky, que convierte los procesos paralelos de crecimiento de la organización y de maduración de las contradicciones capitalistas en la vía regia de la revolución, Luxemburg considera la organización como un resultado de las luchas y que su razón de ser es revelar al proletariado que es revolucionario. El fundamento común reside en considerar las contradicciones como unas contradicciones económicas objetivas que el proletariado aguarda o acelera. Pero, siempre exterior a los términos de la contradicción, el proletariado tiene un ser dado de una vez por todas frente al capital y no es una relación con el capital: su acción sólo se considera como una resultante; es secundaria. En uno y otro caso, desembocamos en su afirmación como clase dominante: «La socialdemocracia es la vanguardia más ilustrada y consciente del proletariado. No puede y no debe esperar con los brazos cruzados, con mentalidad fatalista, a que aparezca la “situación revolucionaria”; no puede y no debe esperar a que el deseado movimiento popular espontáneo le caiga llovido del cielo. Por el contrario, debe adelantarse, como siempre, al desarrollo de los acontecimientos, tratar de acelerarlos. Pero esto no lo va a lograr lanzando de buenas a primeras, en el momento oportuno o inoportuno, la “consigna” para una huelga de masas, sino, sobre todo, explicándole a las amplias capas del proletariado la llegada inevitable de ese período revolucionario, los factores sociales internos que llevan a él, y sus consecuencias políticas.» (Luxemburg, Huelga general, partidos y sindicatos)

El papel de la organización es el de la conciencia: la conciencia del objetivo final como revelación de la tendencia inherente del proletariado a ser revolucionario. Este papel de vanguardia, que para Luxemburg es el papel esencial del partido, va unido al reconocimiento de la acción espontánea del proletariado: «Para los vulgarizadores mecanicistas el partido era una mera’ forma de organización, y también era un mero problema de organización el movimiento de masas, la revolución. Rosa Luxemburg ha visto tempranamente que la organización es más consecuencia que presupuesto del proceso revolucionario, por el hecho mismo de que el proletariado no puede constituirse en clase más que en el proceso y por él.» (Lukács, Historia y conciencia de clase). El partido no está en condiciones de desencadenar la huelga general o el proceso de la revolución; este último no puede ser el resultado de una situación preestablecida, ni se puede predecir con exactitud. El partido ni siquiera puede prever de antemano el armamento de la clase: «la masa puede y debe armarse ella misma, en el curso de su propia lucha, siguiendo su propia decisión impulsada por su necesidad de procurarse armas… procurándoselas mediante la propia fuerza del movimiento» (Luxemburg, ¿Cómo proceder en el período revolucionario?).

Sin embargo, en su crítica de las posiciones centristas y contemplativas de la socialdemocracia, Luxemburg no hace sino expresar otras soluciones a la misma cuestión. El proletariado y su acción están separados de las contradicciones del modo de producción capitalista, lo que no impide que el problema que se plantea sea el de por qué hay otra respuesta a la misma problemática. Esa otra respuesta se efectúa en torno a tres ejes: impulsado a la acción por una determinada situación de crisis, el proletariado se convierte en factor activo de la historia; la organización sólo es un producto de la lucha; la lucha del proletariado es implanificable y espontánea. La respuesta de Luxemburg cuestiona parcialmente la propia pregunta; no va más allá, pero la respuesta que da pone de manifiesto que el proceso socialdemócrata de la revolución es imposible o se opone a lo que es su objetivo: la revolución. Al ser entendido como un desarrollo espontáneo y llegando a plantearse incluso como un movimiento en cuyo seno el proletariado se muestra activo, lo que se cuestiona, en realidad, es la posibilidad misma del desarrollo gradual de la clase como proceso de la revolución, que en la posición centrista se expresa como crecimiento de la organización y desarrollo pacífico y sin sobresaltos del proceso de maduración de la revolución. Luxemburg no suprime la dualidad, sino las mediaciones, planteando con el espontaneísmo una causalidad inmediata (en este sentido, se anticipa a las posiciones de las Izquierdas en la posguerra). Luxemburg expresa de forma socialdemócrata la imposibilidad de la revolución socialdemócrata.

Existe una estrecha correlación entre la concepción luxemburguista de la acumulación del capital y de la crisis, y sus posiciones más políticas. En Reforma o revolución, Luxemburg escribe: «Si analizamos la situación actual de la economía, tendremos que reconocer que todavía no hemos llegado a la etapa de la madurez completa del capitalismo que se presupone en el esquema marxista de la periodicidad de las crisis…. Si bien es cierto, por un lado, que ya hemos superado las crisis, por así decirlo, juveniles producidas hasta 1870 a consecuencia del desarrollo brusco y repentino de nuevas ramas de la economía capitalista, también lo es que, por otro lado, aún no hemos alcanzado el grado de formación y agotamiento del mercado mundial que puede producir un choque fatal y periódico de las fuerzas productivas contra los límites del mercado, es decir, que puede producir las verdaderas crisis seniles del capitalismo.» Resulta del todo explícito que para Luxemburg, la valorización del capital depende absolutamente de la apertura de nuevos mercados no capitalistas, y que el capital es incapaz de constituir su propio mercado. Aquí la limitación del capital se vuelve geográfica; la Tierra es finita, y por tanto los mercados también. Tal es el enfoque de Luxemburg, que expresa uno de los casos más netos de separación entre las contradicciones del modo de producción capitalista y la lucha de clases.

Para que la producción capitalista permanezca en equilibrio, el plusvalor creado en un punto exige que se cree plusvalor en otro punto con el que poder ser intercambiado. El capital se ve obligado, por tanto, a ampliar sin cesar la esfera de la circulación. Pero esta ampliación incesante de la circulación corresponde a una creación incesante de centros de creación de plusvalor. Todo depende, pues, de la capacidad del capital para producir plusvalor. La esfera de circulación se vuelve demasiado estrecha para el capital, no cuando produce demasiado plusvalor, sino cuando no produce suficiente. Es la caída de la rentabilidad del capital la que estrecha la circulación y provoca la aparición de mercancías que ya no pueden realizarse, porque no encuentran su equivalente en plusvalor. Siempre hay sobreproducción en relación con la valorización del capital. La teoría luxemburguesa de las crisis es fundamentalmente falsa, pero su fuerza de convicción proviene del hecho de que describe superficialmente lo que cabe constatar; los hechos, en su apariencia, están de acuerdo con ella.

Cuando la desvalorización del capital se presenta bajo la forma de una masa de mercancías correspondiente al plusvalor que no encuentra su equivalente, todo lleva a decir: «el capital ha producido demasiado plusvalor» y a añadir «el mercado es demasiado estrecho». Esto es una ingenuidad. Así pues, acabaríamos con un sistema de producción que entra en crisis porque funciona demasiado bien, un sistema cuyo único objetivo es la creación de plusvalor y que entra en crisis porque ha producido demasiado plusvalor. Eso es absurdo. En definitiva, hemos de lidiar con un límite externo y geográfico del capital. Esto separa al comunismo del capitalismo; el primero no aparece como resultado de las contradicciones internas del segundo, ya que el único límite de éste es un límite externo. La tesis de Luxemburg no es más que la constatación del movimiento aparente de desvalorización; no llega a captar de qué formas la desvalorización potencial del capital (el capital mercancía que debe metamorfosearse en dinero), puede convertirse en una desvalorización efectiva; la causa de esta transformación reside en el propio proceso de producción debido a la desvalorización inherente al capital, que consiste en reducir continuamente los costes de producción, y por tanto en elevar la composición orgánica, lo que comporta la tendencia a la caída de la tasa de ganancia. Luxemburg ve el final de la cadena explicativa y cree que ese final es la totalidad. No se trata de negar que el capital tenga crisis de sobreproducción, pero la pregunta fundamental es: ¿sobreproducción en relación a qué? La única respuesta que abarca la totalidad del modo de producción capitalista es considerar esta reproducción en relación con la rentabilidad del capital, con su capacidad de valorización; paradójicamente casi podríamos decir que hay demasiado plusvalor porque fundamentalmente no hay suficiente. En ningún caso el límite de la producción capitalista reside fundamentalmente en la esfera de la circulación.

El capital necesita constantemente combinar el aumento de la productividad de los capitales existentes con la ampliación del ciclo de reproducción del capital total. Presupone una ampliación constante de la esfera de circulación. Con el capital, el comercio deja de ser una función de intercambio de excedentes entre productores autónomos: se convierte en una presuposición y en un elemento fundamental que abarca toda la producción. En sus orígenes el capital realiza esta combinación de aumento relativo y absoluto del plusvalor, entre otras cosas, mediante el «saqueo» de zonas aún no capitalizadas, a través del trabajo forzado en las colonias. Se nutre de la destrucción de los modos de producción no capitalistas y vende parte de su producción en mercados que aún no responden a las leyes del capitalismo. Parece, pues, que el «error» de Luxemburg tiene una base histórica. La acumulación del capital corresponde históricamente a la fase final de esta extensión, al momento en que el mundo está totalmente dividido entre las grandes potencias capitalistas. Luxemburg ve en el fin de esta extensión planetaria el límite del modo de producción capitalista, cuando no es más que el final de una evolución específica del capital. El hecho de que el capital se vea obligado a vender parte de sus mercancías en mercados o en zonas no capitalistas no expresa otra cosa que la expansión normal del modo de producción capitalista, cuya expansión territorial pasa por la utilización de una circulación que no es específicamente capitalista. Dicho esto, la importancia relativa de estos mercados exteriores está en razón inversa al poder de acumulación del capital. Esta importancia no hace sino reflejar una debilidad interna de la acumulación del capital, que no está lo suficientemente desarrollada para que el plusvalor se encuentre con el plusvalor en su seno. Así podemos ver que el error de Luxemburg está fechado históricamente, dentro de la larga recesión que marcó el final del siglo xix, en la que la crisis y el impasse de la acumulación bajo la dominación formal se expresan en la forma monopolista e imperialista que reviste la acumulación (encontramos el mismo límite histórico en El imperialismo, fase suprema del capitalismo, de Lenin). De la limitación evidente de este modo de acumulación, Luxemburg deduce un límite que, en última instancia, es exterior al modo de producción capitalista.

En cualquier caso, el modo de valorización externa cuya acta de defunción levanta Luxemburg fue siempre muy limitado. Este modo de valorización no era ya del todo extracapitalista, como ella misma da a entender: «No se esperó a que la colonización hubiera progresado tanto como para que la venta de productos alimenticios y materias primas de los países coloniales en los mercados exteriores permitiera pagar las importaciones de las metrópolis… No fue la acumulación india de capital la que financió la construcción de ferrocarriles en la India, sino la acumulación de capital inglés.» (Sternberg, El conflicto del siglo). Incluso a finales del siglo xix, la creación del mercado mundial no fue tanto la venta de mercancías en una periferia extracapitalista como la creación de puntos de circulación conforme al capital, por tanto, puntos de producción de plusvalor. A finales del siglo xix, las colonias no tenían una inmensa importancia económica: para Francia, de 40.000 millones de francos de capital invertido en el extranjero, sólo 4.000 millones se invirtieron en sus colonias; para Alemania, de 25.000 millones de francos, sólo el 10% se invirtió en sus colonias, y el Reino Unido el 50%. (cfr. la obra histórica de Jacques Marseille sobre el imperio colonial francés). La constatación del fracaso del capital que presenta Luxemburg es sólo la constatación del fracaso, o más exactamente del fin de la expansión en los sectores extracapitalistas; no prevé, al contrario que Lenin en su polémica contra los populistas rusos, que el capital pueda ser su propio mercado (aunque Lenin no salga, en esta concepción, de la dominación formal). Así pues, si, por un lado, como Luxemburg demostró frente a Bernstein, el desarrollo del proletariado, como proceso de la revolución, no puede transcurrir sin sobresaltos, por otro, al ver el final del capital en una desvalorización de origen exterior, no puede captar la contradicción entre proletariado y capital como contradicción central e insuperable del sistema. Al no ser capaz de ver la revolución más que como la afirmación de la clase obrera, tal cual se ha desarrollado, teórica y prácticamente, durante el período socialdemócrata, lo que Luxemburg reprocha a Bernstein —y luego a la socialdemocracia en su conjunto— es el abandono del objetivo. En cambio, acepta todos los medios socialdemócratas de afirmación del proletariado, y eso hasta la fundación del K.P.D., en el que defiende la participación en las elecciones, rechazada por el partido, y el papel sindicalista de los consejos obreros.

«Según la concepción bernsteiniana, el carácter socialista de la lucha sindical y política reside en que su influencia socializa gradualmente la economía capitalista. Pero, como hemos tratado de demostrar, esta influencia es una fantasía. El Estado y la propiedad capitalistas van en direcciones opuestas. Por tanto, la actividad práctica cotidiana de la socialdemocracia pierde, en última instancia, toda relación con el socialismo. La lucha sindical y política adquiere su relevancia y su auténtico carácter socialista en la medida en que socializa el conocimiento del proletariado, su conciencia, y ayuda a organizarlo como clase. Pero si es considerada como un instrumento de socialización de la economía capitalista, no sólo pierde su usual eficacia, sino que también deja de ser una herramienta para preparar a la clase obrera para la toma del poder.» (Luxemburg, Reforma o revolución). La misma conservación de los medios socialdemócratas, acompañada de la misma hipóstasis del objetivo en sus ilusiones sobre la naturaleza de los medios, aparece en la polémica con Vandervelde sobre las huelgas belgas de 1903 y 1913.

Luxemburg se encuentra totalmente atrapada entre el desarrollo de la clase obrera y el resultado de este desarrollo. El resultado de este desarrollo no es la toma del poder político, sino la integración de la reproducción y la defensa de la condición proletaria en el propio ciclo del capital. Bernstein lo había visto y aceptado, Luxemburg no: «Las relaciones de producción capitalistas se aproximan cada vez más a las socialistas. Pero sus relaciones políticas y jurídicas, en cambio, levantan un muro infranqueable entre la sociedad capitalista y la socialista. Ni las reformas sociales ni la democracia debilitan dicho muro, sino que lo hacen más recio y más alto. Sólo el martillazo de la revolución, es decir, la conquista del poder político por el proletariado, podrá derribarlo.» (Luxemburg, Reforma o revolución). Aquí se acepta todo el análisis socialdemócrata e incluso revisionista: el capitalismo se desborda en socialismo, y la revolución, a pesar del lirismo proletario del martillazo, sólo pone las cosas en conformidad con lo que ya son. Hasta el final (fundación del K.P.D. e insurrección de 1919), Luxemburg querrá conservar todo el programa socialdemócrata contra su propia lógica de desarrollo histórico en el paso a la dominación real.

De la necesidad objetiva a la revolución: la conciencia

Sea cual sea la solución que se aporte al problema de la actualización del curso objetivamente contradictorio del modo de producción capitalista, todas las fracciones se enfrentan a una cuestión que tiene que ver con la forma misma en la que se presenta la revolución: el problema de la conciencia. Si el desarrollo del capital sigue un curso objetivo que la acción del proletariado viene a actualizar de un modo u otro, es preciso que entre ese curso objetivo y la intervención proletaria se establezca una relación, y ese vínculo es el acceso a la conciencia. De inmediato, ésta es un problema central del programatismo, pero igual de inmediatamente, el problema se plantea de tal manera que no puede tener más que una solución iluminista. Al estar excluida del curso de la contradicción, la acción del proletariado se vuelve dependiente de una revelación. El problema de la conciencia no desaparece como tal más que a partir del momento en que, concebido como polo de la contradicción del modo de producción capitalista, el proletariado no puede sino coincidir en su existencia y en su práctica con el curso histórico de su contradicción con el capital, que a su vez es la propia evolución de este modo de producción, su objetividad misma. Mientras la revolución sea la afirmación de la clase, por tanto, mientras el proletariado, excluido de los términos de la contradicción debido al mismo hecho de que su resolución ha de ser su triunfo, no haga sino actualizar una evolución objetiva, no puede dejar de haber un problema de la conciencia, que es el corolario de la objetividad económica.

Para la práctica revolucionaria programática, el mundo se presenta como el resultado de leyes objetivas que hay que conocer. Hay un mundo que es una totalidad objetiva en sí y luego hay un sujeto que conoce adecuadamente este mundo, conforme a lo que es. Esta, la posición menos iluminista, es a grandes rasgos la de Lukács. La conciencia no es sólo una enseñanza procedente del exterior, sino la adecuación con un ser; la mayoría de los teóricos programatistas simplemente consideran que el proletariado tiene interés en conocer el mundo y, por tanto, en escuchar sus lecciones (también existe la especie hipócrita de los mayéuticos). En esta perspectiva más o menos educacionista, se plantea entonces el problema de la naturaleza y el papel de este conocimiento en relación con el curso automático del capital para que desemboque en el comunismo. La problemática reposa sobre el fetichismo del capital y del desarrollo social como proceso de leyes objetivas. Al tener como objetivo la afirmación del proletariado, la lucha de clases programática se relaciona necesariamente con un curso social que ella objetiva, con una realidad fetichizada.

La concepción educacionista remite al gradualismo y al reformismo. «Se vio que las instituciones estatales en las que se organizaba la dominación de la burguesía ofrecían nuevas posibilidades a la clase obrera para luchar contra estas mismas instituciones. Y se tomó parte en las elecciones a las dietas provinciales, a los organismos municipales, a los tribunales de artesanos, se le disputó a la burguesía cada puesto, en cuya provisión mezclaba su voz una parte suficiente del proletariado. Y así se dio el caso de que la burguesía y el Gobierno llegasen a temer mucho más la actuación legal que la actuación ilegal del partido obrero, más los éxitos electorales que los éxitos insurreccionales. […] La época de los ataques por sorpresa, de las revoluciones hechas por pequeñas minorías conscientes a la cabeza de las masas inconscientes, ha pasado. Allí donde se trate de una transformación completa de la organización social tienen que intervenir directamente las masas, tienen que haber comprendido ya por sí mismas de qué se trata, por qué dan su sangre y su vida.» (Engels, Introducción de 1895 a Las luchas de clases en Francia). Además de la posición que ya hemos visto, que sustituye la destrucción de las instituciones por su utilización y el avance dentro de ellas, aquí lo que importa es esta teoría idealista que convierte la conciencia en el requisito previo a la lucha de clases. Esta teoría sirve de base a todas las prácticas educacionistas, en las que el conocimiento procede del exterior, trátese de la famosa experiencia obrera o de los propios méritos de las instituciones democráticas. «La conquista de todos los puestos que nos sean accesibles»; «La lenta labor de propaganda de la actividad parlamentaria»; «Ganarse a la gran masa del pueblo», son las hermosas fórmulas en las que educación y reformismo se refuerzan mutuamente.

Kautsky, repetido más tarde por Lenin en ¿Qué hacer?, escribió: «La conciencia socialista moderna puede surgir únicamente sobre la base de un profundo conocimiento científico… Pero no es el proletariado el portador de la ciencia, sino la intelectualidad burguesa… De modo que la conciencia socialista es algo introducido desde fuera en la lucha de clases del proletariado, y no algo que ha surgido espontáneamente de ella» (Kautsky, Las tres fuentes del marxismo). La teoría del proletariado formulada por Marx, se convierte en Teoría Marxista. La crítica de la economía política, del estudio de las condiciones que deben llevar al proletariado a destruirla, se convierte en la ciencia de la economía, de sus leyes, en la ciencia suprema «en última instancia». La dialéctica se convierte en una técnica de lógica formal aplicable a todas las materias. El materialismo histórico se convierte en un método para las ciencias; la teoría se convierte en sociología, economía, ciencia jurídica, en recetas para la acción política, etc. Se convierte en una ciencia entre otras, en una ciencia superior, en una ciencia de síntesis (cfr. las notas de Bériou a El socialismo en peligro, de Nieuwenhuis).

La cuestión de la conciencia no se plantea más que a partir de la separación entre el curso objetivo del capital y la lucha de clases. No se trata de una cuestión de comprensión filosófica, sino de una cuestión política; plantear la revolución en términos de conciencia y de educación es inscribirse en una posición reformista, al igual que lo es entender la lucha de clases de manera que se distinga entre luchas “económicas” y luchas “políticas”. Las primeras pertenecen al ámbito de lo ineluctable, de lo espontáneo; la lucha política pertenece al ámbito de la conciencia, de la voluntad. A partir del momento en que la revolución es afirmación de la clase, ésta comporta como determinaciones propias entrelazadas la exterioridad de la conciencia, la separación entre las luchas económicas y las luchas políticas, el gradualismo y el objetivismo economicista.

Como hizo notar Bernstein, si se acepta que hay un desarrollo objetivo de la sociedad, los problemas de la lucha de clases y la propia lucha de clases se insertan en este movimiento; en cuanto a su contenido político, en la medida en que lleva el socialismo, la lucha de clases no es, en sí misma, este movimiento. Comporta, por tanto, un problema de finalidad y de voluntad; se plantea, en ese caso, la cuestión del objetivo y del movimiento, de la relación entre ambos. Bernstein señala que, dado que se considera el socialismo como una ciencia, no es la doctrina de una clase particular. Esto es coherente con el hecho de que, dado que es el movimiento general de la sociedad el que conduce al socialismo, este último no tiene por qué ser considerado como la obra específica de una clase. «Cuando el socialismo pretende basar su carácter científico en la pretensión de ser una ciencia pura, debe renunciar a ser la doctrina de una clase, la expresión de los objetivos de la clase obrera.» (Bernstein, 1901).

De la necesidad objetiva a la revolución: la determinación social.

La determinación de las acciones humanas es otro problema fundamental para el programatismo, próximo al problema anterior de la conciencia, y siempre derivado de la misma configuración del proceso de la revolución. Plantear el problema de la determinación de las acciones humanas equivale a suponer individuos indeterminados sometidos a haces de influencias; es concebir la pertenencia de clase como una determinación contingente o intrínseca, y no como la particularización de la comunidad.

Esta cuestión fue debatida a finales del siglo xix por los principales teóricos de la época. Mehring, Labriola, Plejánov y Schmidt se enfrentaron a propósito de la concepción materialista de la historia, que se convirtió o en un determinismo económico unilateral o en la interacción un tanto vaga de factores diversos; ese fue el debate sobre «la teoría de los factores». La perspectiva totalizadora del mundo como praxis resultante de la adecuación entre la lucha de clases y el desarrollo del capital no podía vislumbrarse en ese momento. Sería preciso que la revolución dejara de ser la afirmación de la clase para que la lucha de clases pudiese ser concebida como el curso contradictorio del capital, lo cual era imposible en la medida en que implicaba que la superación del capital fuese la superación del propio proletariado. Ahora bien, sólo así se supera el objetivismo y su cortejo de problemas, sin hundirse por ello en el subjetivismo, la voluntad, la moral, el deseo de revolución, la manifestación de la humanidad, que no son más que la otra cara de la misma limitación teórica.

Una tentativa de superación teórica: Pannekoek

La posición adoptada por Pannekoek en el momento de la polémica en torno a La acumulación del capital de Luxemburg representa el primer intento de superar la problemática de la actualización revolucionaria de la necesidad objetiva del socialismo, la primera tentativa de superar la dualidad entre la acción de la clase y sus determinaciones. Pannekoek intenta cambiar de terreno, abandonar el terreno del objetivismo económico y de la lucha de clases como consecuencia, abandonar el terreno de la teoría como ciencia y el de la conciencia procedente del exterior, abandonar el terreno de la separación entre el movimiento obrero y el movimiento socialista. Para Pannekoek, no se trata de saber si el capital es eterno o no haciendo demostraciones económicas (Hilferding, Luxemburg), sino de considerar que el fin del capital es la acción revolucionaria del proletariado. Intenta superar la problemática que atraviesa todo el programatismo: desarrollo del capital, por un lado, lucha de clases por el otro. Más tarde hará la misma crítica a Grossmann: el proletariado no hace más que reaccionar ante unas fuerzas económicas que escapan a su control, en lugar de ser una fuerza revolucionaria que participa en la determinación de los hechos económicos.

En esta perspectiva, el espontaneísmo adquiere un estatus teórico importante, en la medida en que la acción espontánea es la que se confunde totalmente con sus determinaciones, se presenta como la unificación, la síntesis en la práctica de clase del desarrollo objetivo y de la contradicción entre las clases. La acción de masas, el espontaneísmo, la defensa de nuevas formas de organización como los consejos (que aparecieron en 1905 en Rusia), ya no son sólo formas organizativas o tácticas opuestas a la burocracia y al parlamentarismo, sino que plantean la cuestión de su superación. Estas nociones adquieren un estatus teórico fundamental como síntesis entre el movimiento objetivo y la lucha de clases, que se desprende, por tanto, de su estatus de consecuencia. El socialismo no es una ciencia; no es la propiedad de un partido, sino que representa el movimiento real de la clase obrera. Con el fin del período de preguerra en la historia de la socialdemocracia, estamos ya en el umbral de la historia de las Izquierdas. En los márgenes extremos de la fracción que pretende ser crítica del programatismo socialdemócrata, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, cuando se confirma cada vez más el paso del capital a la dominación real, se desarrolla, en efecto, dentro de los propios términos del programatismo, la imposibilidad de su propia concepción de la revolución. Este proceso es el que volveremos a encontrar, amplificado y consciente de sí, unos años más tarde, en el movimiento de las Izquierdas: crítica y superación de todas las mediaciones teóricas y prácticas que organizan el ascenso de la clase hacia su afirmación (reformismo, parlamentarismo, sindicalismo, conciencia procedente del exterior, burocracia, dicotomía entre movimiento obrero y movimiento socialista), lo que incluye el abandono de la noción de partido en favor de los consejos obreros. Pero el mantenimiento de la perspectiva central de la afirmación proletaria coloca a las Izquierdas en una posición extremadamente inestable y transitoria.

De la revolución a su evaporación: la necesidad del reformismo

→ El progresismo del capital

De manera general, para el programatismo el reformismo es un horizonte insuperable. El reformismo surge de un doble proceso. Por un lado, como ya hemos visto, está implícito en el simple hecho de que la revolución se plantee como afirmación de la clase, lo que implica en la práctica que todo crecimiento, reforzamiento o conquista de la clase en el modo de producción capitalista se consideren como etapas de la revolución. Este es el origen fundamental del reformismo.

Por otro lado, la dominación formal incluye, en su propio concepto, que junto al proletariado y la burguesía coexisten una aristocracia terrateniente, artesanos y pequeños campesinos y que la reproducción del proletariado no es obra del capital. Todo esto está incluido en lo que es el plusvalor absoluto: el capital es una imposición de plustrabajo que ha integrado un proceso laboral que no es adecuado a él; la reproducción de la fuerza de trabajo no es un momento del ciclo propio del capital. No hay varias contradicciones, ni varias dinámicas en la sociedad; la contradicción entre el proletariado y el capital es efectivamente la única, pero engloba (por el hecho mismo de basarse en la extracción de plusvalor absoluto) la existencia de esta diversidad social. Si el capital existe a partir de este momento en todas sus determinaciones, si es él quien estructura el conjunto de la sociedad, si no hay arcaísmos ni modos de producción paralelos, esto no impide que la integración de un proceso de trabajo inadecuado y la reproducción externa de la fuerza de trabajo, se conviertan en el curso de su desarrollo en los límites que el capital se pone a sí mismo en el seno mismo de la extracción de plusvalor absoluto; es en este sentido que es progresista. Al convertirse en obstáculos, el capital los supera como «arcaísmos»; es el rechazo y la superación lo que crea el arcaísmo. El capital se presenta, por tanto, como progresista; este es el segundo origen del reformismo. La victoria del proletariado se remite a la «culminación», a la «finalización» del capital; por tanto, hay que acelerar este desarrollo. No se trata de un simple último recurso, de un medio. Reencontramos aquí el primer punto; acelerar este desarrollo es simultáneamente tomar posición dentro de la sociedad capitalista, y convertirse ya en la única fuerza dinámica, que representa el futuro.

«Desde un principio hemos combatido siempre despiadadamente contra la tendencia pequeñoburguesa y filistea dentro del partido, porque esta actitud, desarrollada desde los tiempos de la Guerra de los Treinta Años, ha infectado a todas las clases de Alemania y se ha convertido en un mal alemán hereditario, hermano del servilismo, de la abyecta subordinación y de todos los vicios hereditarios alemanes. Esto es lo que nos hace ridículos y despreciables en el extranjero. Es la causa principal de la debilidad de carácter predominante entre nosotros; reina en el trono con la misma frecuencia que en la cueva del zapatero remendón. Recién a partir de la formación de un proletariado moderno en Alemania se ha desarrollado allí una clase que apenas conserva algo de esta enfermedad hereditaria alemana, una clase que ha dado pruebas de visión libre, de energía, de humor y de tenacidad en la lucha. Y ¿no habremos de luchar contra toda tentativa de inocular artificialmente a esta clase sana —la única clase sana de Alemania— el viejo veneno hereditario de la flojedad filistea y de la limitación mental del filisteo?» (Engels, «Carta a Bernstein» marzo de 1883). En la práctica reformista, la aceptación o el rechazo de las alianzas no se basa en posiciones de clase, en la acción específica del proletariado, sino en la capacidad de las demás clases o capas sociales para encargarse de la modernización de Alemania, que se convierte en el criterio exclusivo. Ahí reside todo el significado del debate interno de la socialdemocracia sobre el tema de «la masa reaccionaria».

Se trataba de saber si había que clasificar a todas las demás clases, frente al proletariado, bajo el vocablo exclusivo de «masa reaccionaria», y tratarlas a todas como enemigas con las que no es posible ninguna alianza, con las que no se puede recorrer ningún trecho. Para Engels, la fórmula es falsa y es lógica: «Es falsa porque expresa como un hecho consumado lo que no es más que una tendencia histórica exacta sólo como tal. En el momento en que surja la revolución socialista, todos los demás partidos aparecerán ante nosotros como una única masa reaccionaria. Es posible, además, que ya lo sean y que hayan perdido toda capacidad de acción progresista, pero no necesariamente. Por el momento, no podemos afirmarlo con la certeza con la que avanzamos los demás principios del programa. Incluso en Alemania puede darse la circunstancia de que los partidos de izquierda, a pesar de su profunda indigencia, se vean obligados a despejar la escena de parte de la mezcolanza feudal y burocrática, antiburguesa, que todavía existe en tan grandes cantidades… La burguesía republicana francesa que, de 1871 a 1878, derrotó definitivamente a la monarquía y a la tutela clerical, han asegurado la libertad de prensa, de asociación y de reunión en un grado hasta ahora desconocido en Francia en tiempos no revolucionarios, han instituido la enseñanza obligatoria para todos y han elevado la educación a un nivel tal que podríamos tomar alguna semilla de ella en Alemania, ¿han actuado como una masa reaccionaria?» (Engels a Kautsky, octubre de 1891).

Lo más importante no son los residuos del tema de la revolución doble que colean aquí, sino que a fuerza de considerar el crecimiento paulatino de la clase dentro del modo de producción capitalista como la vía regia y serena de la revolución, que se ha convertido en un proceso, llegamos, con toda naturalidad, a considerar las victorias del capital, su reforzamiento, como victorias del proletariado, y acabamos considerando como proceso de la revolución sólo el desarrollo del capital para sí mismo, sin mencionar siquiera la lucha de clases o el reforzamiento de la clase. En cualquier caso, al concebir el desarrollo de la sociedad que conduce al socialismo como un desarrollo objetivo, este «abandono» se sigue lógicamente. El proceso de la revolución ya ni siquiera se confunde con el desarrollo de la clase dentro del capital, sino simplemente con el desarrollo y fortalecimiento del capital. Engels y la socialdemocracia en su conjunto llegan a «olvidar» sencillamente que esos burgueses tan progresistas de 1871, esos burgueses «no reaccionarios», son los mismos que aplastaron la Comuna y que siempre están dispuestos a volver a empezar, como lo demuestran las actuaciones antihuelguísticas del partido radical en esa época.

El proletariado había demostrado, según la propia opinión de Marx y Engels (cfr. La guerra civil en Francia) que podía luchar sobre sus propias bases contra el capital sin necesidad de la escuela laica y obligatoria. Desarrollar a la clase dentro del capital como proceso gradual de la revolución no es, finalmente, sino abogar por la revolución como la última fase del desarrollo del capital, sin más: «Ahora resulta que nuestro partido es de hecho el único en Alemania que es genuinamente progresista y al mismo tiempo lo suficientemente poderoso como para imponer el progreso por la fuerza, de modo que incluso entre los grandes o medianos campesinos endeudados y rebeldes hay una fuerte tentación de sentir un poco de socialismo, especialmente en las regiones del campo en las que predominan. Al hacerlo, nuestro partido probablemente va más allá de los límites de lo que permiten los principios, y esto engendra no pocas polémicas; pero nuestro partido tiene una constitución lo suficientemente sana como para que no le resulten perjudiciales.» (Engels a Paul Stumpf, enero de 1895).

La teoría del bonapartismo aplicada al Estado de Napoleón III en Francia y de Bismarck en Alemania dota de fundamento teórico a una práctica que no consistía más que en promover el fortalecimiento puro y simple del capital. La famosa situación de equilibrio entre las clases, base del «bonapartismo», llevó a no considerar las luchas en el interior de la sociedad más que como una lucha entre el progreso y los «arcaísmos». El capital y la burguesía representan el progreso, al que naturalmente había que ayudar. Que la dominación de la burguesía incluye la existencia de otras clases, a las que luego rechaza y destruye, y que el proletariado se encuentra, a partir del período 1848-1850, enfrentado exclusivamente a ella, que todo desarrollo, fortalecimiento, reorganización del capital están dirigidos contra el proletariado e intensifican la explotación; todo esto tiende a desaparecer de la visión programática. La historia no es más que un proceso lineal de desbordamiento entre modos de producción que sigue el camino del progreso. No se trata de una traición, y ni siquiera de revisionismo (Engels, el socialdemócrata radical, justifica en la cita anterior las posiciones de Vollmar, un reformista vulgar, es decir, carente de investigación y justificaciones teóricas, como Bernstein), sino de una evolución necesaria: a partir de la misma forma en que se plantea la revolución, ésta acaba por desaparecer.

→ El capitalismo se desborda en socialismo

En el programatismo, el reformismo se impone no sólo como acumulación de conquistas del proletariado, sino también, y a partir de ahí, como modernización de la «sociedad» (es decir, del modo de producción capitalista). La transición entre una y otra y su pertenencia común al programatismo han sido abordadas anteriormente. A menudo, estos dos aspectos del reformismo se combinan en la táctica electoralista. La democracia es simultáneamente conquista de derechos obreros y desarrollo de la clase, pero también modernización de la sociedad, medio de suprimir aquello que obstaculiza su progreso hacia el socialismo, en el que el capital se va integrando poco a poco: «Si, por ejemplo, en Inglaterra y Estados Unidos, la clase obrera conquista la mayoría en el parlamento o en el congreso, podría eliminar por medios legales las leyes e instituciones que obstaculizan su desarrollo, en la medida en que la evolución social lo ponga de manifiesto. Sin embargo, el movimiento “pacífico” podría transformarse en un movimiento “violento” debido a la rebelión de los interesados en mantener el viejo estado de cosas, y entonces —como en la Guerra Civil estadounidense y la revuelta francesa— podrían ser aplastados por la fuerza siendo tratados como rebeldes a la violencia legal» (Marx, Notas marginales sobre los debates del Reichstag sobre la ley antisocialista, 1878). En la sesión del Reichstag del 17 de marzo de 1879, Liebknecht se va de la lengua: «No hace falta decir que acataremos la ley, porque nuestro partido es ciertamente un partido de reforma en el sentido más estricto de la palabra, y no un partido que quiera hacer una revolución violenta, lo que en cualquier caso es un sinsentido. Niego de la manera más solemne que nuestros esfuerzos estén dirigidos al derrocamiento violento del orden existente, del Estado y de la sociedad»; y el 17 de febrero de 1880: «Protestamos contra la afirmación de que somos un partido revolucionario. La participación de nuestro partido en las elecciones es, por el contrario, un acto que demuestra que la socialdemocracia no es un partido revolucionario… Desde el momento en que un partido se sitúa en la base de todo el ordenamiento jurídico, el derecho de sufragio universal, y por lo tanto atestigua su disposición a colaborar en la legislación y la administración de la comunidad, desde ese momento proclamó que no es un partido revolucionario… Ya señalé antes que el mero hecho de que la gente ya esté participando en las elecciones es una prueba de que la socialdemocracia no es un partido revolucionario.»

Por supuesto, después de semejantes declaraciones, ya no cabe hablar de traición a propósito de la socialdemocracia; sencillamente ha evolucionado, pero siguiendo siempre la misma lógica: la del programatismo. Partiendo de que la afirmación de la clase es la revolución, el programatismo induce con toda naturalidad una política dirigida a obtener reformas que constituyen el reforzamiento de la clase dentro del capital; a partir de ahí las reformas se convierten en simple estímulo al desarrollo del capital, ya que el desarrollo de éste es necesariamente el de la clase obrera. Después de la guerra, la socialdemocracia podrá convertirse en partido de gobierno. Dado que lo que conduce al socialismo es el desarrollo económico objetivo del capital, hay que fomentarlo e incluso hacerse cargo directamente de él. Desde el momento en que el capital asume de manera adecuada la absorción total de la clase, a nivel de su asociación y reproducción, resulta posible, está fundamentado y es legítimo hacerse cargo de él.

Durante todo este período de los años 1880-1890, el desarrollo de una práctica reformista significaba necesariamente sustituir la revolución por el crecimiento del proletariado, y luego, de forma más sencilla, por el desbordamiento del capitalismo en socialismo: el desarrollo de las fuerzas productivas podía ser dirigido por una u otra de las clases, y éste es el criterio decisivo del socialismo.

Tras las declaraciones de Liebknecht, Most atacó violentamente a los parlamentarios socialdemócratas en el Freiheit londinense; Marx, forzado a distanciarse de Most en relación con el partido alemán, escribió a Sorge en septiembre de 1879: «No culpamos a Most porque su Freiheit sea demasiado revolucionario; le reprochamos que no tenga ningún contenido revolucionario y sólo fraseología revolucionaria. Tampoco le reprochamos que critique a los dirigentes del partido en Alemania, sino que busque el escándalo público en lugar de comunicar al pueblo lo que piensa por escrito, es decir, por carta misiva.» Es notable observar que esta fue la actitud de Marx en el momento del congreso de Gotha, con motivo de la crítica que hizo del programa, crítica destinada a permanecer en privado.

Marx y Engels expresaron en aquel momento (1875) un estadio menos avanzado de la necesaria mutación del programatismo en gestión progresista del capital, en nombre del desbordamiento hacia el socialismo. Esto es lo que les permitió presentarse en aquel momento como defensores de un programatismo puro y duro, que luego no hicieron sino oponer unilateralmente a posiciones reformistas que todavía son consideradas como exógenas (lassalleanas), accidentales, o debidas a la personalidad de ciertos individuos. El reformismo era entonces la mala conciencia de la socialdemocracia. Mala conciencia necesaria, porque los términos están implícitos e incluso son complementarios (afirmación de clase; reformas). En su circular confidencial de septiembre de 1879 dirigida a Bebel, Liebnecht y Bracke sobre la táctica en la ilegalidad, Marx y Engels, al criticar las «deformaciones del partido», no se dan cuenta de que son ellos los que están al margen; defienden algo que ya no existe. El porqué de estas deformaciones se les escapa; no oponen a estos extravíos más que posiciones que constituyen su misma base. «Así pues, según estos señores, el Partido Socialdemócrata no debe ser un partido unilateralmente obrero, sino el partido universal “de todas las personas de verdaderos sentimientos humanitarios”». ¿Qué tiene esto de sorprendente, cuando el progreso se ha postulado como base para la marcha hacia el socialismo? «En una palabra, la clase obrera no es capaz de lograr por sí misma su emancipación. Para ello necesita someterse a la dirección de burgueses cultivados y poseedores, pues sólo ellos tienen tiempo y posibilidades de llegar a conocer lo que puede ser útil para los obreros.» ¿Qué tiene esto de sorprendente cuando se separan el desarrollo económico y la lucha de clases, cuando hay que actualizar las contradicciones y cuando se acepta que la conciencia viene de fuera? «Precisamente ahora, bajo la presión de la ley contra los socialistas, el partido demuestra que no tiene la intención de recurrir a la violencia e ir a una revolución sangrienta, sino que, por el contrario, está dispuesto… a seguir el camino de la legalidad, es decir, el camino de las reformas…» ¿Qué tiene esto de sorprendente cuando se piden unos años de desarrollo pacífico, para poder triunfar naturalmente mediante las elecciones y el servicio militar? «[…] consideramos que tenemos trabajo para muchos años si aplicamos todas nuestras fuerzas y todas nuestras energías a lograr ciertos objetivos inmediatos, que deben ser conseguidos por encima de todo antes de ponernos a pensar en tareas de mayor alcance. Y entonces, los burgueses, los pequeñoburgueses y los obreros, que ahora se asustan… de nuestras reivindicaciones de largo alcance, vendrán a nosotros en masa (los pasajes en cursiva del texto de Marx y Engels están tomados de las declaraciones de los dirigentes alemanes). ¿Qué tiene esto de sorprendente, cuando en cualquier caso el objetivo final fijado por el programa implica por sí mismo un desarrollo progresivo mediante la reforma?

«Transformar la catástrofe final en un proceso de disolución lento, fragmentario y, en la medida de lo posible, pacífico». Esta fue toda la dinámica de este período de la historia del programa, que comenzó tras la Comuna y la crisis de 1873. Lo que Marx y Engels detallan aquí no son accidentes ni desviaciones, sino el sentido general y dominante del movimiento. Su incomprensión del hecho de que se trata del resultado necesario de la forma en que se establece el «objetivo final» muestra que son ellos los que están marginados, y que la posición de unidad entre el movimiento y el objetivo que defienden pertenece a un período de la historia del programatismo que a finales de la década de 1870 está llegando a su fin. Como afirmación de la clase, el objetivo sólo podía diluirse, confundirse y desaparecer en el «cómo» que conduce a ella: reforma, conquista, democracia, progreso, organización… Informando del asunto a Becker, Engels concluye con un notable acceso de miopía histórica: «No culpamos especialmente a los de la dirección de Leipzig por esta historia. Todo esto ya lo habíamos previsto hace años. Liebknecht no puede prescindir de conciliar y de hacer amigos a diestro y siniestro, y aunque el partido sólo es fuerte en apariencia, con muchos efectivos y grandes medios financieros, no es muy escrupuloso en cuanto a los elementos que recluta. Esto durará hasta que se queme los dedos. Cuando eso ocurra, esta buena gente volverá al buen camino.» (diciembre de 1879).

Doce años más tarde, Engels expresó las mismas opiniones que había criticado en 1879: «[…] se quiere ahora que el partido reconozca el orden legal actual de Alemania suficiente para el cumplimiento pacífico de todas sus reivindicaciones. Quieren convencer a sí mismos y al partido de que la sociedad actual se integra en el socialismo, sin preguntarse si con ello no está obligada a rebasar el viejo orden social; si no debe hacer saltar esta vieja envoltura con la misma violencia con que un cangrejo rompe la suya; si, además, no tiene que romper en Alemania las cadenas del régimen político semiabsolutista y, por añadidura, indeciblemente embrollado. Se puede concebir que la vieja sociedad sería capaz de integrarse pacíficamente en la nueva (el subrayado es nuestro) en los países donde la representación popular concentra en sus manos todo el poder, donde se puede hacer por vía constitucional todo lo que se quiera, siempre que uno cuente con la mayoría del pueblo: en las repúblicas democráticas, como Francia y Norteamérica, en monarquías, como Inglaterra…». (Engels, Contribución a la crítica del proyecto de programa socialdemócrata de 1891). Los aires de alborotador, de «canalla de las barricadas» que se daba Engels en aquella época sólo pretendían reivindicar un verdadero Estado burgués y exigir la abolición de los vestigios absolutistas en Alemania. Dondequiera que el capital reine sin oposición, el desbordamiento pacífico es el camino a seguir. El principal adversario de la revolución no es, de hecho, más que aquello que impide que el capital y el Estado burgués se desarrollen libremente.

A partir de 1880, los socialdemócratas se limitan a enfrentarse en torno a las distintas formas de llevar a cabo las reformas. Kautsky, que considera que sólo el proletariado es reformista, se opone a Vollmar, más pragmático; Jaurès sustituye al proletariado por la humanidad, que se convierte en el sujeto de este desbordamiento pacífico, movimiento global y no contradictorio de toda la sociedad.

La democracia: forma y contenido de la revolución

La democracia: etapa necesaria de la evolución histórica

El desbordamiento pacífico y la integración progresiva del capitalismo en el socialismo tienen un contenido y una forma: la democracia. En la concepción programática socialdemócrata, la democracia es más que una forma política del Estado; es una etapa necesaria de la evolución histórica, el vínculo entre el capitalismo y el socialismo: conquistada por el proletariado dentro del capitalismo, llevada por él a sus límites, es la forma de la conquista del poder y del ejercicio de éste. Esta concepción de la democracia se matiza más según la tendencia socialdemócrata de que se trate: puede ser necesaria sólo como proceso educativo o, en el límite, puede llegar a ser considerada como un verdadero modo de producción en sí misma. Sin embargo, todos —desde Luxemburg hasta Bernstein, Conrad Schmidt y Struve, pasando por Kautsky— ven en ella la conquista y el ascenso del proletariado. Algunos la consideran sólo como una preparación para la lucha, otros como la realización gradual del socialismo en el interior del capitalismo o —para los centristas— como el fundamento objetivo del poder del proletariado, que le permitirá tomar el poder (fundamento objetivo y no simple posibilidad educativa).

En la base de todo esto hay una concepción instrumental del Estado. La existencia de un Estado no es en sí misma una expresión de la alienación. Para el instrumentalismo, el Estado tiene una doble existencia: expresión de la comunidad y policía. No forma parte integrante de la explotación sino porque es un instrumento en manos de la clase dominante. Esta concepción instrumental se origina, como todas las concepciones programáticas similares, en la comprensión del proceso revolucionario como la lenta progresión y toma del poder por la clase en el interior de la sociedad existente. A partir de esta base, se puede tratar de conquistar este Estado y hacerlo actuar en favor de la clase obrera (que es la posición de la mayoría de los teóricos de la época) o, como para los «revisionistas», considerar que, al ser un instrumento, está por encima de las clases y es un objeto neutro.

El instrumentalismo disocia en dos determinaciones distintas lo que es indisociable; está teóricamente presente de forma implícita y ambigua en el Engels de El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1884), y de manera explícita y convertido en fundamento estratégico en la Introducción a Las luchas de clases en Francia de 1895. Engels había situado el origen del Estado no en el hecho de que la actividad social de los individuos se independiza de ellos, de que constituye su propia manifestación de sí como individuos sociales enfrentada a ellos, lo que significa que la sociedad está dividida en clases, y que, por tanto, el Estado, en tanto representación de la comunidad, es el Estado de la clase dominante. Engels basa este origen en la siguiente necesidad: a fin de que «estos antagonismos, estas clases con intereses económicos en pugna no se devoren a sí mismas y no consuman a la sociedad en una lucha estéril, se hace necesario un poder situado aparentemente por encima de la sociedad y llamado a amortiguar el choque, a mantenerlo en los límites del “orden”. Y ese poder, nacido de la sociedad, pero que se pone por encima de ella y se divorcia de ella más y más, es el Estado.» (Engels, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado). Como lo subraya Lenin en El Estado y la revolución, esta tesis permite dos lecturas (pese a que él recuse la lectura «pequeñoburguesa» como un puro error interesado).

«De una parte, los ideólogos burgueses y especialmente los pequeñoburgueses, obligados por la presión de hechos históricos indiscutibles a reconocer que el Estado sólo existe allí donde existen las contradicciones de clase y la lucha de clases, “corrigen” a Marx de manera que el Estado resulta ser el órgano de la conciliación de clases. Según Marx, el Estado no podría ni surgir ni mantenerse si fuese posible la conciliación de las clases. Para los profesores y publicistas mezquinos y filisteos —¡que invocan a cada paso en actitud benévola a Marx!— resulta que el Estado es precisamente el que concilia las clases. Según Marx, el Estado es un órgano de dominación de clase, un órgano de opresión de una clase por otra, es la creación del “orden” que legaliza y afianza esta opresión, amortiguando los choques entre las clases. En opinión de los políticos pequeñoburgueses, el orden es precisamente la conciliación de las clases y no la opresión de una clase por otra. Amortiguar los choques significa para ellos conciliar y no privar a las clases oprimidas de ciertos medios y procedimientos de lucha para el derrocamiento de los opresores.» (El Estado y la revolución). Y, más adelante, expresa perfectamente la síntesis entre los «dos» aspectos que no eran capaces de comprender. «La sociedad hasta el presente, movida entre los antagonismos de clase, ha necesitado del Estado, o sea de una organización de la correspondiente clase explotadora para mantener las condiciones exteriores de producción y, por tanto, particularmente para mantener por la fuerza a la clase explotada en las condiciones de opresión (la esclavitud, la servidumbre o el vasallaje y el trabajo asalariado), determinadas por el modo de producción existente. El Estado era el representante oficial de toda la sociedad.» (ídem). El Estado representa a toda la sociedad en la medida en que y precisamente porque es el Estado de la clase dominante.

Lenin tiene razón, pero oculta la ambigüedad de la tesis de Engels según la cual el Estado desempeña un papel positivo para la sociedad como un todo: evitar su autodestrucción. En la construcción teórica de Engels, sólo entonces se pone al servicio de la clase económicamente dominante. La socialdemocracia convertirá esta tesis en un instrumentalismo puro y simple, que adopta una apariencia desafiante frente al Estado, y a menudo no le reconoce más que funciones de policía, pero que se basa en realidad en una concepción en la que el Estado es un objeto neutro y utilizable.

Esta concepción puede ser vuelta contra sí misma: «en la vida social, la diferenciación de las economías da lugar a la formación de un cuerpo administrativo que representa el interés de la comunidad como tal. El Estado ha sido y sigue siendo un organismo de esta naturaleza.» (Bernstein). A continuación, Bernstein critica a Engels por hacer demasiado hincapié en el aspecto policial del Estado, en contra de la base histórico-teórica que plantea en El origen…; «posteriormente, Engels abandonó por completo este aspecto de la génesis del Estado y, en última instancia, trata al Estado, como en el anti-Dühring, sólo como un órgano de opresión política» (Bernstein). Naturalmente, para Bernstein el Estado situado por encima de las clases en tanto representante de toda la sociedad, es el Estado democrático; cuanto más avanza la democracia, más retroceden los intereses de clase para fundirse en su conciliación. Esto no significa que Bernstein rechace la existencia de diferentes clases, sino que teoriza el paso a la dominación real del capital, en la que el proletariado, en lo tocante a su reproducción, a la subsunción del trabajo por el capital y a apropiación del trabajo vivo por el trabajo objetivado, se convierte en un momento del ciclo propio del capital.

La democracia es más que una forma política; es una etapa necesaria de la historia: la forma del desbordamiento del capitalismo en socialismo. Es la desaparición de las clases. La democracia, inicialmente una forma política del crecimiento gradual de la clase, de su ascenso, de su autoeducación, sustituye a la revolución como ruptura, como catástrofe, como momento singular. Focaliza todo un conjunto de necesidades internas del programa y les da una consistencia social.

La democracia como relación de producción

 

El programatismo es necesariamente reformista, de ahí que la democracia sea la forma necesaria de su pleno desarrollo. Ahora bien, si el medio (la democracia) sustituye al objetivo (la afirmación de la clase), esto se debe, por supuesto, a la naturaleza del propio objetivo. Lo que hace efectiva esta sustitución, en este período, es el paso del capital a la subsunción real, con lo que esto supone a nivel de la reproducción del proletariado y de la absorción del trabajo por el capital. Por último, no es el medio, tal como se presentaba antes, el que se sustituye al objetivo del que era el medio, pues al hacerlo se despojaría de su naturaleza de medio (forma política, autoeducación, calcular las propias fuerzas, etc.): se convierte en una forma social, en una relación de producción.

La democracia se convierte en el proceso de integración de la sociedad; como modo de producción, es la resolución de la contradicción del modo de producción capitalista entre la forma cada vez más social de la producción y la apropiación privada, que culmina en la ideología socialdemócrata de las nacionalizaciones y la planificación. La democracia se presenta, por tanto, como el control de la sociedad sobre su propio futuro y sus fuerzas productivas; en ella, modo de producción y forma política coinciden. La democracia responde a la forma en que el programa contempla la propiedad privada como base del modo de producción capitalista, y la contradicción entre las clases como una contradicción entre «útiles» y «parásitos». Así se completa el bucle programático:

  • La revolución se presenta como afirmación de la clase, e implica su ascenso en el interior del sistema como proceso de la revolución;
  • Con el paso progresivo a la subsunción real, este desarrollo sustituye al objetivo; se convierte para sí mismo en su propio objetivo, dándole al socialismo un contenido de desarrollo organizado del capital (lo que se convertirá, tras la guerra, en el programa explícito de la socialdemocracia). En tanto revolución, el objetivo ya no existe; él mismo ha producido su propia supresión como realización de lo que era.

«¿Acaso la democracia no nos suministra la base apropiada para asegurar el paso gradual, insensible, del capitalismo al socialismo sin que tengamos que temer esa ruptura violenta con el estado existente con la que nos amenaza la conquista del poder político por el proletariado?

»Muchos políticos pretenden que únicamente la dominación despótica de una clase hace necesaria la revolución y la democracia la convierte en superflua.

»Y en todas las naciones civilizadas gozamos de una dosis de democracia suficiente para que la evolución pacífica sea posible, para que esta se produzca sin revolución. En todas partes tenemos la facultad de fundar sociedades de consumo; extendidas, practican la producción por su propia cuenta, y, lenta pero seguramente, cambian el carácter de la producción capitalista. En todas partes tenemos la facultad de organizar sindicatos: estos limitan cada vez más el poder que ejerce el capitalista en su propia explotación, reemplazan en la fábrica el absolutismo por el constitucionalismo, y así preparan lentamente el paso de este a la forma republicana. Casi en todas partes la democracia socialista tiene la facultad de penetrar en los consejos municipales, hacer que pesen en ellos los intereses de la clase obrera en los trabajos públicos, aumentar continuamente la tarea de los municipios y restringir la producción privada ampliando constantemente el dominio de la producción municipal. Por fin, la democracia socialista entra en el parlamento y conquista en él una influencia en aumento, logra una reforma tras otra, limita el poder de los capitalistas con una legislación protectora del trabajo, extiende cada vez más la esfera de la producción del estado impulsando la transformación de los grandes monopolios en servicios públicos. Así, con el simple uso de los derechos democráticos, y manteniéndose en el terreno ya conquistado hoy en día, la sociedad capitalista se desarrolla en sociedad socialista, la conquista revolucionaria del poder público por el proletariado deviene inútil, favorecerla es, simplemente, nocivo; solo puede tener como efecto perturbar el curso de ese progreso lento pero seguro.

»Así se expresan los enemigos del método revolucionario.

»Nos dibujan un idilio muy seductor. Aquí tampoco podemos decir que esto sea una pura imaginación. Los hechos en que se apoyan son muy reales. Pero solo nos conducen a una verdad a medias.» (Kautsky, La revolución social, 1902).

Para Kautsky, si el proceso que describe sólo es una verdad a medias, es porque, por culpa de la burguesía, se ha producido un declive de los parlamentos, una decadencia del liberalismo. En este proceso, que sigue siendo el ideal de la socialdemocracia, vemos cómo, en el seno de la política programática, la democracia se despoja de su carácter de mero medio de hacer recuento de las propias fuerzas y de autoeducación, y se convierte en el proceso gradual de integración del capitalismo en el socialismo. Kautsky no ve ahí más obstáculo que la decadencia de los parlamentos a raíz de la desaparición de un gran partido liberal. Esboza aquí lo que será la práctica socialdemócrata tras la guerra. La integración en el ciclo propio del capital, de la reproducción, la asociación y la defensa de la condición proletaria, fundamenta al proletariado a disputarle al capital la gestión del modo de producción según las modalidades que, dentro de la autopresuposición del sistema, le son propias (capitalismo organizado de Hilferding o planificación central bolchevique). Naturalmente, es Bernstein quien expone más crudamente esta tendencia. Sólo es una tendencia, y como tal existe únicamente en oposición al terreno del que ha brotado, producida por éste, y por cuya desaparición y superación se esfuerza. Incluso si la verdad de la posición centrista de Kautsky reside en el revisionismo de Bernstein, la oposición es muy real; llevado al extremo, el revisionismo supone la supresión de la posición centrista, pero también, a través del mismo movimiento, de sí mismo. Llevado a sus límites, es decir, dejando de existir como tendencia inherente a la revolución programática, no es más que una teoría y una práctica de la gestión del capital.

De hecho, Bernstein, frente a una visión simplista, nunca abandona la toma del poder como objetivo, aunque fundamentalmente sea cada vez más superfluo. «Algunas personas han afirmado que la conclusión práctica de mi punto de vista sería la renuncia a la conquista del poder político por parte del proletariado organizado política y económicamente. Lo que la socialdemocracia tendrá que hacer durante mucho tiempo, en lugar de especular sobre la gran catástrofe, es organizar políticamente y preparar a la clase obrera para la democracia y luchar por todas las reformas en el Estado que eleven a la clase obrera y transformen la institución del Estado en un sentido democrático. Y como estoy absolutamente convencido de que es imposible saltarse períodos importantes en la evolución de los pueblos, doy la mayor importancia a los deberes actuales de la socialdemocracia, a la lucha por los derechos políticos de los trabajadores, a la actividad política de los trabajadores en interés de su clase y a la labor de su organización económica. Fue en este sentido que escribí en un momento dado que, para mí, el movimiento lo era todo y que lo que suele llamarse el objetivo final del socialismo no era nada… era evidente que (mi frase) no podía significar indiferencia con respecto a la realización final de los principios socialistas, sino simplemente indiferencia o, mejor aún, temeridad en cuanto al cómo del aspecto final de las cosas». (Bernstein, «Carta al Congreso de Stuttgart» 1898). Ya en 1895 Bernstein escribía, en Socialismo teórico y socialismo práctico: «La democracia es tanto un medio como un fin. Es el medio para establecer el socialismo, así como la forma de su realización.»

Aquí volvemos a encontrarnos con nuestra tesis inicial, según la cual el medio (la democracia) estaba llamado a sustituir al fin en función de la necesaria evolución de la práctica programática durante el paso progresivo a la dominación real que caracteriza el fin de siglo. Pero al sustituir al objetivo, la democracia ya no es simplemente una forma política: es un período histórico en sí misma. Se convierte en la resolución de las contradicciones del capital, en la creación de nuevas relaciones de producción: la comunidad de productores asociados, la adecuación entre el trabajador y el ciudadano.

Desde este punto de vista, el corpus teórico del revisionismo está profundamente en línea con las posiciones y las prácticas programáticas. Struve, por ejemplo, critica la posición luxemburguista que no ve en la lucha sindical más que una socialización de la inteligencia, un proceso educativo. «Cuando se adopta este punto de vista, se niega, como consecuencia, el efecto de la lucha de clases sobre la economía; la lucha de clases se desvanece para convertirse en nada más que un poder irreal o espiritual.» (La teoría marxista de la evolución social, 1899). Por efecto sobre la economía, Struve no se refiere a meros aumentos salariales, sino a una transformación de las relaciones de producción. En el pasaje siguiente, extraído del mismo texto, expresa inequívocamente su adhesión a la base del programa —el desarrollo de la clase dentro del capital— pero también expone, teórica y prácticamente, la forma en que este medio se convierte en el objetivo mismo. Al hacerlo, todo el sistema democrático se convierte en la socialización de la sociedad, en un sistema histórico ineludible e infranqueable. «Pero desde entonces se ha hecho visible, o más bien se ha creado, el verdadero terreno del desarrollo hacia el socialismo: me refiero a la reafirmación de la fuerza económica y política de la clase obrera dentro del orden social capitalista. Este hecho primordial confiere a la lucha de clases del proletariado una función tan natural como decisiva. Como hemos visto repetidamente, quienes niegan la socialización progresiva de la sociedad capitalista se ven obligados a concebir las luchas de clases económicas y políticas como una especie de entrenamiento intelectual y político para el golpe decisivo de la revolución social. Sin embargo, esta lucha no se produce fuera de la sociedad capitalista, en las condiciones y con los medios de la sociedad capitalista. La lucha de clases cotidiana se concibe, pues, como un medio de preparación, sin ningún otro contenido, y se la priva del vínculo vivo con la vida real; afortunadamente esto sólo sucede en teoría. Según la concepción realista o evolutiva que representamos, la lucha de clases es una fuerza real y también ideal. Es el instrumento y la expresión del poder creciente del proletariado. Sin duda, la tesis de la socialización progresiva de la sociedad es incompatible con la creencia de que el desarrollo del capitalismo hacia el socialismo depende de la exasperación creciente de la lucha de clases y de los antagonismos de clase, hasta el triunfo de la revolución social. Para que sea una realidad, la socialización debe conducir a un debilitamiento creciente y luego a la desaparición total de los antagonismos de clase. Por supuesto, este resultado también lo admite el marxismo ortodoxo, pero mientras que éste espera la desaparición de las oposiciones de clase y su abolición definitiva a través de la dictadura del proletariado, nosotros sacamos la misma deducción del poder creciente y la actividad reformadora de la clase obrera.»

A través de la importancia de la democracia en la teoría y la práctica socialdemócratas tiene lugar el proceso de transición hacia lo que será la socialdemocracia después de la Primera Guerra Mundial. Convertirse en partido de gobierno no es sino la consecuencia de sus bases programáticas. La democracia es la expresión social, no sólo política, del proceso fundamental de la dominación real: la reproducción, la asociación y la defensa del proletariado se convierten en momentos reales del proceso del capital.

La socialdemocracia tras la guerra: el capitalismo organizado

→ La subsunción real legitima el poder socialdemócrata

No vamos a proseguir en este texto el estudio histórico de la evolución del programatismo después de la Primera Guerra Mundial; no obstante, aquí se trata de mostrar que la práctica gubernamental y la gestión de las relaciones sociales capitalistas, que tras la guerra son consecuencia de todo el movimiento socialdemócrata, no son algo fortuito en comparación con la etapa anterior. Ya hemos visto hasta qué punto, sean cuales sean las tendencias, la concepción de la democracia tendía a esta gestión directa del desarrollo del capital. Ésta reunía en sí misma todas las determinaciones del programa, desde el inevitable reformismo hasta la concepción de un desarrollo económico independiente de la contradicción entre las clases —que por tanto podía orientarse bien o mal— pasando por el principio básico del programa: el desarrollo y fortalecimiento de la clase dentro del modo de producción capitalista como el proceso mismo de la revolución, con el que termina por confundirse el curso «natural» del capitalismo. La revolución se evapora en sus propias determinaciones.

Desde el momento en que la revolución se considera como la afirmación de la clase, se trata de obtener reformas que supongan el reforzamiento de ésta, y éstas se confunden rápidamente con un simple estímulo al desarrollo del capital, ya que el desarrollo del capital se ha identificado con el crecimiento sin trabas de la clase, que es en sí misma la revolución como proceso. Para que la socialdemocracia pueda convertirse en un partido directamente gestor del capital y lo haga efectivamente, es decir, como partido obrero, hace falta que el capital se convierta, a través de su propio movimiento y de forma adecuada, en la reproducción y la asociación del proletariado; hace falta que la absorción del trabajo vivo por el trabajo objetivado se haya convertido en resultado mismo del proceso de producción, que se acumule sobre la base del plusvalor relativo, que la defensa de la condición proletaria sea integrada como antagonismo dinámico del modo de producción. En resumen, hace falta el paso a la subsunción real del trabajo bajo el capital. Pero también es preciso que la autonomización de los términos de la práctica programática (cfr. supra) llegue hasta el punto en que estos términos entren en contradicción: la revolución ya no puede expresar una autonomía absoluta del proletariado sino convirtiéndose en crítica práctica de todas las mediaciones que lo convierten en un elemento positivo del sistema; es el triunfo de la autoorganización, es el movimiento revolucionario alemán de posguerra. Como corolario, el ascenso de la clase en tanto desarrollo del capital se convierte en gestión de éste, y adquiere entonces como contenido la capacidad específica de ser contrarrevolución en relación con la revolución. Sólo entonces, sólo políticamente, dentro de la representación fetichista específica del capital de la que procede el Estado, puede aspirar a dominarlo la clase obrera. Este proceso contrarrevolucionario específico será realizado por la socialdemocracia en Alemania, pero alcanzará su forma más acabada con el bolchevismo en Rusia.

La socialdemocracia en el poder no significa un desarrollo cualquiera del capital, ni unas relaciones de clase o de reproducción de la sociedad cualesquiera: capital organizado, defensa del salario como ingreso e inversión, forma republicana del Estado, eliminación definitiva de todos los vestigios sociales anteriores, antagonismo entre las clases como objeto de consenso en tanto motor del conjunto social. En la década de 1970, este tipo de política socialdemócrata llegó al final de su ciclo histórico.

Tras la caída del imperio en Alemania y la formación de un gobierno provisional compuesto por el S.P.D. y el U.S.P.D., Kautsky fue nombrado presidente de una «comisión para la socialización» de la que formaron parte Hilferding, Cunow y a representantes de los liberales como Rathenau. Todo el mundo estaba preocupado esencialmente por la convocatoria de la Asamblea Nacional, destinada a convertirse en la base de la democracia alemana. A través de las formas democráticas y republicanas de desarrollo de la sociedad capitalista, del capitalismo organizado, lo que se concibió y se estableció en la práctica, como período de transición, fue el desarrollo y la gestión del capital. Por supuesto, hay una diferencia con respecto al período anterior, pero también una filiación directa, una continuidad.

En 1922, en La revolución proletaria, Kautsky escribe: «De lo que se trata ahora es de la etapa en la que el proletariado no tiene todavía la fuerza suficiente para construir y consolidar un gobierno puramente socialista, pero en la que, sin embargo, tiene la fuerza para hacer imposible la formación de un gobierno que le sea abiertamente hostil. En esta etapa la alternativa sólo puede ser la siguiente: gobierno de coalición o gobierno burgués por la gracia del proletariado… En su famoso artículo sobre La crítica del programa socialdemócrata, Marx escribe: Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista está el período de transformación revolucionaria de la primera a la segunda. A lo que corresponde un período de transición política donde el Estado no puede ser otra cosa que la dictadura revolucionaria del proletariado. Sobre la base de las experiencias de los últimos años, en la actualidad podríamos transformar esta frase, en lo que se refiere al gobierno, y decir: «entre el período del Estado puramente burgués y el del Estado democrático erigido sobre una base puramente proletaria, hay un período de transición política, cuyo gobierno adoptará generalmente la forma de un gobierno de coalición.» Bajo la forma de la democracia, el desarrollo del capital se presenta como período de transición; es su propio proceso de socialización. La absorción de la sociedad por el capital se convierte en la conquista de la producción por la sociedad. De hecho, para Kautsky, en esa época —como para Jaurès en Francia antes de la guerra—, ya no hay revolución tras el triunfo de la burguesía, es decir, desde que la doble revolución ya no es necesaria. Con la victoria definitiva de la burguesía, el movimiento social se reduce a la eliminación de todos los obstáculos al desarrollo del socialismo como desbordamiento en el seno del capitalismo, desbordamiento que no tiene otro fin ni otro contenido que la democracia.

Para la socialdemocracia, la democracia es un modo de desarrollo del capital —teorizado bajo el nombre de «capital organizado»— que sigue siendo transitorio: la perspectiva ideológica de la superación del capital se mantiene, aunque ya no se trate de una revolución. En El capital financiero, Hilferding constata las transformaciones que se están produciendo en el modo de producción capitalista. No cree en un colapso inevitable de éste, sino que espera que este colapso sea el resultado de la acción política del proletariado provocada por estas transformaciones y por la brutalidad de la explotación basada en el capital financiero. Tras la guerra, la teoría del «capital financiero» da paso a la del «capital organizado»; la evolución tiene su importancia. A grandes rasgos, se trata de las mismas transformaciones económicas, pero la diferencia radica en que, ahora, en la medida en que hay democracia, se consideran como avances hacia el socialismo. La enorme concentración industrial, la integración de la reproducción del proletariado en el ciclo del capital, la gestión a largo plazo de la fuerza de trabajo por los sindicatos, la dominación de los bancos, la formación de enormes cárteles, constituyen, gracias a la democracia, la base de una dirección consciente de la sociedad sobre la economía. Se trata de favorecer este desarrollo del capital, no simplemente por sí mismo, en tanto progreso, sino como organización social, como las premisas del socialismo. Siempre hay una especificidad de la gestión socialdemócrata, en el límite el «cártel general» (cuya posibilidad de existir había sido rebatida por Lenin y Bujarin durante el debate sobre el imperialismo); se trataría de la sociedad conscientemente regulada, pero en una forma todavía antagónica, cuyo proceso de supresión es la democracia.

Tras la guerra, la tendencia histórica hacia lo que se entiende como capital organizado se convierte en base de la transición pacífica al socialismo. Al acelerar un proceso ya en marcha, la guerra permitió el salto cualitativo entre una política programática reformista de oposición y una política de gestión convertida en posibilidad. El itinerario teórico de Hilferding expresa claramente esta evolución y esta transición. T la guerra, ya no describirá al capital financiero como la última fase del capitalismo, sino como el comienzo del «capitalismo organizado», que se caracteriza por un poderoso resurgimiento del capitalismo industrial en relación con el capital bancario. Hilferding cree entonces que el dominio de los bancos que había caracterizado al capital financiero sólo había sido una fase intermedia.

Así pues, Hilferding no deduce la necesidad de un cártel generalizado que organice la producción de una falsa concepción de la crisis, que él había basado en la desproporción entre sectores; más bien sucede lo contrario: es la perspectiva de que la clase obrera haya de promover un determinado tipo de desarrollo del capital como transición al socialismo la que implica la concepción de la crisis como desproporción. Un cártel general podría regular conscientemente toda la producción capitalista y superar así la anarquía de la producción capitalista. En sí mismo, el capitalismo organizado se concibe como una socialización del capital: socializa el proceso de trabajo, unifica las ramas de la industria y la inversión es planificada por grandes trusts; por tanto, contiene necesariamente, e podría incluso decirse que requiere, para perfeccionarla, la democracia económica: «regulación social consciente por parte de la masa de productores».

→ Las reivindicaciones cotidianas

Hasta que lleguemos a esta fase de transición, en la que, ya en el poder, el partido podrá realizar todo su programa, sería un error concebir la política cotidiana de la socialdemocracia como un simple oportunismo sin objetivos. Desde esta perspectiva, todo se mantiene; cada conquista, cada logro, cuando la socialdemocracia no está en el poder, constituye un paso hacia este período de transición. Apuntar a un determinado tipo de gestión del capital no significa abandonar la vía de las reivindicaciones cotidianas frente al capital; plantear tales reivindicaciones no es puro oportunismo destinado a ganarse a la clase obrera o simplemente a los votantes: es avanzar hacia el objetivo socialista. Nunca hubo ni traición, ni simple oportunismo, sino una evolución del programatismo inherente al paso de la subsunción formal a la real.

«Que los trabajadores, para mejorar su suerte, acepten o exijan un mínimo de protección al Estado burgués. Que prefieran las regiones a los monopolios capitalistas, que tienen en cuenta, al menos hasta cierto punto, el interés general. Que se esfuercen por mantener, después de la guerra, el control establecido sobre las principales ramas de la producción y del intercambio. Nos unimos a ellos. Damos la máxima importancia a estas reformas necesarias. Pero nunca se repetirá lo suficiente, en un momento en que el progreso del estatismo durante la guerra se representa por todos lados como logros parciales del colectivismo, que estas reformas, que los socialistas reclaman, sobre todo, no son, estrictamente hablando, socialismo.

«Pueden abrirle el camino. Pueden ser el principio y la condición previa para el régimen del futuro. Pero podrían, si no tenemos cuidado, conducir a una desastrosa reducción de las libertades del individuo, a un temible desarrollo del Estado, a un poder que ha quedado en manos de las clases dominantes.» (Vandervelde, El socialismo frente al Estado, 1918).

• La autonomía de la clase y el objetivo revolucionario entran en contradicción con su fundamento, el ascenso de la clase

La revolución contra sus mediaciones (los Jungen)

Durante la década de 1880 y principios de la de 1990, a partir de la crítica de la política reformista y de la conquista del Estado como realización misma del socialismo, en todos los partidos socialdemócratas constituidos se produjeron importantes escisiones. Estas escisiones congregaron inicialmente a fracciones considerables de los partidos, pero la imposibilidad estructural de sus posiciones para integrar el crecimiento de la clase dentro del sistema explica que estas escisiones nunca lograran estabilizarse. Tuvieron lugar en Suecia, en Dinamarca en torno a Trier y Petersen, en Holanda con Cornellissen y Nieuwenhuis. En Francia, debido a la ausencia de un partido unificado, la situación es más compleja; las distintas fracciones se enfrentan en torno a la mejor manera de ser reformista, pero el sindicalismo revolucionario, como veremos, cumple en muchos aspectos este papel de escisión socialdemócrata. Naturalmente, es en Alemania, con el movimiento de los Jungen, donde la escisión es más potente. En el marco de estas tendencias escisionistas, los Jungen desarrollaron las posiciones más radicales: autonomía de la clase respecto a la reproducción del capital y del aparato del Estado, crítica a la organización y a la burocracia, crítica del parlamentarismo y de las reformas y crítica del objetivo como regulación del capital. No obstante, tras un breve período de éxito, fueron completamente marginados. De hecho, estas posiciones entran necesariamente en conflicto con el propio proceso que debería ser su fundamento: el proceso de crecimiento de la clase, la base de su triunfo y del poder de su afirmación.

El origen de la oposición de los «Jóvenes» está estrechamente ligado a las leyes antisocialistas. Estas leyes provocaron una desintegración organizativa del partido; los dirigentes las aceptaron y a finales de 1878 comenzó a desarrollarse una oposición de izquierdas que quería recuperar a la socialdemocracia revolucionaria de Most y que se sublevó contra la táctica de la paz social[2]. A partir de 1879 Most publicó el Freiheit y Hasselman fue miembro del Reichtag, pero no pudieron organizar a la oposición. Su programa era típico de la época: influencia de Dühring y Blanqui; eran partidarios de las conspiraciones dirigidas por grupos de diez o veinte miembros; sin estatutos, criticaban constantemente a los dirigentes y al parlamentarismo. Ambos fueron expulsados del partido en el congreso de Wijden de agosto de 1880, ya que el grupo parlamentario del Reichtag, debido a las leyes antisocialistas, se había convertido prácticamente en la dirección del partido.

Tras el congreso de Wijden, surgió una nueva polémica entre los «radicales» y la mayoría de los diputados (Bebel, Kautsky, Bernstein, Liebknecht). La oposición seguía girando en torno al parlamentarismo. En esta polémica, los «radicales» se encuentran codo con codo con la oposición no organizada que se desarrolla en la base de las grandes ciudades contra la dirección parlamentaria del partido. Sólo a partir de 1885 esta oposición local comienza a organizarse. La oposición en Berlín, que se oponía a la participación en las elecciones al Landtag, fue el primer núcleo de los Jungen. Su antiparlamentarismo les enfrentó a los propios «radicales». La oposición berlinesa, cuyo órgano era la Berliner Volkstribüne de Schippel, se vio estimulada por las huelgas de 1889 en el Ruhr y por la perspectiva de la abolición de las leyes antisocialistas, que impedían un cuestionamiento radical de la táctica del partido.

Tras el fracaso de la huelga del 1 de mayo de 1890 por la jornada de las ocho horas, a la que los «radicales» se opusieron por el riesgo de conflicto, Wille, uno de los teóricos de la oposición, argumentó frente a la dirección del partido que, en lo esencial, bajo el capital la posición del proletariado no puede mejorarse: no hay que tratar de obtener escaños en el parlamento, no hay que llevarse bien con los candidatos burgueses y, por supuesto, en el mismo artículo publicado en el Berliner Volksblatt en 1890, continuó su crítica a los diputados, verdaderos amos del partido, dueños de la prensa y de la organización.

En el congreso de 1890, celebrado en Halle, la oposición siguió siendo débil y tuvo poca representación. Fue en el congreso de Erfurt de 1891 donde presentó más explícitamente sus posiciones, y fue allí donde se la excluyó. La fracción Jungen presentó al congreso las siguientes tesis, redactadas por Paul Kampffmeyer, Bruno Wille, Karl Vilderberg y Albert Auerbach:

«1) El espíritu revolucionario es sofocado por los dirigentes. 2) La dictadura de los dirigentes ahoga todo sentimiento democrático. 3) El movimiento en su conjunto se ha debilitado, convirtiéndose cada vez más en un partido reformista con una dirección pequeñoburguesa. 4) La revolución ha sido repudiada por los diputados. 5) Hacen todo lo posible para obtener un compromiso entre el proletariado y la burguesía. 6) Están intoxicados por los seguros y la asistencia. 7) Los diputados suelen tomar sus decisiones remitiéndose a otros partidos y a otras clases, lo que conduce a una tendencia a inclinarse a la derecha. 8) La táctica del partido es errónea. 9) El socialismo y la democracia no tienen nada en común con las posiciones apoyadas por los diputados. 10) Es una traición intentar hacer creer a los compañeros que a través del parlamentarismo sea posible una socialización de las diferentes clases en la sociedad actual. 11) Es una tontería hacer creer al pueblo que el trabajo de dirigir la sociedad se ha vuelto demasiado complicado para él. 12) La nueva táctica es un compromiso con las masas a costa de los principios.»

La base económica de las tesis del manifiesto de los Jungen sólo difiere del análisis de la mayoría en la importancia concedida al proceso de concentración empresarial y al cuestionamiento de las pequeñas empresas. Los Jungen ven este movimiento como una condición necesaria para el socialismo. Coincidían con el partido en lo que se refería al carácter necesario del desarrollo económico, pero diferían de él en cuanto a la táctica a adoptar en la lucha de clases. Paul Ernst, por ejemplo, criticó el fatalismo provocado por el determinismo económico, y lo consideró uno de los peligros del marxismo. Ellos mismos tendían a privilegiar ciertas formas de activismo, voluntariado o socialismo ético.

Criticaban el «socialismo de Estado», en el que el Estado ocuparía el lugar de la propiedad privada. Las luchas dentro del Estado se consideraban ilusorias; para los Jungen en el congreso de Erfurt, había que volver a la táctica y la propaganda revolucionarias.

Después de Erfurt, para los Jungen, los debates sobre la táctica y la organización se volvieron más teóricos: problema de la autonomización de los dirigentes en relación con la base, problema de la burocracia, aburguesamiento de los diputados debido a su función. La oposición a la política parlamentaria y el concepto de «luchas puramente económicas por el poder» (el proletariado puede esperar tomar el poder mediante la lucha de la base en las empresas) desembocaron en un rechazo general a todo partido. Llamaron a la fundación de grupos autónomos que agruparan a todos los trabajadores con subdivisiones profesionales.

A partir de 1892, Wille se subleva contra toda forma de organización, haciendo hincapié en la individualidad de los trabajadores. La oposición de los Jungen se dividió entonces en dos fracciones. La primera, en torno a la Berliner Volkstribüne y a Paul Ernst, reclamaba la reorganización del partido revolucionario proletario y se oponía al concepto de individualización de Wille, que escribía en Der Sozialist. Esta primera fracción desaparece a finales de 1892. La segunda, la más importante numéricamente, trató de promover una lucha de clases sindical. Se trataba de hacer que las luchas se centraran en la producción, no en el poder político; esta concepción de luchas centradas en la producción tiende a suplantar la noción de individualización. Las bases de este programa se recogen en una declaración de principios publicada en el Sozialist: «La sociedad actual se basa en el monopolio de la propiedad de los medios de producción y, en consecuencia, en la sumisión de los no propietarios; da a la masa de trabajadores, en el mejor de los casos, sólo lo suficiente para vegetar. La esperanza de una mejora continua de las condiciones del proletariado se ve contradicha por el ejército de desempleados, que mediante la destrucción de las pequeñas empresas se renueva necesariamente de forma constante. Además, las reformas sociales por medio del Estado no pueden mejorar esencialmente la condición proletaria porque el Estado es la organización de la clase poseedora para el sometimiento de la no poseída. La clase poseedora, gracias a su posición política y económica, hace recaer de nuevo sobre el proletariado todo el coste de las reformas sociales. En su lucha por mejorar su condición, los proletarios no deben reforzar al Estado, el aparato de poder político de la clase dominante, sino esforzarse por debilitarlo, por suprimirlo completamente. Por tanto, es preciso rechazar toda forma de socialismo de Estado. Los trabajadores sólo pueden mejorar su condición apropiándose de los medios de producción. Sobre la base de estos principios nos damos como objetivo la supresión de la sociedad capitalista, y con ella la supresión de la dominación de clase y de la dominación estatal en general. Para empezar, los proletarios deben, por medio de grandes acciones económicas de masas, hacerse dueños de la producción (huelgas, boicots, rechazo de los acuerdos). Deben, mediante su lucha contra el capitalismo, expresar su oposición a todas las instituciones de la sociedad actual (iglesia, escuela, ejército, burocracia, parlamento), y no comprometerse con las demás clases sociales. Para poder dirigir estas luchas, los socialistas independientes (los Jungen) declaran su solidaridad con los movimientos socialistas revolucionarios de todos los países. Junto a ellos luchan por una sociedad libre basada en la producción colectiva y la propiedad colectiva de los medios de producción.» Los «socialistas independientes» desarrollaron su táctica en colaboración con los «localistas» de los «sindicatos libres», cuyo principal dirigente era Gustav Kessler.

El Sozialist evolucionó del antiparlamentarismo al antiinstitucionalismo. La causa de los compromisos de los dirigentes era en el trabajo dentro del Estado, que es capitalista por definición. Había que oponer la acción directa a todas las instituciones; se consideraba responsable al trabajo parlamentario de que las masas proletarias no adquirieran conciencia de clase. Los «socialistas independientes» estaban, casi por definición, de acuerdo con todas las acciones de masas: «Tanto si se gana como si se pierde la huelga, ésta refuerza en el proletariado la conciencia de su poder y de su lucha» (Der Sozialist). Los «Independientes» critican la negativa del S.P.D. a participar en movimientos de masas espontáneos, como las violentas manifestaciones de los parados en Berlín en febrero de 1892. En el Vörwarts (el órgano del partido), esta revuelta fue presentada como obra del lumpenproletariado. Por su parte, los «Independientes» se solidarizaron con estos movimientos. Afirmaron que los líderes del partido temían perder su crédito con el gobierno aprobando estas acciones. Argumentaron que el elemento lumpenproletario no era dominante en estas revueltas y de todas formas criticaron la discriminación entre proletariado y lumpenproletariado.

Desde 1885 hubo estudios críticos sobre el anarquismo en Der Sozialist, pero en mayo de 1893 el congreso de los «Independientes» se negó a publicar las cartas de los anarquistas en el periódico. Sin embargo, poco después Landaeur se convirtió en editor de Der Sozialist y se produjo una fusión entre «Independientes» y anarquistas. Ya en abril de 1893, Landaeur proclamó: «Entre el socialismo libre y el anarquismo no hay ninguna diferencia ni de principios ni de táctica.» A mediados de julio de 1893 se produce una escisión en el grupo de los independientes entre anarquistas y marxistas, y esta última tendencia se disolvió rápidamente. Durante algunos años, el Sozialist fue el único periódico anarquista. En el seno del Sozialist se produjeron discusiones entre el «anarquismo de acción» inspirado en Kropotkin y los stirnerianos, que desembocó en una nueva escisión en 1897. Tras la desintegración de los Jungen, gran parte de ellos volvió al S.P.D. Otros, como Wille o Landaeur, formaron comunas; Kampffmeyer y Schippel se convirtieron en revisionistas convencidos.

Hemos insistido en la historia específica de los Jungen porque es totalmente desconocida. Además, a medida que se desarrolla esta historia y las escisiones que la jalonan, el lector habrá podido seguir, al hilo de los acontecimientos, cómo la voluntad de mantener la independencia de la clase se convierte en crítica de todas las mediaciones que en la sociedad actual aseguran el ascenso de ésta, cómo, por tanto, el mantenimiento del objetivo revolucionario como afirmación del proletariado, se autonomiza de sus propias condiciones de realización. Lo que ilustra la trágica historia de los Jungen es el gran cisma programático.

La afirmación del proletariado se convierte en su propia mediación: el sindicalismo revolucionario

→ La acción del proletariado como inmediatismo del comunismo

La base doctrinal de todas las fracciones que se oponen a la línea socialdemócrata en este período, y que las hace echar raíces, aunque sea de manera crítica, en el programatismo, es la primacía de la acción económica sobre la acción política, primacía crítica con la concepción socialdemócrata, pero que siempre parte de una voluntad de afirmar el ascenso de la clase en la sociedad actual como el movimiento necesario de la revolución. En el enfoque crítico, la emancipación económica siempre precede a la emancipación política, y ésta siempre se reduce a la destrucción del Estado; no es más que una negación: «A partir de entonces, la conquista del poder público sería una consecuencia inevitable de la emancipación económica del proletariado, es decir, sería el resultado necesario del poder que los trabajadores organizados ejercen realmente en la sociedad, en los talleres, las fábricas y el campo en relación con sus condiciones de trabajo.» (Cornellissen, El comunismo revolucionario). Esta primacía es, de hecho, el rechazo de todas las mediaciones, no sólo las sociales (parlamento, reforma, organización…), sino también las históricas. En efecto, admitir las mediaciones sociales supone establecer una progresión dentro de esta sociedad, un desarrollo histórico a través de las etapas a partir de las cuales se llega al objetivo.

La afirmación del proletariado, la realización del comunismo, están contenidas de manera inmediata en la situación permanente de la clase, en su posición frente al capital, en el simple hecho, en suma, de ser la clase productora y estar expoliada. Es, por supuesto, en el anarcosindicalismo donde esta tesis básica alcanza su mayor desarrollo teórico y, sobre todo, práctico. «El sindicato está llamado a transformarse en grupo productor, y resulta ser en la sociedad actual el germen vivo de la sociedad del mañana.» (Resoluciones del congreso anarquista de Ámsterdam, agosto de 1907) En el sindicalismo revolucionario, la negación de las mediaciones es teórica, por el hecho de que es la propia situación del proletariado en la sociedad capitalista la que constituye el contenido de la revolución, pero también táctica: no hay más medios. El sindicato, las huelgas, todas las acciones de la clase, son ya en sí mismas la revolución. Los anarquistas deben apoyar «todas las formas de acción directa (huelgas, boicots, sabotajes, etc.)» (ídem). La distinción entre ambas tácticas está claramente establecida, las resoluciones del congreso oponen por un lado: «los medios preconizados por el socialismo marxista, es decir por el parlamentarismo y por un movimiento sindical corporativo que sólo tiene los ojos puestos en el mejoramiento de las condiciones del proletariado, sólo pueden favorecer el desarrollo de una nueva burocracia», y por otro, el congreso «reconoce en la huelga general económica revolucionaria, es decir, en la negativa a trabajar de todo el proletariado como clase, el medio apto para desorganizar la estructura económica de la sociedad actual y para emancipar al proletariado de la opresión del salariado.»

Lo esencial reside en el hecho de que el proceso que lleva a la revolución es ya la revolución y no una mediación ni un medio. En el sindicalismo revolucionario la meta no está mediada; ha absorbido las mediaciones en sí misma. Ya no cabe hablar, en el límite, de autonomización de la meta. En tanto presencia inmediata de la revolución en toda acción del proletariado, la meta se ha convertido en su propia mediación: está siempre realmente presente, constantemente actualizada en toda acción de la clase contradictoria con el capital, incluso en el mito sindicalista revolucionario de la sociedad paralela.

La revolución y el comunismo se definen como la toma a su cargo de la sociedad por los propios productores, por lo que la lucha de clases debe seguir el mismo curso y tener el mismo contenido. Incluso se puede aceptar que haya reformas, pero corresponde al propio proletariado gestionarlas. La revolución no procede de las luchas en el seno del sistema capitalista, no nace sobre la base de algo cuyo contenido inmediato no sea ella, porque es la simple revelación de lo que es el proletariado. Durante este período, frente a la socialdemocracia, el objetivo programático sólo sigue siendo a la revolución como triunfo de los productores a este precio. «Por su parte, los comunistas revolucionarios exigirán, en lo que respecta a la regulación del trabajo, que la fijación de los salarios, así como la inspección de los talleres y las fábricas, incluso en el marco de la sociedad actual, sean realizadas exclusivamente por las propias organizaciones obreras… En relación con todas estas mejoras, sin embargo, los comunistas revolucionarios no dejarán de demostrar que sólo pueden redundar en el interés absoluto de la clase obrera cuando son realizadas y ejecutadas por los propios trabajadores organizados. Insistirán en que estas reformas no deben servir para aumentar la influencia del poder, sino para fortalecer el poder de los trabajadores y extenderlo a todas las ramas de la agricultura, la industria, el comercio y las comunicaciones.» (Cornellissen, El comunismo revolucionario)

Como afirmación de la clase, la revolución y el comunismo son el triunfo de los productores, la «sociedad de los productores asociados», como decía Marx en El Capital. El desarrollo de la clase dentro del capital es el proceso de la revolución. Mientras no se haya iniciado realmente el paso a la subsunción real, los dos términos del programatismo pueden coexistir; una vez iniciado este proceso, el desarrollo de la clase se confunde, ni más ni menos, con el del capital, y entra en contradicción con lo que se suponía que era el medio: la erección del proletariado en clase dominante. A la inversa, «la sociedad de los productores asociados», aunque se fundamente en el carácter siempre programático de la contradicción entre el proletariado y el capital, también entra en contradicción, como meta, con el proceso que debía producirla, que se ha convertido en autopresuposición del capital. Por tanto, debe convertirse en el surgimiento, posible en cualquier momento, sin mediaciones, de la nueva sociedad, contenida en la simple situación actual del proletariado. Esta sociedad, tal como se concibe, no difiere en su contenido de los medios que deben conducir a ella. «Si el proletariado industrial, agrícola y comercial organizado es lo suficientemente poderoso, no sólo a nivel local, sino también a nivel nacional e internacional, para presentar reivindicaciones cada vez más importantes a los propietarios y capitalistas, y si puede hacer que éstos tengan que cerrar sus talleres, fábricas, minas, medios de transporte y de comunicación, entonces toda la población se encontrará ante la alternativa de someterse a este cierre o de transferir la propiedad de los medios de producción y de consumo de los actuales propietarios a los que son los productores directos.» (Cornelissen, ídem). No hay que olvidar que, para los sindicalistas revolucionarios, hasta las reformas deben ser gestionadas exclusivamente por los trabajadores (es lo que intentaron hacer las «Bourses du travail» en la época de Pelloutier), y no son en realidad, sólo medios de poder de la clase obrera, sino ante todo embriones de poder comunista.

→ De la «sociedad de los productores asociados» al comunismo

Al entrar en contradicción con su propia mediación (el desarrollo del capital como ascenso de la clase), el comunismo como meta se autonomiza de las condiciones capitalistas de su surgimiento. El sindicalismo revolucionario resuelve las cosas concibiendo la lucha de clases del proletariado en el interior del modo de producción capitalista como siendo ya la revelación del comunismo, lo que lo opone de manera absoluta a lo que debe abolir. Pero entonces, el sindicalismo revolucionario no puede salir indemne de la situación dentro de la situación en la que opera, y en el medio anarco-comunista las críticas al sindicalismo llegarán muy lejos. Para esta crítica, el control de los medios de producción por parte de los productores debe ser portador de su propio fin, el comunismo, y no depender de aquello de lo que se hace cargo: las condiciones capitalistas de producción.

En esta crítica siempre es cuestión de la sociedad de los productores asociados, de la emancipación del trabajo de la imposición capitalista, de la afirmación por el proletariado de su estatuto de productor único, lo cual no impide, sin embargo, que el comunismo sea captado como la abolición del intercambio, producción para las necesidades, abolición de la división del trabajo y abolición del Estado. «Es la abolición completa de la producción de mercancías fabricadas con vistas a la venta, así como del sistema de comercio moderno, y su sustitución por la producción de la comunidad para satisfacer sus propias necesidades.» (Cornelissen, ídem). En este texto, Cornelissen niega a las cooperativas de trabajadores el menor átomo de socialismo: «En las fábricas cooperativas, así como en las sociedades cooperativas de consumo, domina el sector asalariado, al tiempo que la lucha contra este sistema se paraliza e incluso se hace imposible porque parece una lucha contra la organización de la que se forma parte». (ídem). Por su parte, Malatesta, en un largo panfleto de 1897 titulado En el café, declara la guerra al colectivismo que atomiza a los grupos de trabajadores; en tanto propietarios de su unidad de producción, recrean necesariamente el intercambio porque, en el fondo, la explotación sólo se habría convertido en autoexplotación. En su epílogo al libro de Nieuwenhius, El socialismo en peligro, Bériou cita numerosos pasajes de Malatesta en los que éste expone esta crítica y explica su paso del colectivismo al comunismo. «El colectivismo está sujeto a muchas objeciones serias. Se basa, económicamente, en el principio mismo del valor de los productos, determinado por la cantidad de trabajo necesario para la producción (…) Además, como las distintas partes del suelo son más o menos productivas, y como no todos los instrumentos de trabajo son de la misma calidad, es de temer que cada uno trate de servirse del mejor suelo y de los mejores instrumentos, del mismo modo que tratará de atribuir el mayor valor posible a sus propios productos y el menor valor posible a los de los demás (…) Esta es la lucha por la vida (…) Por eso el colectivismo no puede sostenerse solo. Es incompatible con la anarquía; necesitaría un poder moderador y regulador que pronto se convertiría en opresor y explotador, y haría volver primero la propiedad corporativa y luego la individual.» Esta cita está tomada de un texto aparecido en 1884 en Florencia en La Cuestión Social; pero ya en 1876, cuando, con Cafiero y la sección italiana de la A.I.T., Malatesta abandona el colectivismo, escribe: «la competencia de todos para la satisfacción de todos es la única regla de producción y de consumo que responde al principio de solidaridad.»

El hecho de verse obligado a hacer abstracción del movimiento inmediato de desarrollo de la clase en el seno del capital permite no hundirse en una visión de la afirmación de la clase como victoria del productor de la sociedad capitalista en su inmediatez, es decir, en una apropiación pura y simple de esta sociedad. Sin embargo, en ningún momento se supera el planteamiento programático del comunismo. Los mismos autores —a veces en el mismo texto— evolucionan entre las tesis rápidamente expuestas antes y unas posiciones en las que se restablece el marco de la empresa, el intercambio entre grupos de trabajadores, etc. Cornelissen: «En su ámbito, las organizaciones deben ser autónomas y perfectamente libres de moverse mientras no invadan la libertad de los demás. La misma libertad debe ser disfrutada por los individuos, por los diferentes grupos de productores en las fábricas, los talleres y la agricultura.» (ídem). Malatesta: «Queremos que los trabajadores se sustraigan a la dirección de los patrones y continúen la producción para el público por cuenta propia; queremos que se establezcan inmediatamente relaciones de intercambio entre las distintas asociaciones de productores y las distintas comunas.» (En el café)

La socialdemocracia: época de la lucha de clases

Las características de la socialdemocracia no se pueden limitar a aquello que se proclama como tal. La socialdemocracia es el sentido dominante de la época. Según las áreas de desarrollo del capital (lo que constituye en ese caso un criterio de análisis pertinente), según la forma en que el capital integra a los estratos sociales que lo preceden, y según el Estado que lo implique, este proceso socialdemócrata, para el que el desarrollo de la clase, su consolidación dentro del sistema, equivale al curso de la revolución, se desarrolla de manera diferente. Cornelissen, siempre en el mismo texto, señala acertadamente lo siguiente: «Lo que se constata en Europa central y oriental es un antagonismo entre el desarrollo económico y la estructura política de los diferentes países, que tiene como efecto llevar a la clase oprimida, el proletariado, a obtener primero derechos políticos, o, como se dice en lenguaje hiperbólico, a conquistar el poder público. Esto explica la actividad de los socialistas parlamentarios, especialmente en Europa central». Esto no basta para explicar el porqué de la socialdemocracia, que no corresponde a una especie de atraso histórico, sino a una fase de la contradicción entre el proletariado y el capital. Asistimos más a una socialdemocratización general y profunda de la lucha de clases que afecta a todo el período, que a la existencia de grandes partidos socialdemócratas (que pueden no existir).

Es preciso constatar, sin embargo, que en Francia, Inglaterra y Estados Unidos no hay grandes partidos socialdemócratas similares a los de la Europa central o nórdica. Estos partidos estaban divididos en una multitud de fracciones, eran muy débiles, estaban dominados por los sindicalistas, o incluso fueron fundados y dirigidos por anarquistas, como en Inglaterra hasta la escisión de Morris, Eleonor Marx y Lane. En estos países el proceso socialdemócrata se impone más como un desarrollo inmediato de la clase que a través de mediaciones políticas destinadas a conquistar las bases de este desarrollo.

En estos países carentes de grandes partidos, el proceso socialdemócrata se descompone en tendencias políticas y sindicales que se entregan a un juego de tira y afloja con frecuencia complejo: oposición radical entre determinadas fracciones políticas y sindicales, y acuerdos cordiales entre otras, como entre las Bourses du Travail de Pelloutier y los allemanistes*. En Francia, el proceso socialdemócrata pasa por la anarquía o, más precisamente, por el anarcosindicalismo. En efecto, si este último tiene teóricamente una base anarquista, a medida que se impone la subsunción real, los anarquistas quedan «atrapados» por su propia base teórica: la primacía de la lucha económica y el hecho de que la defensa de la condición proletaria no sea sólo el trampolín sino el embrión mismo del comunismo. Las implicaciones tienden a invertirse; ya no es la defensa de la condición proletaria la que adquiere el rango de embrión del comunismo, sino que el comunismo el que tiende a no ser ya más que esta defensa cotidiana.

En el anarcosindicalismo el proceso se expresa de manera clara y nítida a través de la teoría de la huelga general. «La huelga general debía ser una revolución desde todas partes y desde ninguna; la toma de los instrumentos de producción debía realizarse por barrios, por calles, por casas, por así decirlo; no más constitución posible de un gobierno insurreccional, de una dictadura del proletariado; no más foco de la revuelta, no más centro de resistencia; la libre asociación de cada grupo de panaderos en cada panadería; de cada grupo de cerrajeros en cada cerrajería; en una palabra, la libre producción.» (Pelloutier, Qu’est-ce que la grève générale?, 1895). Jacques Juillard, en Fernand Pelloutier et les origines du syndicalisme d’action directe, comenta así esta cita: «A partir de ahora, la posición de Pelloutier sobre la huelga general queda fijada; ya no variará. Es más, a finales de 1895, la huelga general dejó de ser el tema dominante en el pensamiento de Pelloutier. No es que renunciara a ella, ni que dejara de referirse a ella; seguiría siendo hasta el final una de las principales discriminantes del sindicalismo puro, frente a sus adversarios reformistas o guesdistas. Pero en adelante Pelloutier fue ante todo secretario general de la “Federación de Bolsas de Trabajo”: la visión del objetivo final fue sustituida gradualmente como tema unificador de su pensamiento por los medios para alcanzarlo, es decir, la organización obrera».

El sindicalismo revolucionario y su tema favorito de la huelga general representan la evolución lógica del anarquismo y su tema de la comunidad obrera independiente. Sin embargo, en los años 1880-1990, este tema de la constitución del proletariado en comunidad independiente mediante la defensa inmediata de la condición proletaria se convierte necesariamente en un proceso socialdemócrata de ascenso de la clase, confundido con su integración en la reproducción del capital. El proceso de socialdemocratización del anarcosindicalismo parece casi completo con la fusión de la C.G.T. reivindicativa y las Bolsas de Trabajo, órganos de la comunidad obrera independiente. A principios del siglo xx se produce el declive de las instituciones mutualistas creadas por Pelloutier en favor de la agitación huelguística, considerada como «la mejor gimnasia revolucionaria» (Pouget). Poco a poco, la práctica de esta gimnasia contribuirá a difuminar el objetivo, la huelga general.

Lo que domina en el anarcosindicalismo es, como ya había señalado Malatesta, el sindicalismo. El vínculo con el anarquismo deriva de la constitución sindical de una comunidad obrera. Para Pelloutier el Estado es ante todo un organismo de coerción, de mantenimiento de la explotación; esta insistencia se comprende en relación con el carácter «exterior a la sociedad» del proletariado. Si no se ve la implicación recíproca entre proletariado y capital, el Estado está ahí para llenar el vacío dejado por esta ausencia. En este sentido, la teorización de la comunidad obrera es anarquista.

 Ya sea en forma de un gran partido socialdemócrata, dividido en una multitud de fracciones, dominado por los sindicalistas, o impulsado por los anarquistas como en Inglaterra, lo que se impone es un proceso de socialdemocratización, general y profundo, de la lucha de clases, que impregna todo el período. A través de este proceso, la afirmación programática del trabajo como clase dominante produce su imposibilidad en sus propios términos, a través de su implicación necesaria. A partir de esta implicación, la historia de estos términos sólo puede convertirse en mutuamente excluyente y contradictoria.

Conclusión: superar el programatismo

El foco teórico del programatismo radica en la separación efectuada entre la lucha de clases y el desarrollo del modo de producción capitalista. Este último no se concibe más que como un conjunto de condiciones que evolucionan hacia una situación óptima con respecto a una naturaleza revolucionaria esencial e inmutable del proletariado, incluso si históricamente ésta no llega a manifestarse. A partir de aquí, es imposible que el propio proletariado sea un término de la contradicción a superar; no es más que el polo sufriente y sólo desempeña el papel de sepulturero.

Si no se abandona la problemática programática es imposible superar este punto de vista, en el que reina una dicotomía entre la lucha de clases y las contradicciones económicas, que sólo están ligadas por relaciones de determinación recíproca (la lucha del proletariado puede incluso concebirse como determinante de las contradicciones económicas, o la economía como una estrategia anti-luchas). En este marco, los avances teóricos más radicales, como los de Mattick en Crisis y teoría de la crisis, desarrollan la crítica de las tesis de Luxemburg y consideran el descenso de la tasa de ganancia como la raíz de las crisis. Sin embargo, esta explicación de las crisis no puede mantenerse como una concepción «económica», porque remite de manera inmediata —y no mediatamente, como la teoría de los mercados— a la explotación, es decir, a lo que constituye indisolublemente la contradicción entre las clases y el proceso de acumulación del capital. Si no producimos esta unidad (cfr. TC 2) seguimos enfrentándonos a un colapso puramente económico del capital que no puede ser en sí mismo la revolución, y seguimos atrapados en la problemática de la relación entre las condiciones objetivas, la crisis y el paso a la acción revolucionaria.

«Pero también desde una perspectiva radical de izquierda, como por ejemplo la de Anton Pannekoek, se consideraba que el derrumbe en tanto que proceso “puramente económico” era una falsificación de la teoría del materialismo histórico. Para Pannekoek el planteamiento era erróneo, tanto si llevaba a la respuesta de la acumulación ilimitada de Tugan-Baranovsky como si llevaba a la teoría del derrumbe de Rosa Luxemburg. Para él las disfuncionalidades del sistema capitalista expuestas por Marx, así como las manifestaciones concretas de la crisis que se derivaban de la anarquía de la economía, bastaban para inducir un desarrollo revolucionario de la conciencia del proletariado y, con éste, la revolución. (…) En conjunto, la hipótesis de un derrumbe definitivo y automático del capital estaba en contradicción con la concepción de Marx, según la cual, en la revolución se daba la coincidencia de las condiciones objetivas y subjetivas. La revolución depende de la voluntad de la clase obrera, por más que esta voluntad surja de condicionamientos económicos. Así, el proletariado no marchaba hacia una crisis final; lo que hacía era atravesar a lo largo de su marcha muchas crisis, hasta que el elemento decisivo, la conciencia revolucionaria, se hubiese conformado lo suficiente como para poner fin al sistema capitalista.» (Mattick, Crisis y teoría de la crisis). Es evidente que Mattick no supera, a grandes rasgos, el punto de vista de Pannekoek: las contradicciones del sistema capitalista y el desarrollo de la lucha de clases son dos momentos sin duda corolarios, pero concebidos como separados y mutuamente determinantes. Encontramos el mismo impasse al final de las críticas paralelas realizadas a Grossman y Luxemburg por el grupo « Communisme ou Civilisation » en la Revue internationale du mouvement communiste (n° 7, octubre de 1990): «Para ser un factor determinante, las perspectivas catastróficas del curso capitalista no deben llevar al proletariado a creer que el socialismo surgirá sin ninguna otra forma de proceso. Por el contrario, la teoría revolucionaria siempre ha insistido en la necesaria preparación revolucionaria del proletariado, en la obligación de forjar una voluntad inquebrantable, en ser capaz de dar pruebas de audacia… en tener una preparación militar lo más avanzada posible; otros tantos factores que implican que los principios generales del comunismo revolucionario estén cada vez más grabados en la mente del proletariado.»

Por supuesto, aquí seguimos dentro de la parte más visible del programatismo, la de la afirmación de la clase, pero la superación del programatismo no consiste en proclamaciones sobre la negación del proletariado o la abolición del trabajo; empieza cuando se producen teóricamente la explotación y el descenso de la tasa de ganancia como contradicción entre el proletariado y el capital, del mismo modo que, en el desarrollo del capital, los conceptos centrales son los de explotación y acumulación. Polo de la contradicción del modo de producción capitalista, el proletariado no puede sino coincidir en su existencia y su práctica con el curso histórico de su contradicción con el capital en tanto explotación y descenso tendencial de la tasa de ganancia, contradicción que a su vez constituye el desarrollo mismo del modo de producción capitalista, su objetividad misma.

La contradicción entre el proletariado y el capital es la explotación; ésta constituye su reproducción recíproca y es al mismo tiempo portadora de su superación. La contradicción entre el proletariado y el capital es el desarrollo del capital; no reviste formas diferentes en el curso de la historia porque no es otra cosa que dichas formas, que son las dinámicas de su propia transformación.

Mientras la revolución no pudiera presentarse sino como afirmación del proletariado (subsunción formal, primera fase de la subsunción real) no se podía concebir la contradicción del modo de producción capitalista como algo que remitiera a la implicación recíproca entre capital y proletariado, pues en ese caso la superación del capital no habría podido ser, ipso facto, sino superación del proletariado. Es así como la revolución bajo la subsunción formal y la primera fase de la subsunción real, en tanto afirmación del proletariado, se convierte en un economicismo y un desbordamiento del ascenso de la clase en el modo de producción capitalista que culmina en su afirmación. Como se ha dicho a lo largo del texto, si la revolución es la afirmación de la clase, es preciso que, al hacer la revolución, el proletariado resuelva una contradicción de la que no constituye uno de los términos, sino simplemente el ejecutor mejor situado, de manera que la superación de esa contradicción, lejos de suponer su propia desaparición, suponga su triunfo.

Polo de la contradicción del modo de producción capitalista, el proletariado no puede sino coincidir en su existencia y en su práctica con el curso histórico de su contradicción con el capital en tanto explotación y tendencia al descenso de la tasa de beneficio. Ahí reside toda la importancia de la teoría de las crisis de Mattick que, debido a su objetivismo, no puede ser utilizada tal cual, pero que suscita su propia crítica desde este punto de vista. Por eso es fundamental sostener una teoría de la crisis basada en la tendencia a la caída de la tasa de ganancia. La ley de la tendencia al descenso de la tasa de beneficio no pide más que ser desobjetivada.

Si se considera la implicación recíproca entre el proletariado y el capital y, por tanto, la relación social capitalista como una totalidad, eso significa que no es otra cosa que una contradicción entre clases cuyo contenido es la explotación. De acuerdo con este contenido, el desarrollo del capital y la contradicción entre proletariado y capital son idénticas en tanto lucha de clases, y no como movimiento económico. La contradicción entre el trabajo necesario y el plustrabajo, así como la tendencia al descenso de la tasa de ganancia, no son contradicciones «económicas», sino contradicciones entre clases. Definido por la explotación (implicación recíproca con el capital, pertenencia a la totalidad del capital), el proletariado está en contradicción con la existencia social necesaria de su trabajo como valor autonomizado frente a él y que no puede seguir autonomizándose sino valorizándose. Todo ello en la medida que, en tanto capital, este valor autonomizado designa siempre al proletariado, en tanto trabajo necesario, como sobrante (aumento de la composición orgánica) en el mismo momento en que lo implica como trabajo vivo para conservarse y acrecentarse. La ley de la tendencia al descenso de la ganancia no es otra cosa que una contradicción de clases entre el proletariado y la clase capitalista.

El foco teórico del programatismo radica en la separación efectuada entre la lucha de clases y el desarrollo del modo de producción capitalista. Pero la base de esta separación es la imposibilidad de que el proletariado sea él mismo —durante todo el período de la lucha de clases bajo la subsunción formal, y aún en la actualidad bajo determinadas formas— uno de los términos de la contradicción a superar; no es más que el polo sufriente y sólo desempeña el papel de sepulturero. El capitalismo no se concibe sino como un conjunto de condiciones que evolucionan hacia una situación óptima con respecto a una naturaleza revolucionaria del proletariado esencial e inmutable, incluso si históricamente ésta no llega a manifestarse. La crítica del programatismo empieza por la crítica de la separación objetivista y culmina en la crítica del concepto de naturaleza revolucionaria del proletariado, definida de una vez por todas y modulándose de acuerdo con las condiciones que se den. El proletariado no es revolucionario más que en su situación dentro de la contradicción que lo opone al capital; no estamos definiendo una naturaleza, sino una relación y una historia. Mientras se postule un ser revolucionario del proletariado, hará falta que frente a este ser haya unas condiciones que sean condiciones objetivas. Mientras no se haya criticado esta concepción de una naturaleza revolucionaria del proletariado, no se habrá abandonado la problemática programática. Mientras esta crítica no se haya hecho, será imposible superar este punto de vista en el que reina una dicotomía entre luchas de clase y contradicciones económicas no vinculadas entre sí más que por relaciones de determinación recíproca.

La revolución no es un acto desencadenado por un capital que ha llegado a término, ni una acción situada ya más allá de la crisis del capital, ni la realización de una modalidad del ser del proletariado que trascienda su situación de clase en la sociedad. Es la verdadera culminación de la relación contradictoria entre las clases en el modo de producción capitalista. La crisis consiste, conforme al propio desarrollo del capital, en la relación del proletariado con el capital como simple premisa de un nuevo modo de producción de la vida humana. Se trata, pues, de una situación en la que la relación entre las clases en el seno del modo de producción capitalista supone la producción de la inmediatez social del individuo: el comunismo.

[1] Este posfacio de Jean-Yves Bériou se reproduce íntegramente en Rupture dans la théorie de la révolution, Textes 1865-1975, Ed. Senonevero 2004.

* Ed. cast: http://www.left-dis.nl/e/partido.pdf [N. del t.]

[2] Todas las informaciones sobre la historia y el programa de los Jungen proceden del libro Le Radicalisme de gauche en Allemagne, de Hans Manfred Bock, [ediciones Suhrkamp, 1976] (que nosotros sepamos, no ha sido traducido al francés).

* Seguidores de Jean Allemane, communard, fundador del Parti Ouvrier Français (P.O.F.) y simpatizante del sindicalismo revolucionario. [N. del t.]

LA PRODUCCIÓN DE LA RUPTURA

Ninguna antología tiene por objetivo exclusivo volver a poner a disposición textos que han dejado de estarlo, y esta antología de Senonevero no es una excepción. No se trata simplemente de sacar del olvido o de dar a conocer a nuevos lectores los análisis que marcaron el final de una época de la lucha de clases. Se trata también y, sobre todo, de mostrar cómo la crítica de estos análisis fundamenta la teoría de la nueva época, iniciada en torno a 1975 con la reestructuración que terminó hacia 1995. En esta presentación, utilizaré los conceptos desarrollados por la revista Théorie Communiste, nacida de esta ruptura posterior a 1968.

Uno de las conquistas de la ruptura atañe a la definición de la teoría. Ésta no es la «verdad» del proceso revolucionario, sino el proceso mismo, que incluye su autocomprensión en el seno de la sucesión determinable y finalmente determinada de los ciclos históricos del capital, que son al mismo tiempo ciclos de acumulación y ciclos de luchas. Esta definición elimina cualquier problemática indeterminista de alternancia potencialmente infinita entre períodos contrarrevolucionarios en los que sólo se podría interpretar el curso de los acontecimientos, y períodos revolucionarios en los que finalmente se podría transformar. Si la producción capitalista es, en tanto explotación, una contradicción en proceso entre clases, la reproducción de la relación de explotación no puede prolongarse de manera infinita. Tras la desaparición, a raíz de la reestructuración, de la autonomía obrera y el objetivo de la emancipación del trabajo, con todos los puntos de fijación que obstaculizaban la valorización intensiva, la contradicción entre las clases se sitúa ahora a nivel de su reproducción, y el final del ciclo actual del capital lleva a la comunización, a la abolición sin transición del capital. La revolución no tiene nada de automática, está por hacer, pero no puede hacerse en cualquier momento o como un «acto libre». Por tanto, no hay que comentar lo que está ocurriendo a la espera de una explosión de «la vida» ni tratar de forzar el movimiento constituyendo un polo «subversivo» en su seno. De las luchas cotidianas a la comunización pasando por la crisis, se trata de comprender el proceso de la revolución al que nos conducen la producción teórica y la simple existencia de la sociedad de clases.

Nuestro objeto no es, por tanto, la revolución en general, sino la revolución que viene, al final del ciclo actual del capital. Se trata de anticiparla de forma cada vez más precisa mediante el análisis concreto de las luchas concretas. La «guerrilla» de nuevo tipo dirigida por Marcos en México, la huelga de 1995 en Francia y la multiplicación de las manifestaciones «antiglobalización» desde Seattle hasta Génova marcaron recientemente la formación del movimiento democrático radical. Su desarrollo significa que la reestructuración está esencialmente terminada, que la lucha de clases se desarrolla ahora sobre otras bases y en el interior de otros límites, y que la revolución vuelve a ser objeto de polémica. De los confusos debates actuales surgen tres preguntas principales. ¿El contenido de la revolución es la reapropiación de la «riqueza» o la abolición del valor? ¿Surge ésta como una superación inmediata de la alienación o se produce como una superación mediada por la crisis de la relación de explotación? ¿Tiene como sujeto a la «multitud» o al proletariado? Estas tres preguntas no son, por supuesto, idénticas a las que se plantearon en el periodo post-68, pero se hacen eco de ellas. La reanudación crítica de las conquistas teóricas del movimiento post-sesentayochista, por tanto, forma parte integral de la autocomprensión del movimiento actual, de las luchas actuales a la comunización.

Para entender los textos que publicamos, hay que situarse primero en el ambiente de la época. Bajo el impulso de la huelga de masas de mayo-junio de 1968, después de que el otoño caliente italiano de 1969 y el levantamiento polaco de diciembre de 1970 sucedieran a la primavera francesa, cabía pensar que al reformismo obrero, al control de los partidos comunistas y de los sindicatos sobre la clase, así como al autobombo publicitario izquierdista, les quedaba ya muy poca cuerda, y que todas esas luchas, aun siendo limitadas, anunciaban un nuevo «asalto proletario» que habría de desembocar a corto plazo en la lucha final. Sin embargo, los límites del «nuevo movimiento» fueron revelándose a medida que se desarrollaban, y hubo que formular preguntas decisivas tanto sobre el balance de las revoluciones pasadas como sobre el análisis de las luchas en curso, las perspectivas de desarrollo del modo de producción capitalista y la concepción general del comunismo. De ahí que «nuestros» textos, producidos por personas procedentes de la ultraizquierda marxista o del anarquismo, vayan más allá de estas dos tendencias radicales del movimiento obrero y fundamenten una verdadera ruptura teórica. Antes de presentar el contenido de esta ruptura, es necesario, por tanto, definir el antiguo contenido de la lucha de clases.

El programa y su crisis

Puesto que toda afirmación del proletariado ha desaparecido con la reestructuración, en la actualidad puede entenderse toda la acción histórica del «viejo movimiento obrero» bajo el concepto de programatismo. Por un lado, bajo la dominación formal del capital, mientras el proceso inmediato de producción no fuera adecuado a la valorización del capital y la reproducción de la fuerza de trabajo no estuviera integrada en el ciclo de éste —e incluso más adelante, durante la primera etapa de la dominación real—, el proletariado conservaba una autonomía, una positividad en el seno de la relación. No se consideraba a sí mismo como no-capital frente al no-trabajo, sino que se afirmaba en sus luchas como la laboriosa y gloriosa clase obrera que, emancipándose de los capitalistas, iba a emancipar a la humanidad. Por otra parte, como el desarrollo de la relación social capitalista —es decir, de la lucha entre sus clases— no llevaba inmediatamente a la abolición del salariado sino a su generalización, el proletariado abstrajo el objetivo final del movimiento e hizo depender la revolución —su toma del poder— de la maduración de las condiciones objetivas (el desarrollo de las fuerzas productivas) y subjetivas (su voluntad y su conciencia de clase).

Así pues, planteó el comunismo como un programa y su plena realización como el término final de una imposible transición: la reanudación y el control proletarios del movimiento del valor, bajo el supuesto de que el sistema salarial se «extinguiría» en cuanto el dinero fuera sustituido por el bono de trabajo. (En efecto, con los bonos, la parte del producto social correspondiente a cada trabajador ya no se fija a priori, sino después de deducir las fracciones de valor necesarias para la inversión y el mantenimiento de los improductivos.) Lo que el movimiento obrero puso así en entredicho no fue el capital como modo de producción, sino solamente la gestión de la producción por la burguesía. Se trataba de que los trabajadores arrancaran el aparato productivo a esta clase parasitaria y destruyeran su Estado para reconstruir otro, dirigido por el partido portador de la conciencia, o que socavaran el poder del Estado burgués organizando ellos mismos la producción en la base, a través del órgano de los sindicatos o de los consejos. Sin embargo, no se trataba ni se trató nunca de abolir la ley del valor: la exigencia de acumular y, por tanto, de reproducir la explotación materializada tanto en la maquinaria, en el capital fijo como capital en sí, como en la existencia necesaria frente a la clase obrera de una clase explotadora, burguesa o burocrática, como agente colectivo de dicha reproducción.

Esta experiencia del fracaso —necesario, pero no reconocido como tal— de las revoluciones proletarias pasadas fue la que heredaron los comunistas en la época de los «gloriosos años treinta». Heredaron, al mismo tiempo, las cuestiones que la contrarrevolución había fijado en la problemática del programa. ¿Qué condiciones faltaban en 1917 en Rusia, en 1918 en Alemania, en 1936 en España: las objetivas o las subjetivas? A partir de 1945, ¿había hallado el capitalismo el camino hacia una acumulación sin crisis? ¿Había «escapado» a las contradicciones de su valorización, o había entrado en «decadencia», es decir, en una prolongada crisis final determinada por su incapacidad de desarrollar las fuerzas productivas y que planteaba la alternativa de la revolución proletaria mundial o la destrucción final de la humanidad? ¿En qué consistía la nueva producción socialista y por qué fases tenía que pasar la famosa «extinción» del valor durante la transición al comunismo?

La fuerza ascendente de la clase, y sobre todo el cambio de contenido de la lucha de clases a finales de la década de 1960, cerró el ciclo abierto en 1918-1919 por la victoria de la contrarrevolución en Rusia y Alemania. Este nuevo curso de las luchas puso a la vez en crisis la teoría-programa del proletariado y toda su problemática. Ya no se trataba de saber si la revolución iba a ser cuestión de los Consejos o del Partido ni de si el proletariado es capaz o no de emanciparse a sí mismo. Con la proliferación de los disturbios en los guetos y las huelgas salvajes, con la revuelta contra el trabajo y la mercancía, el regreso del proletariado al primer plano de la escena histórica marcó, paradójicamente, el final de su afirmación. En el Oeste, ya no tenía un aire tan definitivamente integrado como habían sostenido los intelectuales modernistas. En el Este, volvía a luchar vigorosamente contra la explotación burocrática. Pero ni en el Oeste ni en el Este tendieron los proletarios a construir el poder de los Consejos, que cincuenta años antes había sido la forma más radical y de base de dicha afirmación. En Francia la huelga general salvaje de mayo de 1968 no engendró órganos específicos de gestión obrera. Durante el largo «mayo rampante» italiano, los consejos de fábrica y de zona, si bien pusieron de manifiesto la autoorganización de la clase de cara a sus propios objetivos —como la disminución de las cadencias, la reducción del abanico de categorías salariales o la escala móvil— no tendieron en absoluto a apoderarse del aparato productivo. Ni siquiera la huelga insurreccional polaca de diciembre de 1970 —a diferencia de lo que había sucedido en 1956 en Hungría— mostró una clara tendencia autogestionaria. (véase el análisis en caliente de Socialisme ou Barbarie).

Con el objetivo de la emancipación del trabajo como reapropiación proletaria de las fuerzas productivas y del movimiento del valor, también entró en crisis la idea misma de una naturaleza positivamente revolucionaria del proletariado, y el neoconsejismo situacionista con ella. En efecto, la I.S., a la vez que introdujo en el programa clásico un contenido no programático —la abolición sin transiciones del salariado y, por tanto, de las clases y del Estado— conservó sus formas: las condiciones objetivas y subjetivas de la revolución, el desarrollo de los «medios técnicos» y la búsqueda de su «conciencia» por parte del proletariado, redefinido como la clase casi universal de todos los desposeídos del empleo de su vida. Pese a que no se reconociera, resultaba cada vez más difícil explicar tanto el fracaso de las revoluciones pasadas como los límites del movimiento actual como consecuencia de la no realización de las condiciones, ya que el desenlace que éstas condicionaban —la toma del poder por los productores asociados, la reanudación proletaria del desarrollo capitalista, la transición del poder obrero al comunismo— se presentaba como cada vez más imposible.

La teoría de la «decadencia» del capital se había vuelto igualmente caduca, ya que el desarrollo de las luchas de clases tendía a desobjetivar la «economía», a producirla como apariencia reificada de la autopresuposición del capital. Pero como esta desobjetivación no llegó a término, hasta la abolición del valor, cuajó en forma de ideología subjetivista. Al negar que la clase explotadora fuera forzosamente el agente de la reproducción de la relación de explotación y su polo de subsunción, se tendió a convertir al proletariado en el único factor activo de su desarrollo y, por tanto, de sus crisis. Tal enfoque condujo o bien a un triunfalismo neoprogramático (la autovalorización obrera: cfr. Negri) o, con la descomposición del movimiento, a un derrotismo postprogramático (el abandono de la teoría del proletariado: cfr. Camatte). Ahora bien, frente a la revuelta proletaria, la burguesía organizó una desvalorización provisional, condición de una posterior reanudación de la valorización, mediante la congelación de las inversiones, el recurso masivo al crédito y la inflación, y luego tratando de bloquear los salarios y los precios. El proletariado desarrolló su lucha en el seno de esta desvalorización, multiplicando las huelgas, los sabotajes, los saqueos, incluso huyendo de las ciudades y el trabajo asalariado en favor de la «vida auténtica» de las comunas, dando así a su revuelta la forma de un comunismo utópico. En realidad, aquello no tenía nada de comunizador, pero en todo caso excluía cualquier afirmación dictatorial de la clase y cualquier transición al comunismo, ya fuese bajo la forma consejista o leninista.

En resumidas cuentas, ya no se podía pensar la superación del capital en términos de una «extinción» cualquiera del valor, las clases y el Estado. Grandes masas de gente entendieron intuitivamente que el comunismo no era una nueva organización social ni un nuevo modo de producción, sino la producción de la inmediatez de las relaciones entre individuos singulares, la abolición sin transiciones del capital y de todas las clases, proletariado incluido. Ahora bien, antes de que se produjera una ruptura real en la teoría, la nueva práctica del proletariado tuvo que consumar el bloqueo del sistema de cuestiones del programatismo. La superación del programa, por tanto, pasó primero por una reafirmación de su versión radical original contra los límites de las revoluciones proletarias vencidas, fijados por la contrarrevolución victoriosa bajo la forma del bolchevismo y el reformismo socialdemócrata.

Balance del movimiento obrero

Esta reafirmación radical del programa es muy nítida en el epílogo de Bériou a la reedición de 1973 del libro de Nieuwenhuis, El socialismo en peligro, publicado en 1897. En este epílogo, titulado Théorie révolutionnaire et cycles historiques, Bériou expone una reconstrucción global de la lucha de clases bajo el capital. Para él, entre 1844 y 1848 Marx ya había sentado las bases de la teoría. La época de las revoluciones burguesas había terminado; a través de sus levantamientos en Manchester, Lyon y Silesia, el proletariado se afirma en el escenario histórico. No está separado del Estado, del órgano que materializa la separación del individuo de su comunidad, sino de la vida misma. La revolución cuyo sujeto aspira a ser tiene por objetivo «recrear la comunidad humana». El trabajo teórico-práctico realizado por la Primera Internacional permitió tanto unificar sus diferentes capas y situaciones a escala europea como poner de manifiesto la división entre las fracciones reformista (lasalleana y proudhoniana) y revolucionaria (marxista y bakuninista). Sin embargo, todas estas fracciones convivieron en la misma organización hasta la guerra franco-alemana y la Comuna de París, sin que el conflicto ya palpable entre las dos fracciones radicales llegara a la escisión. Tras el aplastamiento de la Comuna y hasta la fundación de la socialdemocracia alemana, entre 1871 y 1875, Marx extrae al mismo tiempo las lecciones de la primera experiencia de un gobierno obrero revolucionario y las de todo el ciclo abierto por la primera y trágica afirmación autónoma del proletariado en junio de 1848: necesidad de una dictadura de la clase —que en la sociedad capitalista de su tiempo todavía era demasiado débil— como forma política de la transición socialista al comunismo; identidad del partido y de la clase, y por tanto rechazo de principio de cualquier partido formal; destrucción del valor como objetivo final.

Bériou destaca dos puntos fundamentales: 1) la producción de la teoría comunista dentro del movimiento obrero, como autocomprensión del movimiento a través de la mediación de intelectuales que nunca habrían sido revolucionarios de no haber sido educados primero por las luchas obreras; 2) el significado histórico de la oposición entre el partido de Marx y el partido de Bakunin, el primero tendente a sacrificar el objetivo comunista a la necesaria secuencia histórica de mediaciones y el segundo a sacrificar la comprensión del desarrollo histórico de las luchas a la afirmación pura del objetivo comunista. Pero puesto que Bériou reduce la contradicción capital/proletariado a una simple oposición entre la esencia y su autoalienación, entre el ser humano-proletariado y el no-ser humano-capital, no capta que es la afirmación del proletariado, en sus dos términos, anarquista y marxista, la que produce su propia imposibilidad. (Esta afirmación no debe entenderse como un modo de minimizar la importancia de su texto en la producción de la ruptura, sino como una crítica general a la problemática humanista de la autonegación del proletariado, que analizaremos más adelante).

Para Bériou, el movimiento obrero fue el defensor del trabajo y, por tanto, el factor activo e incluso el único factor activo en la transición del capital a la dominación real. Bajo la presión de las reivindicaciones obreras de aumentos salariales y reducción de la jornada laboral, el capital tuvo que revolucionar el proceso de producción inmediato y adecuarlo a su valorización, pasando del modo absoluto de extracción de plusvalor al relativo, de la simple prolongación a la intensificación de la jornada laboral, y a integrar cada vez más la reproducción del proletariado dentro de su propio ciclo. Al mismo tiempo, se convirtió en el único modo de producción, destruyendo, mediante la colonización y la descolonización, los modos de producción precapitalistas.

La socialdemocracia es, pues, a través de la fundación de partidos nacionales primero y de la Segunda Internacional después, la expresión política del movimiento del capital y —de manera muy clara en Alemania— la constitución del proletariado en contra-sociedad alternativa, contra-sociedad cuya organización servirá al capital alemán para reconstruirse tras la Primera Guerra Mundial. Al mismo tiempo, es la agente de una ideologización de la teoría de Marx que considera que la conciencia es externa al ser y lo determina, reduce la crítica de la economía política a su elaboración científica, la dialéctica materialista a una lógica formal que puede aplicarse a cualquier objeto, y sacrifica el objetivo final al movimiento. Sobre la base de esta ideologización socialdemócrata se construyó un poco más tarde la nueva ideología bolchevique, si bien Lenin, al contrario que Kautsky, pretende acelerar el movimiento de la historia.

Desde la escisión de la Primera Internacional hasta la Gran Guerra, el anarquismo fue, por el contrario, el refugio de todos aquellos que no aceptaban ni la integración del movimiento obrero en la reproducción dinámica del capital ni el sacrificio del objetivo final. Los anarco-comunistas atraen a las izquierdas de los partidos socialdemócratas (como los Jungen en Alemania) porque rechazan en bloque todas las mediaciones de la acción revolucionaria de clase: las políticas —el sindicalismo y el parlamentarismo— e incluso la mediación histórica del desarrollo del capital como generador de la necesidad de su abolición. La crítica anarquista de la política es sin duda limitada; a su rechazo del parlamentarismo le subyace la creencia en la democracia directa y a su rechazo del corporativismo sindical la apología de la acción económica. Pero al menos tiene el mérito de existir y permitir un reagrupamiento de los revolucionarios.

Lo que Bériou pierde de vista es el movimiento real del proletariado dentro del desarrollo del capital y, por tanto, la unidad conflictiva de la socialdemocracia y del anarquismo. Aunque no desaparezca con el paso del capital a la dominación real e incluso alcance su apogeo en 1917-1921, la afirmación programática del proletariado tiene sus raíces en la dominación formal, en el ascenso y la organización masiva de la clase entre 1848 y 1914. Mientras el trabajo siga siendo el factor dominante del proceso inmediato de producción y su reproducción no esté integrada en el ciclo propio del capital, el proletariado puede y debe definirse como autónomo en el seno de la relación de explotación. Y seguirá haciéndolo durante la transición a la dominación real, hasta la Gran Guerra, en la medida en que la lenta puesta a punto de la «organización científica del trabajo» y la lenta capitalización de la agricultura no suprimen de golpe su capacidad de autoorganización en y a partir de la fábrica. Sin embargo, debido a que en el seno de esta afirmación y a medida que él mismo es directamente asociado y recompuesto por la clase capitalista, su ascenso contradice su autoorganización y su tendencia a erigirse en clase dominante, produce, por un lado, las mediaciones sindicales y políticas en las que la revolución se pierde y, por otro, la ideología radical de su autonomía invariante, en sus formas anarco-comunista y marxista revolucionaria. La socialdemocracia no es, pues, una corriente del movimiento obrero, sino la expresión concentrada de toda una época de la lucha de clases.

La perspectiva comunista se mantiene, desde luego, entre sus críticos: del lado anarquista, en los reiterados pronunciamientos de Malatesta a favor de la abolición del valor, y del lado «marxista», en la definición de la fase superior de la nueva sociedad como el reino de la abundancia y la libertad en la Crítica del programa de Gotha. No obstante, se trata precisamente de una mera perspectiva. Y Marx no se priva de recordarnos que, mientras aguardamos esta mirífica realización del programa, hemos de seguir distinguiendo la actividad social productiva de la actividad reproductiva individual, el trabajo obligatorio de la simple manifestación de sí, y hemos de seguir midiendo el valor de los productos por el tiempo de trabajo social medio. La imposibilidad de la abolición inmediata del valor se expresa entonces bajo la forma de la escisión entre marxistas y anarquistas, se desarrolla como ascenso del proletariado, que implica su integración a través de sus huelgas, disturbios y conquistas sociales, y corresponde sólo a la época posterior entender y decir que era imposible.

Después de haber expuesto el paso del capital a la dominación real, Bériou no analiza realmente esta segunda y última fase histórica del modo de producción capitalista, sino que presenta sus conclusiones. 1) El movimiento comunista nace y muere con el capital, lo que significa, por un lado, que no existe ningún movimiento portador de la comunización del mundo antes de la instauración del capitalismo y, por otro, que no existe transición socialista al comunismo, que el comunismo es la abolición inmediata de las relaciones de producción capitalistas. 2) Los momentos de reanudación revolucionaria (1905, 1917, 1968) son momentos de reanudación teórica: la reaparición del movimiento práctico permite acabar con la abstracción de la meta y la teoría comunista vuelve a desarrollarse como teoría del movimiento real. 3) El anarquismo fue la ideologización del rechazo proletario de la política, al igual que el marxismo socialdemócrata o bolchevique fue la ideologización de la teoría de Marx. 4) Con la liquidación de la política por parte del capital cuando accede al dominio real sobre la sociedad, la crítica anarquista de la política puede ser integrada en la teoría comunista: la autonegación del proletariado será al mismo tiempo la destrucción de todos los rackets políticos, unidos en la contrarrevolución capitalista.

Con este texto tenemos una visión de conjunto coherente del «viejo movimiento obrero» desde la perspectiva de la autonegación del proletariado. Sin embargo, debemos entrar un poco más en detalle, porque el desarrollo de un neoleninismo sobre la base de la agitación estudiantil y el nuevo curso de las luchas obreras reactivó después de 1968 el análisis de las revoluciones rusa y alemana.

En lo que respecta a Rusia, la cuestión ya no es tanto —como afirma Pouvoir Ouvrier en « Le trotskisme et l’URSS »— la de la naturaleza capitalista o no del régimen surgido de la revolución. Pouvoir Ouvrier, grupo procedente de una escisión de Socialisme ou Barbarie, muestra que no se ha abolido allí ni el trabajo asalariado ni el intercambio mercantil. La burocracia, que posee colectivamente el capital (en forma de medios de producción, mercancías y dinero) explota al proletariado, que vende su fuerza de trabajo a cambio de un salario. Las relaciones de producción son capitalistas, aunque la estatificación del capital y la planificación modifiquen el funcionamiento de la ley del valor. El Estado —en sus tres funciones de planificación, ideología y coacción— organiza la explotación; por tanto, no puede ser defendido como un «Estado obrero degenerado» a la manera hipócrita de los trotskistas. Por último, la desestalinización de Jruschov no abolió, y ni siquiera reformó realmente, la explotación burocrática, cuya baja productividad hace dudar de la capacidad de la zona oriental del capital para «alcanzar y superar» a Occidente. (El texto de Pouvoir Ouvrier no hace alusión alguna a China, pero teniendo en cuenta las diferencias de desarrollo de los dos países y la rivalidad de ambas burocracias, podría hacerse una demostración muy parecida a propósito del régimen surgido de la revolución china).

Dado que esta cuestión se considera zanjada por todos los que se definen como comunistas y se oponen tanto al partido estalinista como a sus hermanos enemigos trotskistas o maoístas, el debate versa más bien sobre la formación y la superación del leninismo. Y la doctrina de Lenin es criticada en «nuestros» textos tanto como incomprensión de los fundamentos de la teoría comunista, como ideología específica de la revolución burguesa en Rusia y, en su versión moderna, como nueva ideología de un movimiento estudiantil preocupado por la creciente proletarización del trabajo intelectual. Ahora bien, dentro de la especificidad real de las «condiciones» rusas (atraso económico y político, debilidad del proletariado y de las fuerzas productivas, etc.), sus autores no logran reconocer el carácter «normal» o programático de la revolución de 1917. No ven que no sólo fue una revolución burguesa tendente a liquidar el absolutismo, sino también una revolución proletaria tendente a emancipar al trabajo, y en este sentido se ajusta al esquema general del programa. Tampoco ven que la contrarrevolución implícita en la toma del poder por los bolcheviques se instaló sobre los límites internos de esta doble revolución. La problemática de la doble revolución no es, por lo demás, una invención de Lenin o Trotsky, sino la problemática de los propios Marx y Engels en 1848-1849: cfr. la colección de La Nueva Gaceta Renana.

Los dos epílogos al texto de Kautsky, Las tres fuentes del marxismo, ponen en entredicho la interpretación leninista de la teoría de Marx. En su contribución, El «renegado» Kautsky y su discípulo Lenin1, Barrot (Dauvé) muestra que la ruptura del discípulo con el maestro fue tardía y superficial, y que Lenin no vio la «degeneración» de la socialdemocracia alemana antes de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, la «degeneración» de la organización no explica el reformismo obrero; no hace sino oponer la norma del programa al curso de la historia. Dauvé también demuestra que Lenin sólo pudo conducir a su partido a la victoria en octubre de 1917 siendo infiel tanto a Kautsky como al Lenin del ¿Qué hacer? Tuvo que adaptar constantemente la «línea justa» del partido a los movimientos espontáneos de las masas, que a menudo estaban «cien veces más a la izquierda», lo que arruina el mito leninista del Partido genial dirigido por un Jefe genial. Al recordar a continuación que el bolchevismo sólo ha arraigado en países en los que la burguesía era demasiado débil para desarrollar el capital, Dauvé concluye que, desaparecidas ya estas condiciones, el neoleninismo de 1968 sólo puede unir a «intelectuales mediocres y obreros mediocremente revolucionarios».

En Ideología y lucha de clases, Guillaume plantea el problema en su generalidad. Desde que Lenin negó en ¿Qué hacer? la capacidad de la clase obrera, abandonada a sus propias fuerzas, de elevarse por encima de una conciencia puramente sindical, se trata de saber si tiene o no la voluntad y la capacidad de realizar la comunidad humana. Los límites del análisis son claros: se trata de saber si quiere y puede reconciliarse con su naturaleza revolucionaria, de la que la contrarrevolución, por desgracia, la ha separado. Dentro de estos límites, el interés del texto de Guillaume reside en mostrar que fueron las huelgas y las revueltas obreras las que primero llamaron la atención de los «pensadores» sobre la «irracionalidad» del capitalismo y que fue el comunismo espontáneo, humanista y utópico de las primeras organizaciones obreras el que obligó a Marx a elaborar una teoría comunista basada en el desarrollo contradictorio del capital. Corolario: toda teoría que pierde la comprensión del movimiento real se convierte en ideología: es el caso del marxismo de Kautsky y también, de una manera más agresiva, del de Lenin. La ilusión de Kautsky consiste en concebir la síntesis teoría-práctica como un movimiento del pensamiento, cuando sólo puede ser la actividad crítico-práctica de la revolución, de la que no quiere saber nada. La ilusión de Lenin consiste en considerar la práctica revolucionaria como una actividad del Partido portador de la Conciencia y reducir su crítica del reformismo a la defensa del «verdadero» marxismo contra los «socialtraidores».

El leninismo es criticado a continuación como ideología específica de la revolución burguesa en Rusia, en un texto de Authier titulado Les debuts du mouvement ouvrier en Russie, prólogo a la reedición del Informe de la delegación siberiana presentado por Trotsky en el Segundo Congreso del Partido Socialdemócrata Ruso en 1903. Authier muestra que, en vísperas de la primera revolución, el debate sobre la finalidad del movimiento se convierte en un debate sobre su organización formal y que la necesidad de organización se convierte en fetichismo del partido. En realidad, la tendencia a la centralización es la del propio movimiento, pero como en las condiciones políticas rusas ésta sólo puede producirse desde el exterior, en el medio de los exiliados, prevalece la concepción de Lenin, lo que acarrea la escisión entre bolcheviques y mencheviques. Las críticas formuladas por el entonces menchevique Trotsky al «robespierrismo» de Lenin son similares a las realizadas en la misma época por Luxemburgo contra los «jacobinos de San Petersburgo». Trotsky muestra que no se puede imponer la centralización al partido sin oponer a éste al movimiento de la clase, que primero debe desarrollar espontáneamente su realidad antes de fijarla como principio organizativo. Otro menchevique, Axelrod, explica la función histórica de la centralización leninista: la revolución que se avecina en Rusia es una revolución burguesa, que tiende a liquidar el absolutismo, y el partido bolchevique se presenta como su fuerza dirigente en lugar de la burguesía desfalleciente. (Authier no lo dice, pero en Bilan et perspectives se explica detalladamente el proceso de este «desfallecimiento». El régimen zarista sólo pudo impulsar la acumulación primitiva agravando la dependencia del país respecto al capital occidental, hundiendo así en la impotencia a la embrionaria burguesía nacional.) Sin embargo, Axelrod, al igual que Trotsky y todos los revolucionarios rusos, pasan por alto lo esencial: el contenido de la revolución, la abolición del capital. Trotsky se unió finalmente a Lenin y a los bolcheviques en 1917, poniéndose así a la cabeza de un movimiento que iba a desembocar en la generalización de la explotación capitalista en Rusia. Con su teoría de la revolución permanente —de la liquidación del absolutismo a la construcción del socialismo mediante la extensión mundial, o al menos europea, de la revolución rusa— produjo la ideología necesaria para la realización de una revolución burguesa.

Cabe apreciar la utilidad de la demostración de Authier, más allá de la crítica del leninismo histórico. Explica, en primer lugar, por qué la teoría de la revolución permanente sobrevivió a Trotsky y a la revolución rusa, y cómo la noción de bloque obrero-campesino permite sellar ideológicamente la alianza entre los explotados de los países subdesarrollados y las capas pequeñoburguesas que tratan de impulsar allí un desarrollo autocentrado del capital. También explica por qué —cincuenta años después de que los bolcheviques tomaran el poder y veinte años después de que lo hicieran sus émulos chinos— en los países donde el capital está plenamente desarrollado, la reanudación de la concepción bolchevique de la revolución por parte de los neoleninistas sesentayochistas significa que no entienden lo que está pasando. Pero, por un lado, su definición del neoleninismo sesentayochista como repetición en clave de farsa del leninismo histórico es reductora; no explica la actividad real de los militantes izquierdistas en las luchas ni que nuevos temas, como los de la crítica de la vida cotidiana, se mezclen con los del leninismo clásico, sobre todo en la corriente Mao Spontex; por otra, su conclusión de que los problemas de la próxima revolución serán «el aplastamiento físico inmediato de las fuerzas reaccionarias» y «la destrucción de la economía capitalista y de toda economía» no lleva a término la crítica de la perspectiva programática. Siempre se da, en efecto, la disyunción —típica del programa—entre los medios y el fin, entre la victoria previa de las fuerzas revolucionarias y la abolición ulterior de la ley del valor.

Frente a los neoleninistas, más o menos divergentes del modelo bolchevique inicial, hay neoconsejistas que parecen un poco próximos al movimiento y a la ideología autogestionaria que se está formando sobre sus límites, pero que no pueden escapar a una confrontación con su propio pasado. A este respecto, el texto de 1938 de Canne-Meijer, Le mouvement des conseils en Allemagne, reproducido en 1965 por el grupo organizado en torno a la revista Informations et correspondance ouvrières (I.C.O.), pone de manifiesto el punto muerto del consejismo. Canne-Meijer imputa el fracaso del movimiento al dominio de las ideas tradicionales sobre la clase obrera y a las maniobras de los socialdemócratas y los bolcheviques alemanes, lo cual no explica nada, pero evita que se cuestionen los presupuestos gestionarios de la teoría. Y el texto concluye, lógicamente, recordando los principios de la transición formulados por Marx en la Crítica del programa de Gotha: la producción y la distribución «comunistas», ¡serán reguladas por el tiempo de trabajo promedio! Esta concepción del comunismo, ya insatisfactoria durante los años 30 y criticada en su fondo por la I.S. durante los años 60, se vuelve indefendible después de 1968.

La huelga general de mayo no creó órganos específicos que se asemejaran ni de lejos a la mítica «forma finalmente hallada de la emancipación del proletariado»: no creó ni órganos comunales ni órganos de empresa de su dictadura. Además, las huelgas salvajes —a veces sin reivindicaciones— que se multiplicaron en Estados Unidos y Europa occidental no mostraron una tendencia clara de los trabajadores a hacerse cargo de la producción. No obstante, los consejistas continuaron oponiendo la gestión obrera a la gestión capitalista, sin preguntarse si estas dos formas tan aparentemente opuestas no tendrían en realidad el mismo contenido: la no abolición del trabajo asalariado, del intercambio y de la mediación política, es decir, la reproducción de la relación de explotación. Para ellos, la autonomía de las luchas obreras, la autoorganización de los trabajadores al margen de los sindicatos y contra ellos, constituía el criterio suficiente para decidir si las luchas iban o no por el buen camino: el de arrancar el aparato productivo de manos de la clase capitalista e instituir la gestión obrera mediante la construcción del poder internacional de los Consejos. Así pues, fue preciso replantear todas estas cuestiones de raíz. Dos textos llevan a cabo este trabajo: uno firmado por Barrot (Dauvé), Leninismo y ultraizquierda: contribución a la crítica de la ideología de ultraizquierda, publicado por primera vez con vistas a una conferencia de I.C.O. en 1969, y otro, firmado por Nashua (Guillaume), Perspectives sur les conseils, la gauche allemande, et la gestion ouvrière, que es la transcripción de una presentación realizada en 1974.

En Contribución a la crítica de la ideología de ultraizquierda no se analiza el movimiento consejista, sino la ideología consejista constituida. El texto define acertadamente a la ultraizquierda como la expresión orgánica de un movimiento proletario que, de 1917 a 1921, convulsionó al capitalismo europeo sin destruirlo. La ideología consejista sólo se formó con la liquidación del movimiento obrero revolucionario durante los años 30, sobre la base de los límites no reconocidos del movimiento y en oposición tanto a la izquierda bordiguista como al bolchevismo. Según Dauvé, la concepción consejista de la revolución, tanto por su formalismo organizativo como por su incomprensión del contenido de la revolución, no es más que la inversión de la concepción bolchevique. Efectivamente, hay una inversión, pero él no dice por qué. En lo que se refiere a la organización, Pannekoek y todos los teóricos de referencia de la ultraizquierda habían sustituido el encuadramiento del proletariado por el partido por la autoeducación del proletariado mediante la lucha histórica, reduciendo así el proceso de caducidad del valor —la contradicción en proceso que constituye el desarrollo del capital— a una acumulación de experiencias del proletariado, que se aproximaría así, unas veces a pequeños pasos y otras a grandes zancadas, a su presunta esencia revolucionaria. Pese a la constante oposición de los consejistas a la concepción leninista del partido, su perspectiva seguía siendo igualmente programática, ya que siempre contenía una naturaleza revolucionaria del proletariado y una reanudación proletaria del desarrollo y las categorías del capital. Dauvé dice, con razón, que no hay que separar las luchas cotidianas de la revolución ni a los obreros de los revolucionarios, pero no ve que, en su concepción aún programática de la revolución, esa separación se mantiene. En efecto, si, retomando la problemática fórmula de Marx, se afirma que «el proletariado es revolucionario o no es nada», si se distingue y se opone, por tanto, al proletariado, que se manifiesta sólo en los momentos de posible ruptura, a la fuerza de trabajo o clase obrera, normalmente sometida al capital, los revolucionarios no pueden ser más que los «educadores» necesariamente exteriores a la clase. Y ello no sólo «cuando el capital hace funcionar la sociedad y reina como amo», sino también «en una situación de ruptura del equilibrio social», ya que, en esta concepción de la revolución como acumulación de experiencias de la clase, la revolución nunca es sino una posibilidad, y siempre es necesario intervenir para ayudar al proletariado a dar el «salto» hacia la Libertad. En cuanto al problema del contenido de la revolución, Dauvé también muestra que no se trata de oponer la gestión obrera a la gestión burocrática, sino de atacar, en cuanto hayan sido aplastadas las fuerzas de la contrarrevolución, las relaciones de producción capitalistas: el trabajo asalariado, el intercambio de mercancías, la división en sectores y empresas. Pero para él esto no significa en absoluto que se pueda evitar pasar por un periodo de transición: «el valor de cambio no será abolido de la noche a la mañana, sino que se marchitará lentamente». Las condiciones objetivas de la abolición del capital están ya reunidas, las fuerzas productivas están ya más que suficientemente desarrolladas, pero sigue existiendo, tanto para Dauvé como para los consejistas, una distinción entre revolución y comunización, porque la revolución no es el simple producto del desarrollo de la contradicción. Sigue siendo, en última instancia, una afirmación subjetiva de la esencia revolucionaria de la clase o un salto del proletariado fuera de su existencia en el capital. La cuestión, nunca resuelta porque es insoluble, en tal caso, es saber cuál es esa esencia que se distingue de la situación de clase.

Perspectives sur les conseils aborda la cuestión bajo un ángulo más histórico. La constitución del proletariado en consejos demuestra que el proletariado se organiza de forma autónoma con vistas a sus propios objetivos. Eso no nos dice nada sobre la naturaleza de tales objetivos ni sobre las divisiones que pueden surgir dentro de la clase. En 1918-1921, en Alemania, el movimiento que derrocó a la monarquía y llevó al poder a la socialdemocracia fue algo más que una resistencia obrera a la prolongación de la guerra y a la desastrosa paz de Versalles. Fue una tentativa de las minorías revolucionarias, unas veces impulsadas y otras rechazadas por las masas reformistas, de arrebatar a la burguesía los medios de producción y el poder. Ahora bien, el llamamiento de estas minorías a abandonar los sindicatos, si bien permitió a los radicales reagruparse para actuar en los sindicatos de empresa antisindicales (A.A.U.) y en el partido obrero consejista (el K.A.P.), no les indicó ningún objetivo comunista. Y si hubo aquí y allá expropiaciones limitadas para asegurar la supervivencia y el armamento de los obreros, jamás se planteó el problema de la abolición del trabajo asalariado, del intercambio y de todo Estado. En 1968, en Francia, un movimiento más concentrado, pero mucho menos violento, lo impugnó todo sin ir más allá de la reivindicación del «poder para los trabajadores». Reaparecieron las viejas consignas de la gestión obrera, mezcladas con las más modernas de los situs, que exaltaban a la vez el poder obrero y el rechazo al trabajo. Las huelgas salvajes se multiplicaron a continuación en varios países desarrollados. Pero la tendencia gestionaria de otras huelgas, éstas ya bien encuadradas por los sindicatos, como la de Lip, demuestra la necesidad de clarificar el contenido de la revolución. La propaganda autogestionaria o consejista está más desfasada que nunca. La comunización no será cosa de un solo día, pero desde el principio será preciso tomar «medidas comunistas irreversibles». Y Guillaume concluye: lo que se trata de destruir es la economía; la autogestión reúne a todos los trabajadores como asalariados y reproduce, por tanto, todas las categorías del capital. Éste está materializado en las estructuras de la maquinaria y del hábitat, en la familia nuclear, etc. La autogestión generalizada significaría, por tanto, una aceptación generalizada del capitalismo. La próxima contrarrevolución será autogestionaria; unirá a los sindicatos, a la izquierda modernista y a la fracción ilustrada de la patronal. Por tanto, es necesario explicar sin cesar que el comunismo no es el capitalismo sin sus «lados malos», el salariado con salarios iguales o la producción mercantil planificada por los consejos. Hay que dejar a la burguesía la responsabilidad de gestionar la sociedad, y al proletariado la de destruirla. Conclusión muy justa, pero la prudente fórmula acerca de la imposibilidad de hacerlo todo en un solo día disimula una reserva programática, que converge con la afirmación explícita de Dauvé acerca de la necesidad de un periodo de transición. En realidad, el hecho de que las primeras medidas comunizadoras no puedan tener una eficacia definitiva no fundamenta la necesidad de transición alguna. Los límites de la revolución suscitan forzosamente una poderosa contrarrevolución que la obliga a llegar a término superándolos.

El texto publicado en 1970 por el grupo Archinoir, Luttes des classes et mouvement révolutionnaire, nos permite pasar del balance del «viejo movimiento obrero» a la teoría del «nuevo movimiento». Muestra que hay que comprender todas las luchas posteriores a 1968 a dos niveles: como momentos de la reproducción o modernización del capital y como momentos de la ruptura comunizadora futura. El proletariado —es decir, no sólo los obreros, sino también la mayoría de los intelectuales y de los campesinos, en definitiva, todas las capas de la población que están o van a estar más o menos proletarizadas— no es revolucionario por naturaleza. O, al menos, su naturaleza revolucionaria sólo se manifiesta mediante una actividad de ruptura que sólo puede ser, de entrada, la de determinadas fracciones de la clase, que rechazan la perspectiva de la autogestión y el encuadramiento político-sindical que implica. No se trata de autogestionar las fábricas, las facultades o la tierra, sino de acabar con el trabajo alienado y con toda la sociedad que se reproduce sobre esa base, de partir de los deseos sociales de todos los que quieren luchar por cambiar la vida. Para ello, es necesario que los grupos revolucionarios autónomos se federen en redes a fin de insertarse mejor en las luchas y vincular mejor entre sí los «momentos subversivos» que se van acumulando.

El análisis de las luchas en curso

Una vez realizado este balance, el problema de la revolución después de 1968 puede desglosarse en tres series de preguntas: 1) ¿Qué hay de nuevo en las luchas? ¿En qué sentido se trata de algo realmente nuevo? 2) ¿En qué sentido vuelve a ser posible la realización del programa o la «perspectiva» comunista? 3) Por último, y como pregunta tácita incluida en la anterior, y que no es inmediatamente planteable: ¿cabe hablar todavía de un programa o de una perspectiva comunista cuando se multiplican los signos de que el movimiento real del proletariado ya no tiende en absoluto a la emancipación del trabajo?

En un texto titulado «La lucha de clases y sus aspectos más característicos en los últimos años: resurgimiento de la perspectiva comunista»2 (n°1, mayo de 1972), Le Mouvement Communiste parte de la constatación de que la gran huelga de mayo de 1968 no produjo ningún órgano específico. Esto significa que el proletariado ya no establece objetivos intermedios entre sus luchas inmediatas y la revolución y que es el poder quien quiere y debe reformar. El período posterior a mayo estuvo marcado por la multiplicación de huelgas salvajes y disturbios en Europa y la experiencia vivida de todas estas luchas anuncia la crisis total del valor. Por supuesto, las luchas todavía tienden a reivindicar la «democracia obrera», pero la fusión de los órganos obreros y burgueses del capital hace necesaria la ruptura proletaria, es decir, comunista. Los grupos en ruptura con el capital se situarán fuera de las fábricas en las que se organiza la contrarrevolución autogestionaria o serán aplastados dentro de ellas. Las luchas serán cada vez más irrecuperables y se decantarán por el sabotaje sistemático o sólo servirán para modernizar la opresión capitalista. En todo caso no existe movimiento comunista al margen de estas manifestaciones violentas de lo humano en el rechazo del trabajo.

En el número 1, la «perspectiva» comunista no se define realmente. Se define en el n° 2, en Capitalismo y comunismo3, donde se disuelve el movimiento histórico específico del capital en todo el desarrollo de las sociedades de clase, desde el «comunismo primitivo» hasta la (re)constitución de la comunidad humana; pero esta definición no resuelve el problema de la revolución en la nueva época. En efecto, quien dice «perspectiva» dice punto de vista absoluto, y dice teoría estancada en las cuestiones de otra época y convertida en ideología. Se puede muy bien volver a Marx y romper con el formalismo de Lenin y Pannekoek, pero un retorno demasiado acrítico no soluciona nada. Si el comunismo «no es un programa a realizar», y tampoco existe ya desde ahora como sociedad ya «presente» sino como una «tarea que preparar», y si la preparación de la revolución pasa por «estrechar lazos» entre individuos y grupos revolucionarios, se construye un partido formal vergonzoso, cuyos miembros, ahora autónomos, se dedican a «presentar el programa y permitir que el comunismo teórico desempeñe su papel práctico». En esta contradicción formal entre el rechazo retórico inicial del programa y su reafirmación final, se manifiesta la confusión post-sesentayochista, compartida por todas las revistas comunistas, entre la crisis mortal de la afirmación del proletariado y su autoabolición. Si el comunismo todavía se plantea como un programa a realizar —lo que implica la construcción de un partido que no es ni puede ser inmediatamente el movimiento comunizador— es porque el final de la afirmación del proletariado había coincidido paradójicamente con su retorno al primer plano de la historia.

La problemática del texto sigue siendo, pues, programática, pero hay dos puntos de ruptura con el programa. Por una parte, Le Mouvement Communiste rechaza toda apología del proletariado «tal cual es», es decir, toda política de defensa de la condición obrera, incluso bajo una forma izquierdista dura; por otra, afirma que el comunismo no es el dominio proletario del desarrollo capitalista, sino la supresión del salariado, del intercambio y del Estado, la supresión de todas las clases. La ruptura inconclusa, sin embargo, conserva muchos rasgos del programa: la teleología (ya que es el Fin, la Idea del comunismo, lo que determina todo el movimiento: la realización del programa, el esfuerzo, la tarea); la transición (ya que la comunización no se concibe francamente como la abolición inmediata de las relaciones capitalistas); el objetivismo (ya que el desarrollo del capital está separado de la lucha de clases o sólo está ligado a ella de manera externa, por lo que no hay identidad entre ciclos de acumulación y ciclos de luchas). El humanismo de esta concepción no es ya, desde luego, el del «viejo movimiento obrero» (porque ya no está ligado al ser productivo del proletariado), pero representa un nuevo obstáculo teórico (porque define la revolución como un acto libre o un salto en el vacío, a través del cual el proletariado, unificándose, «se convierte en la humanidad»). En esta perspectiva, el capital no es definido como el modo de producción que por primera vez imprime un rumbo determinado a la historia produciendo a través de la sucesión determinada de sus ciclos la necesidad de su abolición. No es más que el último avatar de la alienación «natural» de la esencia humana, lo que define al proletariado como el último avatar de dicha esencia, pero en su positividad.

Le Mouvement Communiste no es la única revista que en aquel entonces busca un resultado teórico en el humanismo radical de los Manuscritos de 1844: en todos ellas, el eje en torno al cual se mueve todo es el ser humano. Antes de 1848, cuando el desarrollo capitalista apenas había comenzado en Europa, todos los revolucionarios —empezando por Marx y Bakunin— consideraron al modo de producción capitalista y, por tanto, al proletariado, como la pura descomposición de la vieja sociedad burguesa, como un simple período de transición que no podía «arraigar» como modo de producción. Después de 1968, cuando el capital domina realmente el trabajo y la sociedad, pero debido a que la crisis del régimen de explotación fordista reactiva por un instante la afirmación del proletariado, no se podía superar el programa antes de intentar reafirmarlo en una versión «mutante», que es precisamente la afirmación de la clase como su autonegación. Y es a través de este rodeo que nos topamos con el humanismo anterior a 1848.

Esta problemática está muy presente en el texto de Intervention Communiste, también publicado en 1972, titulado « La galerie des glaces ». Partiendo de una definición de la alienación como la no-inmediatez social de los individuos, el texto desarrolla la «negatividad del hombre total». Intenta, sin duda, articular humanidad y proletariado, alienación y explotación, separación de la vida individual y genérica y contradicción entre las clases, pero fracasa. En efecto, no se puede desarrollar la negatividad de un concepto como la humanidad, rebosante de positividad. La separación capitalista entre los productores y los medios de producción y la creciente oposición entre el carácter social del trabajo y la apropiación privativa del producto no engendra una contradicción histórica entre las clases que sea portadora de la abolición revolucionaria de todas las clases. Ciertamente, estamos ante un antagonismo entre explotadores y explotados, ya que, a través de la tasa de ganancia promedio, es toda la burguesía la que explota en bloque al proletariado. Sin embargo, dado que la reproducción de estos intereses opuestos no se plantea, para el polo del capital que constituye el agente general de la reproducción, como algo opuesto a sus propios objetivos y a su propia reproducción, la relación no es contradictoria y por tanto no es portadora de su superación. Sin embargo, la conclusión es triunfante: como clase absolutamente alienada, el proletariado es la clase absolutamente revolucionaria, el sujeto-objeto de la historia o la conciencia de sí adecuada, que va a «realizar» lo absoluto. Sigue siendo una superación formal, contenida en la inmediatez del Concepto, como en Hegel, pero no es indiferente que Intervention Communiste hable del proletariado como clase y no plantee, como Négation, la alternativa imposible: abolición del capital o destrucción de la humanidad.

La influencia del joven Marx es aún más palpable en el estimulante manifiesto de Négation publicado en 1972, El proletariado como destructor del trabajo4. Sin embargo, la construcción especulativa se realiza sobre la base de una crítica histórica inspirada en dos de los principales textos del Marx de la madurez, hasta entonces inéditos, los Grundrisse y el Capítulo VIº de El Capital, cuya publicación fue un acontecimiento para todo el «medio» teórico. Aquí se desarrollan dos puntos de ruptura con el programa. Por un lado, en el modo de producción capitalista regulado por el valor, el trabajo es esencialmente alienado: no puede, por tanto, ser emancipado. La producción capitalista es la unidad inmediata del proceso de trabajo (que genera valores de uso) y del proceso de producción (que asegura la valorización del capital). En esta unidad, el primer proceso es sólo un medio para el segundo, cuya reproducción ampliada implica el paso a la dominación real del capital. La autonomía obrera arraigada en la época de la dominación formal queda, pues, condenada históricamente y con ella toda confusión entre la autoorganización y la autoabolición del proletariado. Por otro lado, la época de la dominación real es aquella en la que el trabajo está completamente subsumido bajo el capital, en la que se destruyen todos los modos o sectores de producción precapitalistas, en la que toda la sociedad está dominada por los procesos de producción, el dinero, las mercancías y las relaciones humanas del capital. Es lo que Négation, recogiendo una expresión de Camatte, llama la comunidad material del capital. El proletariado, única clase universal de la historia porque resume en su propia existencia toda la historia de la alienación, debe, por tanto, tomar partido por su propia negación y no plantear la revolución como su propio triunfo en tanto clase.

Con esta disolución de la contradicción en proceso que es el capital en la historia de todas las sociedades de clase caemos en la especulación y reaparece bajo el comunista Marx el teólogo Hegel (volvemos a encontrar aquí la construcción de Capitalismo y comunismo, que es más o menos la de todas las revistas que entonces intentaban superar el programa). La humanidad —alias el proletariado— no puede permanecer en la indeterminación o la inmediatez del ser, ya que el ser es entonces idéntico a la nada. Por tanto, primero se alienó en la historia para «dotarse de realidad», en este caso el movimiento del valor que culmina en el capital. Sin embargo, en el seno de la dominación formal la alienación aún no se había consumado. Se consuma con el paso a la dominación real, y este primer momento corresponde a la primera parte del texto, al ascenso especulativo a las «cumbres de la prehistoria». Después, una vez alcanzadas las cumbres con la dominación real del capital y definida su victoria como la generalización del proletariado y la formación de la comunidad material, hay que volver a bajar y producir la superación comunista. Ahora bien, como durante el ascenso se ha perdido la contradicción constituida por la explotación, como ya sólo queda la alienación materializada en el proceso de producción inmediato, en el intercambio espectacular de las mercancías y en la descomposición de las grandes mediaciones políticas en puros rackets, el descenso resulta forzosamente muy problemático. En el texto esto se traduce en la alternativa imposible que plantea el título de la segunda parte «¿Hacia el fin de la prehistoria de la humanidad o hacia el fin de la humanidad?» y en la conclusión furiosamente hegeliana: «La comunidad humana optará por sí misma porque no puede producirse conscientemente más que a sí misma».

El editorial del único número de Le Voyou, «órgano de provocación y de afirmación comunista» (también redactado en 1973 por miembros de Négation, de acuerdo con el grupo organizado en torno a Intervention Communiste) se sitúa en la misma vena humanista. Afirma la necesidad de un órgano de agitación, porque el «mito» reformista se está derrumbando y el acervo teórico del período post-68 comienza a actualizarse en las luchas. Sin embargo, como los movimientos en declive comienzan a negociar y la necesidad del comunismo se limita todavía a unos pocos disturbios en los guetos y a huelgas salvajes, la provocación voyou («golfa») no se ha disuelto aún en la afirmación comunista. Hay que evitar caer en el cotidianismo5 y la militancia diaria difundidos por Libération. La permanencia de la información y la intervención no es más que la permanencia de la contrarrevolución. Este doble rechazo del cotidianismo y de la militancia excluye cualquier formalismo basado en el estrechamiento de lazos. La frecuencia y la forma de la «intervención» de los comunistas estarán determinadas por su participación en las luchas. Pero si la humanidad proletarizada no destruye al capital, será el capital el que destruya a la humanidad.

Más adelante, en el análisis de los textos de Invariance, mostraremos cómo esta búsqueda de una salida en un humanismo radical que entronca con el del joven Marx está ligada a una incomprensión de los límites de la crítica de la economía política por parte del viejo. Pero es necesario mostrar ahora por qué esta evolución, que había comenzado antes, se acelera después de 1968, y precisamente por parte de Invariance. Debido a que, en su nuevo «asalto», el proletariado no tiende a gestionar la sociedad capitalista ni a «tomar medidas comunistas irreversibles», las revistas comunistas van en busca de un nuevo proceso y de un nuevo sujeto revolucionario. Dado que la situación era paradójica en la práctica, engendró una teoría paradójica: un neoprogramatismo imposible en el que se suponía que la revolución se llevaría a cabo en dos etapas. En un primer momento, el proletariado —encarnación negativa de la humanidad comunista futura— se separa de la clase obrera, que no es más que la fracción variable del capital e incluso, en última instancia, una clase contrarrevolucionaria. En tanto negación de la humanidad, el proletariado sólo puede comenzar a atacar las relaciones sociales capitalistas; no puede fundar la comunidad humana. Por tanto, será preciso que, en una segunda etapa, en el transcurso de la crisis, se forme a partir de esta clase aún limitada y particular una «clase universal» idéntica a la humanidad que sea, por tanto y por fin, positivamente comunista. El problema de esta «solución» es que agregar un paso suplementario entre la crisis revolucionaria y su desenlace no nos saca del impasse del programa. Nos encierra en él a través del rodeo de una sobrepuja especulativa.

Sin embargo, las huelgas salvajes en las fábricas y los motines de los proletarios excluidos del proceso de producción inmediato plantean el problema concreto de la revuelta contra el capital, es decir, el de los límites de esa revuelta, que se extiende sin comprometer la reproducción del sistema. Al mismo tiempo, puesto que se empieza a dudar de la utilidad de una simple reafirmación del programa, hay que interrogarse sobre el contenido y la forma de la intervención comunista y, por tanto, sobre la naturaleza y la función de la teoría. La cuestión reprimida por la afirmación de que «la perspectiva comunista reaparece» remite a un proceso revolucionario que ya no es programático en su contenido, es decir, que ya no es una realización leninista o consejista de la dictadura del proletariado, aunque este contenido siga pensándose dentro de las formas del programa (condiciones objetivas y subjetivas de la revolución, desbordamiento de las luchas en curso hacia la lucha final). En este marco «mutante» se realiza el análisis concreto de las luchas concretas, y ante todo el de las luchas que se desarrollan en los lugares de producción, expuesto en cinco textos de nuestra antología; marco «mutante», porque el rechazo obrero del trabajo no puede ser reconocido, en general, como un signo del fin de la afirmación de clase, sino que tiene que ser reinterpretado a toda costa como una protesta contra la inhumanidad de la organización patronal del trabajo. E incluso cuando se reconoce en principio la imposibilidad de la emancipación del trabajo, apenas se reconoce en el análisis de las luchas particulares, como veremos.

Lutte à Turín 1969 es un balance redactado en caliente por militantes de Lotta Continua. En la «fortaleza obrera» más moderna de Italia, donde la intensificación del trabajo llega grado al máximo, en la Fiat, donde la mayoría de los trabajadores son jóvenes e inmigrantes y, por tanto, están muy mal integrados en la estructura de los sindicatos y del PC, la huelga rotativa de mayo-junio generalizó primero la huelga en la fábrica y luego hizo que se desbordara en la calle. En un barrio obrero donde los habitantes estaban de parte de los manifestantes, la manifestación organizada el 3 de julio por los sindicatos y contra la que cargó la policía inmediata y violentamente, se convirtió en un motín. Fortalecidos por esta victoria, los obreros de la Fiat, apoyados por los estudiantes radicales, se mantuvieron firmes en sus reivindicaciones: anulación de los despidos, aumentos salariales iguales para todos y supresión de las categorías, lucha contra las cadencias infernales y las horas extras. Incluso las difundieron por toda Italia, a través de los obreros que, en agosto, volvían a casa de vacaciones. Al comienzo del nuevo curso escolar, se reanudó la lucha en torno al rechazo de las horas extraordinarias y la aceleración de las cadencias de producción para recuperar la producción perdida. Cesó temporalmente el 8 de septiembre, cuando la dirección levantó las sanciones. La consigna de la asamblea obrera, pocos días después del motín, expresa al mismo tiempo la dinámica y el límite del movimiento: «De la Fiat a Turín, de Turín a toda Italia, para organizar al calor de la lucha la marcha hacia la toma del poder». No se trata de simple propaganda a favor de la lucha, sino de una práctica real que desborda el encuadramiento sindical y estalinista generalizando la huelga primero en la fábrica y luego fuera de ella. Sin embargo, la autonomía obrera participa de la afirmación de la clase dentro de la relación social capitalista y, por tanto, permite hasta cierto punto sustituir el «tradicional» encuadramiento estalinista que colabora con la dirección por el encuadramiento izquierdista.

En 1972, en Estados Unidos, la huelga salvaje de Lordstown se inscribe en el mismo movimiento. El texto publicado por Zerzan en 1974 —Organized labor versus “the revolt against work”— sitúa esta huelga «ejemplar» en su contexto y ante todo en la historia del movimiento obrero estadounidense. Pero el problema de Zerzan era que tenía que hacer dimanar el control obrero del rechazo al trabajo, lo que le lleva, por un lado, a negar la diferencia de contenido entre las luchas actuales y las del pasado y, por otro, a no ver en las luchas en curso más que límites externos (las maniobras de los sindicatos que colaboran con la patronal). Para él, los trabajadores luchaban ya contra la aceleración de las cadencias durante la crisis de los años 30, lo cual es cierto, pero no implica en absoluto que en aquella época rechazaran el trabajo asalariado como tal. Desde entonces, durante toda la fase de prosperidad de la posguerra, las huelgas contra la intensificación del trabajo se multiplicaron y los sindicatos tuvieron que asumir cada vez más la responsabilidad de disciplinar a las bases. A la lucha por el control de la producción se suma ahora la lucha por el control del sindicato. Los síntomas de esta «enfermedad» que es el rechazo del trabajo son bien conocidos: absentismo, rotación acelerada de la mano de obra, ralentización del ritmo de trabajo y sabotaje. Ahora bien, los sindicatos tienen tantas ganas de oír hablar de control obrero como los patronos. Por tanto, deben convocar huelgas controladas por ellos o, cuando estallan huelgas salvajes, dividirlas. Y eso es lo que hicieron en General Motors, al impedir que los trabajadores de Lordstown y los de Norwood hicieran paros al mismo tiempo. Además, el aumento de las huelgas contra los convenios obligó al Estado federal a intervenir sistemáticamente en la resolución de los conflictos; de ahí la política de congelación de salarios y precios. El resultado previsto por las tres partes fue la generalización del control sindical sobre la contratación, ya que se requería la cooperación de los sindicatos para contener y romper la revuelta obrera. Para aumentar la productividad nacional, se pretende dar más autonomía a los equipos de trabajadores. Pero Zerzan duda de que una participación amañada suavice la alienación y, por tanto, la revuelta obrera.

El texto firmado por Pomerol & Médoc y publicado un año antes, en 1973, Lordstown 72 o los sinsabores de la General Motors6, no pretende injertar la comunización en la gestión obrera y desarrolla una concepción ya muy humanista de la revolución. En esta concepción, el sabotaje es una práctica antigua, pero la escala ha cambiado: se ha pasado del bricolaje al trabajo a gran escala. Las dificultades de la gran empresa estadounidense prefiguran de forma concentrada y limitada la futura crisis del capital, cuyo desarrollo se enfrenta ahora a poderosos obstáculos tanto a nivel humano como económico. En la industria del automóvil, la caída de la producción es significativa, ya que su mercancía es víctima de su éxito. Por otro lado, los trabajadores de esta industria muestran un fuerte rechazo al trabajo. Como sería demasiado caro automatizar la producción por completo, los empresarios se contentan con reducir las horas de trabajo y «enriquecer» las tareas. Pero como estas medidas no producen suficiente plusvalor, están endureciendo el control en las fábricas estadounidenses y deslocalizando cada vez más la producción a los países «emergentes» con bajos salarios y un poder fuerte. Así pues, para Pomerol & Médoc, el rechazo del trabajo anticipa su futura abolición; es más, es ya una actividad comunizadora. La solución al problema planteado por la revuelta se encuentra en la propia revuelta que, obligada a alienarse en éxitos o fracasos parciales, acabará desembocando en un sabotaje activo y general del mecanismo del intercambio y del salariado, «para liberar a las fuerzas humanas y materiales de la camisa de fuerza económica». A partir de ahora, el proletariado tiende a organizarse en partido antipolítico, es decir, en partido de la humanidad. Aunque no se trate de oponer ningún tipo de gestión obrera a la gestión burguesa o burocrática, todas las fórmulas sobre la liberación de las «fuerzas humanas» de la «camisa de fuerza económica» y sobre la futura «reactivación» de los instrumentos legados por el capital para satisfacer las necesidades inmediatas de la población giran en torno al problema sin plantear del contenido de la revolución. Traducen la no superación de la problemática programática del dominio proletario sobre la ley del valor.

Los dos últimos análisis de los rechazos de trabajo aparecieron en la revista de I.C.O. El primero, Counter-planning on the Shop Floor, es obra de un trabajador que participó en la huelga de Lordstown. Para él, la clase obrera adapta constantemente sus formas de lucha a la explotación, pero el contenido no cambia. Siempre se trata de la organización cada vez más autónoma de la clase, hasta arrancar el aparato productivo a los explotadores y poner en pie los órganos de su gestión por los propios trabajadores. Por tanto, de las luchas sindicales de los años 30 a las luchas antisindicales de la década de 1970 hay sólo un paso. A la organización de la producción desde arriba impuesta por la patronal, los trabajadores oponen espontáneamente su propia organización en la base. Los patronos no toman en consideración ni su experiencia ni sus necesidades, de ahí que saboteen. Por tanto, el sabotaje es positivo: expresa la idea de que el trabajo podría no ser alienado, de que podría al mismo tiempo producir objetos útiles y expresar la interacción alegre de hombres cooperando en un «proceso objetivo y concreto». En lo inmediato, el sabotaje hace más soportable la jornada laboral multiplicando o alargando las pausas, creando espacios vedados a los cuadros y jefecillos, y liberando la fantasía de los trabajadores. Por el contrario, cuando los trabajadores quieren trabajar rápido y bien, organizándose a sí mismos, son perfectamente capaces de hacerlo, pero entonces es la dirección la que los frena. Cierto, la clase no parece ser muy consciente de que su resistencia, mejor dirigida, podría servir para organizar la producción «en su propio beneficio». Pero no importa, ¡la conciencia llegará y los trabajadores del mundo acabarán haciendo la revolución sin darse cuenta siquiera.

A esta glorificación de la gestión obrera, el autor (miembro de Négation) de « Contre-interpretation du contre-planning » responde señalando en primer lugar la evidente contradicción en Counter-planning entre la descripción sincera de la lucha y su interpretación militante. Esta contradicción entre la descripción y la interpretación de la huelga remite a la contradicción general del consejismo, que injerta la emancipación del proletariado en la gestión del capital. La realidad histórica de los consejos se transformó en ideología en la interpretación consejista que hace de la organización de los trabajadores en y desde la empresa la destrucción de las relaciones de producción capitalistas. Bajo la dominación real del capital desaparece toda perspectiva autogestionaria. A la conciencia obrera o de productor de valores de uso se opone cada vez más la conciencia de proletario o de productor de plusvalor. Las luchas son cada vez más destructivas, de ahí su limitación al espacio-tiempo de una huelga, «porque su único resultado sería la autosupresión del proletariado, y por tanto la destrucción del capital». Esta práctica destructiva no es más que una crítica inmediata y potencial de las relaciones de producción capitalistas, pero podría hacerse efectiva cuando el capital en dificultades ataque directa y globalmente la ya miserable existencia del proletariado. Por el momento, la respuesta patronal a la contraplanificación obrera tiene que integrar su creatividad e inhibir su función destructiva. El futuro pertenece a los pequeños equipos autónomos y a la rotación de tareas, incluso a la integración de los delegados de los comités de base formados por las huelgas salvajes. Las luchas descritas en Counter-planning expresan la contradicción entre la tendencia cada vez más destructiva del trabajo del proletariado y los límites necesarios de su realización en el taller. Pero como el camarada contraplanificador sólo ve en las luchas sus límites —el acondicionamiento de la doble reproducción del capital y del proletariado— su interpretación no es sino la de los representantes patronales o sindicales del capital.

En estos textos sobre Lordstown se concentra toda la descomposición del programa proletario. La revolución ya no puede plantearse como emancipación del trabajo; la autoorganización del proletariado entra en contradicción insuperable con su autoabolición. De ahí la contradicción, en el artículo de Zerzan, entre mantener la consigna del control obrero y sustituir el concepto de explotación por el de alienación, lo que implica el abandono de la teoría del proletariado. Pomerol & Médoc ven que ya no podemos asumir la problemática gestionaria del programa, pero no llegan a romper con él. Para el obrero de Lordstown, el sabotaje expresa la exigencia de un trabajo no alienado, que fuese a la vez producción de valores de uso y alegre cooperación de los hombres entre sí. La objetividad del proceso de trabajo confirma la subjetividad de la esencia humana que se objetiva en él. La absolutización ingenua de su carácter concreto transforma la producción de plusvalor en actividad humana útil. Sólo en la « Contre-interpretation » se define la reanudación proletaria del desarrollo del capital como contrarrevolucionaria y el humanismo subyacente se vuelve consecuente, mediante la oposición formal del proletario al obrero, del destructor al defensor del trabajo, vinculando estos dos momentos de la demostración en la conclusión de que la gestión obrera sería la perpetuación de nuestra condición proletaria y por tanto la destrucción de la humanidad. Como tal, este texto de 1972 es el primer manifiesto de la autonegación.

Pero muy rápidamente el neoprograma resumido en la fórmula de autoabolición del proletariado entra a su vez en crisis. En efecto, si la revuelta contra el trabajo marca el final de la afirmación del proletariado, no es como tal producción de la situación revolucionaria. Los proletarios que sabotean expresan su hartazgo ante la intensificación de la explotación y se dan perfecta cuenta de que nada de la vida perdida en la producción de mercancías puede reencontrarse en su consumo. Su revuelta, sin embargo, no augura la inminente destrucción del capital, ya que se inscribe en el agotamiento de un régimen de explotación —y, por tanto, de acumulación— que la sangrienta reestructuración de la Segunda Guerra Mundial había generalizado desde Estados Unidos. Este régimen de explotación puede ser definido como «fordista» y «keynesiano» en la medida en que se basa, a nivel del proceso de producción inmediato, en la valorización intensiva y, por tanto, en el aumento de los salarios reales y, a nivel de la reproducción global del capital, en una constante intervención «reguladora» del Estado en forma de gasto público supuestamente generador de beneficios. La burguesía es tanto más consciente de su crisis cuanto que la revuelta obrera la acelera; más allá de las medidas que organizan la desvalorización, busca una salida en una reestructuración que se produzca necesariamente dentro de los propios límites del movimiento proletario.

En esta fase crítica del final del antiguo ciclo de luchas, en la que la reestructuración del capital es necesaria, y a la vez se ve diluida-postergada, la autonegación del proletariado es un concepto a la vez inevitable e imposible. Si dota de sentido al rechazo del trabajo y remata la liquidación del programa obrero, no resuelve el problema de la comunización. Al contrario, lo transpone a un plano especulativo en el que se vuelve completamente insoluble. A este respecto, cualesquiera sean las sutilezas del análisis, la contradicción capital/proletariado se reduce a una simple oposición, exterior, entre el valor en proceso y el hombre o el trabajo vivo. De hecho, en la cosificación —tanto a nivel de la experiencia vivida por los agentes de la producción como al del reflejo económico de esta inmediatez— el trabajador aparece como externo al proceso de producción, materializado frente a él en la maquinaria. En esta concepción, la formación de una «clase universal» nacida de la relación capitalista pero definida por su pura actividad de ruptura se convierte en un requisito previo de la revolución. Y para Négation, su formación implica el enfrentamiento del proletariado productivo con el capital y las capas medias proletarizadas o en vías de proletarización. Si el proletariado integra a estas capas en sus luchas destructivas, se formará la clase universal y el capital será destruido. Si, por el contrario, el proletariado se deja absorber en sus luchas ilusorias por la «verdadera» democracia, será el capital el que gane y por tanto será destruida la humanidad.

Semejante concepción hace del proletariado el sujeto-objeto de la revolución, la cual se convierte en una operación del proletariado sobre sí mismo frente al movimiento del valor absolutizado. La conclusión lógica es que, antes de destruir las relaciones de producción capitalistas, primero tiene que separarse de ellas. Negativo de la humanidad comunizadora, el proletariado se constituye sobre la base del desarrollo y la crisis del capital, pero no pertenece a la sociedad del capital. Tal conclusión es más fácil de criticar treinta años después, porque en el ínterin tuvo lugar la reestructuración, pero en la situación de aquella época parecía evidente, porque en el mismo momento en el que el rechazo del trabajo amainaba en las fábricas, la impugnación de la alienación capitalista se extendió a todas las instituciones involucradas en su reproducción. De la escuela a la cárcel, pasando por el hospital psiquiátrico, sin olvidar a la familia, se impugnó el conjunto de los órganos de reproducción de la relación de explotación. El capital era cada vez menos impugnado como explotación y cada vez más como pura opresión o destrucción, como demuestra, entre otros hechos, el auge de la lucha contra la contaminación y las nocividades. Esta impugnación es ciertamente política, en el sentido de que ya no considera que exista nada «natural» ni que, por tanto, esté por encima de la crítica. Es generalizada, ya que afecta a casi todas las capas del proletariado, incluso a la fracción excluida de la valorización intensiva (barrios marginales en el Tercer Mundo o guetos subproletarios de los países desarrollados). Pero no tiende a destruir las relaciones de producción capitalistas.

Dado que en esta situación el capital se concibe como comunidad de la ideología materializada (cfr. Camatte, pero también Debord), el rechazo del trabajo sólo puede encontrar su salida revolucionaria fuera de los lugares de producción en los que la clase para sí misma, el proletariado, permanece prisionera de la clase en sí misma, la clase obrera. La separación del capital, la formación de una comunidad «subversiva» que no se defina por su reproducción sino frente a ella, se convierte en la condición previa de su destrucción. Además, en la medida en que la atención se desplaza de la producción a la reproducción, pero captada en desconexión con la producción, la reestructuración del sistema, ya impensable en la problemática humanista, se vuelve, en último término, imperceptible, incluso cuando los signos de la misma se multiplican. Lo que los comunistas anticipan entonces no es una reestructuración, sino una desacumulación prolongada, apoyada en las luchas ecologistas y el rechazo del trabajo, y organizada políticamente bajo la modalidad autogestionaria. Confunden las medidas inmediatas que la clase capitalista se ve obligada a tomar para contener la revuelta proletaria, la organización provisional de la desvalorización, con el necesario reajuste de la tasa de plusvalor a la estructura cambiada del capital.

Hasta ahora hemos demostrado que la reafirmación del programa proletario entra en contradicción con el movimiento real del proletariado y que esta contradicción se explicita en el análisis concreto de las luchas concretas, pues no hay desbordamiento de las luchas en curso hacia la comunización, y la sustitución de la contradicción capital/proletariado por la oposición humanidad/capital conduce a la teoría a un callejón sin salida. Sin embargo, nos queda mostrar cómo el bloqueo a nivel de las respuestas —la concepción humanista o especulativa del proceso revolucionario, la deriva «existencialista» de la teoría, la incapacidad de plantear el problema de la reestructuración— hace necesaria una crítica del sistema de cuestiones, que finalmente producirá la ruptura. Llegados a este punto, todavía se trata de una crítica de las respuestas: la deriva humanista subversiva, por un lado, y la reafirmación del programa de transición, por otro.

El autor de las « Précisions sur la nature et la fonction actuelles du parti » (Le Mouvement Communiste nº 3) percibe muy bien la crisis del comunismo programático, pero no llega a acelerar el desenlace mediante un trabajo teórico sistemático. Para él, el curso del capital sigue siendo la base de la acción proletaria, que aprovecha la oportunidad de las crisis. La ruptura comunizadora pasará, pues, por una crisis económica y social, pero el comunismo se desarrollará sin engendrar un partido formal. De hecho, la reaparición de grupos revolucionarios es la forma del verdadero contenido de la lucha de clases, la «necesidad de comunismo». Al igual que la reanudación revolucionaria no se produce al mismo tiempo de un país a otro, también las viejas formas de lucha cuyo contenido es la simple defensa de la condición de la clase obrera coexisten durante un tiempo con otras nuevas que expresan la naturaleza comunista del proletariado. La contrarrevolución se sirve del programa de la revolución, porque le ayuda a liquidar determinadas estructuras arcaicas del capital. Al hacerlo, se apoya en las mismas necesidades (rechazo del trabajo, liberación sexual, etc.) que la fuerza que pretende aniquilar. Por tanto, hay que combatirla desde ahora volviendo las necesidades contra la revolución.

Sólo queda organizar la lucha. Dado que el capital busca no sólo reducir las fuerzas productivas (lucha contra la contaminación) sino también desarrollarlas (automatización), dado que combina el reformismo y la violencia e integra así las oposiciones, los revolucionarios sólo pueden intervenir para acelerar el movimiento que lleva del rechazo del trabajo y la mercancía a la comunización. Las luchas se organizan por sí solas, pero sólo se convierten en subversivas si buscan la solución de su problema particular a nivel general, desbordando a las organizaciones izquierdistas que obstaculizan esta generalización. Es subversivo aquello que se opone a la lógica del capital, no lo que intenta organizarlo de otra manera. El movimiento comunista no tiene un centro dirigente, pero sí tiene una estrategia, unas prioridades. La primera es estrechar los vínculos entre los individuos y los grupos que forman el cuerpo fragmentado del futuro partido, del partido-clase en el sentido de Marx. En lo sucesivo, la actividad se organiza de manera difusa, y cada individuo, si está aislado durante un tiempo de sus contactos, se convierte él mismo en el partido.

Se habrá notado el deslizamiento de la noción de revolución a la de subversión. En el próximo número de la revista, dubitativamente titulado « Révolutionnaire? » (no reproducido en nuestra antología), la subversión se define como preparación de la revolución. El ser humano es esencialmente comunista, pero el comunista sólo es plenamente ser humano cuando transforma su necesidad personal de comunismo en práctica neomilitante autónoma. Esto permite tanto la satisfacción de mi deseo como la difusión del programa, el estar juntos inmediato y el estar juntos con vistas al objetivo final, a la comunidad humana. No existe comunidad teórica, sólo existe una comunidad de individuos incapaces de soportar la sociedad del capital y que además hacen teoría. Aparte de los momentos de ruptura, el movimiento que tiende a destruir el capital sin duda existe, pero los revolucionarios se ven reducidos a la afirmación de la teoría. De ahí que la actividad teórica pueda convertirse en la organización de la pasividad, pero siempre es necesaria, porque la libertad se produce. Por último, el proletariado es la negación de la humanidad dentro del capital; todo lo que se establece positivamente en él (grupo, teoría, actitud) participa de su reproducción: en otras palabras, «no hay un saber-vivir revolucionario».

Vemos que agregar una etapa estratégica (la subversión) —que corresponde a la agregación de una mediación teórica (la clase universal)— complica el problema sin resolverlo. En efecto, en cuanto se plantea la contradicción capital/proletariado como conflicto existencial (la comunidad de individuos incapaces de soportar la sociedad del capital), en cuanto se plantea la no-contradicción o el horror absoluto de la alienación materializada, la revolución se convierte en realización de una vida cotidiana en proceso de desalienación. De ahí que la negativa final sea necesaria: hay que negar la consecuencia última de la concepción humanista porque se conservan todos sus presupuestos, empezando por la revolución como exigencia ética y, por tanto, como «saber-vivir». Este cripto-situacionismo no es una peculiaridad de Le Mouvement Communiste; afecta más o menos a todos los grupos teóricos de la época. Los comunistas dejan así de entender el proceso revolucionario y lo que realmente hacen en él. El proceso de caducidad del valor se convierte en el desarrollo económico del capital considerado en su objetividad reificada. La lucha de clases se convierte en una acción voluntarista y estratégica de grupos comunistas. En consecuencia, la actividad del proletariado se separa en expresión inmediata de su programática naturaleza revolucionaria (las luchas, supuestamente mudas y descerebradas) y en expresión mediata (la teoría, concebida en su separación como palabra y pensamiento de las luchas). Y esta separación transforma la práctica en mero «modo de empleo» de la teoría: véase el cartel Bail à céder distribuido por la librería La Vieille Taupe con motivo de su cierre en diciembre de 1972. Por tanto, es preciso, contra la subversión y, más allá, contra el humanismo radical común a toda la corriente comunista post-sesentayochista, redefinir el proceso revolucionario. Este trabajo se inició en dos textos de Intervention Communiste.

El primero, « Prolétaires et communistes », plantea el problema de la intervención en su generalidad. Define la apropiación práctica de la teoría como la revolución en curso, lo que implica la crítica del programa proletario. Dando por sentado este punto fundamental, debemos entender la situación actual, que no es todavía la de una crisis, sino la de una simple reanudación revolucionaria. Por tanto, es necesario distinguir claramente los análisis de las intervenciones, los libros y las revistas de los folletos y los carteles. Si, por el contrario, mezclamos los géneros, nos perdemos en una concepción voluntarista de la contradicción y confundimos las manifestaciones del comunismo con las protestas existenciales de individuos o grupos incapaces de soportar el horror de la alienación capitalista. La revolución no reaparece de entrada más que a trompicones y la tarea de los comunistas no puede ser sino la de expresar estos trompicones. Cuando llegue el momento, «sabremos sustituir los tres libros de El Capital por pequeñas frases explosivas».

El segundo texto, « Les classes », explora la cuestión respondiendo tanto a Le Mouvement Communiste como a La Vieille Taupe. No hay preparación para la revolución en el sentido de una acumulación de experiencias; sólo hay una profundización de las contradicciones del capital y de la imposibilidad de superarlas. Por eso es importante definir las clases —y principalmente al proletariado— en este proceso de caducidad del valor. Sin embargo, no se las pueden definir en las categorías de la ideología, ni de modo sociológico (su situación en la producción, reducida al proceso inmediato) ni de modo filosófico (el ser histórico identificado con una conciencia asignada). Sólo pueden ser definidas a nivel del proceso global de la producción capitalista, a nivel de la reproducción ampliada del capital. Esta es desde el principio historia, y por tanto no sólo extensión sino también y ante todo intensificación de la relación de explotación. Hay una intensificación de esta relación en el sentido de que «la población proletarizada de las zonas subdesarrolladas se encuentra desde el principio en el nivel más alto de las contradicciones de clase». Apenas ha entrado en la reproducción del capital, o bien se ve excluida inmediatamente de ella o produce un máximo de trabajo excedente sobre la base del desarrollo más reciente y potente de las fuerzas productivas. Los capitales que aún se acumulan en las áreas nacionales no están yuxtapuestos, sino atravesados por todo el ciclo global de reproducción del capital. Por eso, las contradicciones comunistas de la sociedad pueden estallar antes de que se desarrolle el capital nacional. Las contradicciones más avanzadas de las zonas desarrolladas se reproducen inmediatamente en las zonas en las que la falta de desarrollo no es más que el efecto de estas contradicciones, lo que da a ciertas revueltas de estas zonas sus características, a la vez arcaicas y muy modernas. No hay desbordamiento de las luchas en curso hacia la comunización: el movimiento revolucionario no conquista ninguna tierra o sector mientras exista el capital. Tampoco hay lugar para un partido formal, ya que aseguraría el funcionamiento de la clase como categoría del capital y aspiraría a conquistar el Estado para crear las condiciones del comunismo. En adelante, la formación del proletariado convierte a la clase en la disolución en proceso del capital.

Sobre la base de esta definición de las clases, para Intervention Communiste se puede plantear correctamente y, por tanto, resolver el problema de la intervención. La revolución no es un proceso objetivo activado por la subjetividad estratégica del partido, sino «la acción de una clase que, producida por el capital, no puede existir dentro de él». Al borrar las determinaciones del proletariado, convertimos a la acción humana, por el contrario, en la depositaria del movimiento objetivo. En esta concepción indeterminada de la revolución, en la que separamos a los hombres de sus condiciones de existencia en el seno de un ciclo particular del capital, se acaba sustituyendo la acción de la clase por la de los grupos comunistas. Por el contrario, en la concepción de Intervention Communiste, es la clase la que actúa y esta acción está siempre históricamente determinada, porque el ataque contra el salariado, como ataque contra el valor, es el movimiento mismo del capital. «El comunismo no expone un programa, es el movimiento práctico de la liquidación del valor; no tiene ningún principio, ni positividad; no lucha ni contra el movimiento obrero tradicional como tal, ni contra la política; pero cuando el proletariado ataca a la clase obrera, es el salariado lo que está en juego y no la CGT o el PC en tanto que organizaciones.» Los sindicatos y los partidos no son exteriores a la clase obrera. La organización sindical representa la forma de su existencia en el capital, la forma de las necesidades de regateo de la fuerza de trabajo. La izquierda representa el funcionamiento político de determinadas categorías del capital, incluso en su franja extrema, que se esfuerza por encuadrar la lucha de clases cuando ésta desborda la esfera de la producción. La denuncia radical de los sindicatos y de los izquierdistas convierte la intervención en una práctica ideológica, en la mera «aplicación» de la teoría. El error consiste en fijar la teoría en un programa, en autonomizarla en relación con la práctica real de las clases en lucha, en separarla de su ciclo. No se puede acelerar de forma voluntarista las diversas prácticas comunistas. El «estrechamiento de lazos» no sustituye a las limitaciones prácticas de la situación de la clase. Los revolucionarios no deciden unificarse, sino que se ven obligados a hacerlo cuando determinadas tareas sólo pueden realizarse mediante la unificación del movimiento.

La concepción activista de la intervención remite, pues, a una concepción teoricista de la teoría. Por una parte, la posibilidad de acciones radicales y la existencia de revolucionarios son sólo dos expresiones que denotan la misma contradicción «subversiva» del capital; por otra, los objetivos prioritarios no los eligen los revolucionarios, sino el capital, cuando forma el proletariado. «El movimiento comunista no está del todo fijado, ni su enemigo tampoco; no busca a la contrarrevolución, porque es él quien le da forma; el comunismo es actualmente la única dinámica del capital.» Por el contrario, la teoría «subversiva» ataca a la contrarrevolución desconectándola de la contradicción que la constituye. Al aferrarse a una denuncia ilusoria de las «maniobras» políticas y las «mistificaciones» ideológicas, separa a los revolucionarios y al movimiento comunista y reduce la teoría a un programa a difundir. La teoría comunista es, en realidad, el ciclo que va de la práctica a la práctica, de la afirmación a la autonegación del proletariado, a través de la mediación de la crisis mortal de su programa: «es el conjunto de los elementos (actos, escritos, palabras…) que dan cuenta exacta de lo que sucede, de lo que es, desde el punto de vista del proletariado.» Cuando se establece una jerarquía de tareas revolucionarias, se sustituye el apremio histórico por una opción estratégica realizada por los comunistas tras un análisis de la sociedad. Pero si se sostiene en estas condiciones que «la teoría no nace antes que la acción y se mueve al mismo tiempo que ésta» (cfr. Le Mouvement Communiste n°4, « Révolutionnaire ? »), se afirma en un mismo movimiento el carácter en principio indisociable de la teoría y la práctica y su separación de hecho, pues se supone que la teoría (en este caso los análisis) resiste mejor a la contrarrevolución que la práctica (las luchas). Sin embargo, esto es falso, como lo demuestra la producción teórica de Socialisme ou Barbarie y de Programme Communiste durante los años 50 y 60. Después de la guerra, ni los consejistas ni los bordiguistas plantearon otras cuestiones que las que les impuso la contrarrevolución. Al separar la expresión inmediata y mediata de la actividad proletaria, afirmando al mismo tiempo que se entremezclan y enriquecen, el aparato conceptual se transforma en un discurso ideológico que sirve para reducir la amplia brecha entre las luchas cotidianas reformistas y la perspectiva revolucionaria.

Para completar la crítica de la «subversión», queda por hacerle un sortilegio a la necesidad personal de comunismo. Si se rechaza la organización existente por sí misma, al margen de sus tareas, también hay que rechazar cualquier reforzamiento sistemático de lazos. Pero si no lo hacemos, nos vemos obligados a afirmar que los comunistas son revolucionarios en permanencia, lo cual es un enorme absurdo o una enorme superchería. Por tanto, la necesidad personal de comunismo o se supera en forma de práctica de clase o se convierte en ideología. La revolución no tiene necesidad de una teoría-programa que sea su memoria y su voluntad, ni de una práctica-programa que sea el modo de empleo de la teoría. La memoria del proletariado es el capital y la unificación de la clase también es el capital, en la sucesión histórica de sus ciclos. La superación de la necesidad personal de cambiar el mundo no es la simple inserción del individuo en una práctica de grupo, sino el desarrollo del individuo en una práctica de clase históricamente determinada, que suprime toda problemática de elección. Ninguna solución personal es viable, mi necesidad de comunismo está mediada por la formación del proletariado. La abolición del trabajo, del intercambio y de la política no son objetivos estratégicos, sino necesidades de su ser. Y mi reivindicación del comunismo no se vuelve plenamente humana sino en su formación, que es el proceso de la caducidad del valor.

Este análisis de Intervention Communiste sigue atrapado en la problemática de la autonegación del proletariado, ya que sigue planteando la comunización como mediada por la formación del proletariado a través de su separación de la clase obrera. Pero dentro de estos límites, tiene el mérito de «replantear» el debate. Si el proceso revolucionario no es ni una acumulación de experiencias de clase ni un estrechamiento sistemático de lazos entre los grupos comunistas, si es el proceso de caducidad del valor, entonces la crítica del programa pasa por una reanudación crítica de la crítica de la economía política. Sin embargo, a menos que convirtamos a la clase capitalista en el único actor de la particularización de la relación de clase que representa la crisis económica —lo que equivaldría precisamente a hundirse en el economicismo reproduciendo la apariencia cosificada de la autopresuposición del capital en la teoría de la revolución —, esta reanudación crítica de la obra fundacional de Marx pasa a su vez por una crítica sistemática de la afirmación programática del proletariado. Ese fue el trabajo efectuado por Une Tendance Communiste en La révolution sera communiste ou ne sera pas.

Esta Tendance era una fracción crítica interna del grupo organizado en torno a la revista mensual Révolution Internationale, que enseguida se convirtió en la Corriente Comunista Internacional. En ese momento, la organización aún no estaba cerrada a toda crítica del programa. El manifiesto de la fracción se presenta, pues, como una explicación entre camaradas, pero la explicación es sangrienta. Primer tiempo: defensa o precisiones de la fracción minoritaria acerca de sus tesis. Segundo tiempo: contraataque o desarrollo de las contradicciones de la mayoría. Tercer tiempo: destrucción del enemigo, es decir, del programa de transición, o teorización de las fracciones de la ultraizquierda histórica como etapas necesarias en la formación del proletariado, es decir, del partido comunizador.

La introducción plantea directamente la pregunta decisiva: ¿cuál puede y debe ser después de 1968 el contenido de la revolución? Respuesta: la revolución sólo puede ser la comunización inmediata de la sociedad, cualquier transición socialista al comunismo se convertiría muy rápidamente en una nueva contrarrevolución capitalista. Por esta misma razón es por lo que la dirección de Révolution Internationale no entiende el nuevo curso de la lucha de clases y tampoco entiende el enfoque de la fracción. El proletariado no debe empezar por, sino que debe empezar a plantearse como negación del capital. En cualquier caso, sólo puede unificarse mediante la comunización.

Su fuerza no reside en su condición del trabajo asalariado, sino en su capacidad de unificarse sobre la base del trabajo asalariado para destruirlo. La interdependencia material de los segmentos del proceso de producción contrarresta, en efecto, la atomización de los productores. La revolución madura a través del fracaso de las luchas, que permanecen o vuelven a caer en esta atomización, es decir, a través del fracaso de las luchas reivindicativas. Sólo de su superación puede surgir el «sujeto creador», el proletariado que se niega a sí mismo para convertirse en la humanidad. Los signos precursores de la formación de esta «clase comunista» aparecen en los reagrupamientos ocasionales de trabajadores en el transcurso de la acción, en las huelgas salvajes y las insurrecciones sin reivindicaciones. El movimiento comunista no es la realización de un programa. Sólo progresa superando realmente sus contradicciones. Por tanto, no hay transición. La destrucción de las relaciones de producción capitalistas es la comunización inmediata de la sociedad. La abolición del valor y, por tanto, de las clases y de todo Estado, es el arma más eficaz del proletariado comunizador en su guerra civil generalizada contra el capital mundial.

A partir de ahí, Une Tendance plantea la ecuación fundamental que muestra que su concepción sigue atrapada en la fuga del programa, es decir, que sigue intentando superarlo, pero sin lograrlo: «la afirmación del proletariado es su propia negación» (soy yo, F.D., quien subraya). La dictadura del proletariado comunizador es la integración de la humanidad y, por tanto, la integración en el movimiento revolucionario no sólo de la enorme masa de proletarios que nunca se han integrado en el capital a través del trabajo asalariado, sino también de las clases medias arruinadas por la revolución. Si Révolution Internationale y todos los izquierdistas se regodean en las palabras «dictadura» y «violencia» sin decir nunca a qué apunta la violencia proletaria, es porque para ellos no se trata de comunizar nada. Por el contrario, para la fracción se trata de poner fin a las relaciones de producción capitalistas. Al suprimir el intercambio, el proletariado suprime el trabajo como actividad separada.

Esta inmediatez del comunismo no tiene nada que ver con la especulación de Invariance. La revista dirigida por Camatte se mantuvo dentro de la lógica del programa proletario, pero invirtiéndola. Desde 1848 hasta el período posterior a 1968 y desde la socialdemocracia hasta la ultraizquierda consejista o bordiguista, el proletariado hace la revolución sin negarse, y se niega después. En el antiprograma de Invariance, se niega a sí mismo antes de la revolución, y luego es la humanidad la que niega al capital. En esta inversión de Camatte, el proletariado no es el sujeto de su propia negación, porque se sigue siendo comprendido como la suma de los trabajadores asalariados. Al igual que en Bordiga, la clase revolucionaria sólo existe en el partido; Camatte pasa del culto al Partido al culto a la Especie. La revolución se convierte así en una abstracción trascendental, en un movimiento sin historia y sin tareas históricas y, por tanto, sin organización. Ahora bien, precisamente porque la revolución comunista no es un problema de organización es en vano tener miedo a la organización. En contra de lo que pretende la mayoría de Révolution Internationale, la fracción no desprecia la historia del movimiento obrero, y lo demuestra inmediatamente al explicar cuál era la perspectiva comunista en el siglo xix (a través de la cuestión sindical) y su trágica transformación en las revoluciones rusa y alemana durante los años 1917-1920.

Desde la fundación de la Internacional en 1864, que coincidió con el inicio de la legalización de las asociaciones obreras, la cuestión sindical se convirtió en el centro de todos los debates en el seno de la clase. Marx y Engels percibieron perfectamente la ruptura entre la defensa del salario y su abolición. Pero captaron la maduración de esta ruptura dentro de la sociedad capitalista. La asociación de los trabajadores nacida al calor de la lucha se vuelve más importante que el salario. A pesar de esto, los dos teóricos nunca sostuvieron el reformismo, como pretende la mayoría de Révolution Internationale. Para ellos los sindicatos no son reformistas desde el principio; pueden convertirse en un momento de la formación del partido de clase, o convertirse en órganos de conservación del salariado. Lo importante no es, por tanto, constatar que es la segunda hipótesis la que se ha hecho realidad, cosa que todos los comunistas, empezando por Marx y Engels, reconocieron muy pronto, sino comprender que las luchas reivindicativas, incluso masivas y duras, no pueden desembocar en la comunización.

Con las revoluciones rusa y alemana, llegamos al corazón del problema del programa. Las «condiciones objetivas» de Rusia (su atraso económico y su aislamiento, la debilidad cuantitativa de la clase obrera en un país con una gran mayoría campesina) no explican el fracaso de la revolución proletaria en ese país, porque también fracasó en Alemania, que era entonces el país europeo más desarrollado y el más integrado en el capitalismo mundial. Lo que la revolución rusa demuestra no es la viabilidad de la transición programática en otras «condiciones» más favorables, sino la imposibilidad de que los obreros conserven el «poder» si éste no se convierte en el de comunizar efectivamente la sociedad.

En Alemania, tenemos el fracaso del esquema programático en su forma pura: 1) luchas reivindicativas 2) insurrección política 3) dictadura transitoria de los trabajadores asalariados. La derrota del movimiento revolucionario y del partido consejista, el K.A.P., estaba inscrita en el límite intrínseco del movimiento de clase: el programa de transición. No obstante, el K.A.P. realizó un importante trabajo teórico. Demostró que la superación de la separación obreros/desempleados, trabajadores cualificados/no cualificados pasa por medidas comunizadoras que supriman la base de estas separaciones y que la única forma de ganar la guerra civil es atacando el intercambio inmediatamente. Sin embargo, en su apasionada respuesta al panfleto antiizquierdista de Lenin, Gorter no va más allá del trágico dilema de la transición: dictadura político-militar del proletariado o frentismo interclasista. Si el proletariado no integra en la comunización a todas las capas que tienen interés en la destrucción del capital y se contenta con amenazar las relaciones capitalistas sin destruirlas, se quedará necesariamente solo frente al «bloque del cague» dominado por la gran burguesía.

Al final de esta defensa, vemos que la fracción crítica de Révolution Internationale va bastante bien encaminada en su contraataque al exponer «las contradicciones de la mayoría». Esta última intenta conciliar el programa de transición y la inmediatez del comunismo. Para ver con claridad, es necesario mostrar cómo responde a las preguntas que se plantean. 1) ¿El movimiento revolucionario es desde el principio la disolución del trabajo asalariado? 2) ¿Hay desde el principio integración de los sin reservas en las relaciones comunistas? 3) ¿Puede coexistir la dictadura del proletariado con el intercambio y la explotación?

En cuanto a la primera pregunta, la respuesta de Révolution Internationale es que un gran sector de la producción será colectivizado y sus bienes serán gratuitos. Pero la abolición del trabajo asalariado sólo puede ser efectiva si es general, ergo, no habrá abolición del trabajo asalariado, sino ¡sólo «medidas con vistas a» su abolición! En cuanto a la segunda, se trata del mismo bricolaje grotesco: por un lado, «el proceso de disolución del trabajo asalariado se confundirá (…) con la integración de toda la población en la producción colectivizada»; por otro, «la disolución de la clase no es el punto de partida de su lucha, sino su resultado». En otras palabras, el proletariado se ve obligado a generalizar su condición a toda la sociedad, pero se supone que esta generalización en forma de «salariado colectivo» es algo distinto al capitalismo de Estado. En cuanto a la tercera, aquí se llega a las máximas cotas del absurdo: cuando los proletarios, según Révolution Internationale, hayan tomado el poder en algunas regiones del mundo, podrán dotarse de mejores condiciones de trabajo, pero sólo dentro de los límites que les imponga el intercambio con el mundo no socialista o no obrero. Con Révolution Internationale, por tanto, la clase volvería al punto de partida de 1917 en Rusia o 1918 en Alemania: trataría de fundar una comunidad, un mundo obrero, basada en el trabajo productivo de valor y trataría de tener éxito en la imposible transición socialista al comunismo. En realidad, si se mantiene la ley del valor en forma de contabilidad del tiempo de trabajo social disponible, ¡es porque se ha reproducido la relación de explotación capitalista y el intercambio mercantil que implica!

La sentencia de Une Tendance es inapelable: a fuerza de repetir el pasado, Révolution Internationale corre el riesgo de repetir las derrotas del pasado. Los proletarios que, en lugar de comunizar la sociedad utilizando todos los medios destructivos y constructivos, se refugien en su interés local, categórico o nacional, tendrán primero derecho a un control obrero mistificador sobre un Estado que seguirá siendo capitalista, luego a la metralla, y siempre a la explotación.

En la tercera y última parte del texto, nos aproximamos a los límites de la crítica de Une Tendance. Existe una contradicción interna en el proletariado entre lo que es —trabajo asalariado— y lo que debe llegar a ser: clase para sí misma, agente del comunismo. Esta contradicción interna a la clase, aunque sea una falsa respuesta especulativa, guarda relación con una pregunta real, entonces implanteable y no planteada: ¿por qué puede el proletariado, no a través de un acto libre y en cualquier momento, sino a través del desarrollo histórico de la contradicción capitalista y en un momento determinable de esta historia, entrar en contradicción con su propia existencia como clase? En relación con esta pregunta real, la contradicción interna se repite en todos los textos más interesantes de nuestra antología; por eso no apunta a un puro impasse de la teoría, sino también y, sobre todo, al punto de ruptura con el programa obrero.

Para Une Tendance, aunque en la era de la dominación real ya no pueda formar un partido mundial, la clase sigue produciendo fracciones. Durante los trágicos años 1917-1920, el proletariado no logró ponerse a la altura de sus tareas. (Esta fórmula implica una visión normativa de la lucha de clases, una naturaleza revolucionaria del proletariado bajo los accidentes de la historia o un deber-ser humano opuesto al ser proletario y, como tal, está desprovista de sentido). Al no poder constituirse en clase para sí, el proletariado fue redefinido como fracción del capital. No hay una radicalización continua de la clase entre 1917 y 1968; la única «continuidad» es ideológica. A través de numerosas luchas —incluso durante los años 30, marcados por el triunfo general de la contrarrevolución (New Deal, Frentes Populares, estalinismo y nazismo, desarrollo de guerrillas nacionalistas en los países coloniales o semicoloniales)— hubo, sin embargo, acumulación de experiencias y, por tanto, maduración de la clase hacia su futura autonegación. Todos los tabúes heredados de la socialdemocracia fueron criticados por las dos corrientes de ultraizquierda, los consejistas y los bordiguistas. Sin embargo, la crítica de la ultraizquierda se detuvo en el umbral de las tareas comunistas.

Lo que cambió en 1968 fue que los «estallidos revolucionarios» del proletariado formaban ahora parte de una tendencia comunista general. Ahora que la crisis revolucionaria está abierta, la clase para el capital continúa acumulando derrotas, pero estas luchas producen las condiciones en las que la clase para el comunismo se verá obligada a afirmarse de forma adecuada a su ser. Y en la concepción de Une Tendance, esta situación está determinada por la «decadencia» del capital, su supuesta incapacidad para desarrollar las fuerzas productivas: frente a la crisis y no en ella, el proletariado no hace más que reaccionar. La función de las fracciones es, de ahora en adelante, participar en el movimiento real de maduración expresando su significado. No son las células madre del partido. Sus plataformas serán superadas por la comunización. Será el proletariado el que entonces unifique las viejas y nuevas fracciones. Y las cuestiones de organización se plantearán y resolverán en función de las tareas.

Las « Notes sur Gdansk » que siguen a esta explicación general no sólo ilustran la tesis, sino que la ponen a prueba. Al principio, la lucha, que comenzó a principios de diciembre de 1970 en Gdansk, se extendió muy rápidamente a los demás puertos del Báltico y produjo la máxima unidad de la clase mediante consignas inmediatamente movilizadoras y acciones destructivas bien dirigidas. Masas de trabajadores salen a la calle al grito de «pan», atacan los edificios del partido y de los sindicatos, las tiendas y los bancos, y se enfrentan violentamente a la milicia y al ejército. No hay reivindicaciones específicas, porque la clase tiende inmediatamente a negarse a sí misma. Pero muy pronto los trabajadores del Báltico son aislados del resto del país por el ejército. A finales de diciembre, el movimiento ya está en declive. A principios de enero estallan huelgas que se extienden a todas las ciudades y regiones industriales de Polonia, incluida Varsovia. Encerrándose en sus fábricas y realizando paros según los casos para imponer la negociación, los trabajadores intentan esta vez arrancar algunos beneficios a la burocracia. La lucha contra el capital se convierte en una lucha contra los malos dirigentes. Los comités de huelga se convierten en sindicatos renovados en y por la base, que exigen un poco más que los sindicatos oficiales. De la autonomía del proletariado no queda nada.

Por tanto, para Une Tendance, se ve claramente, en el curso mismo de la lucha, la exclusión recíproca de la autonegación del proletariado y la defensa de la condición obrera. Sin embargo, su análisis confunde la violencia del movimiento con el cuestionamiento por parte del proletariado polaco de su existencia como clase del capital, y se detiene en una oposición formal entre la autonomía obrera y el encuadramiento burocrático. Nunca es el aplastamiento militar o la asfixia política de sus revueltas lo que detiene al proletariado en el umbral de la comunización. Al contrario, son siempre los límites de esas revueltas, la imposibilidad históricamente determinada de destruir las relaciones sociales capitalistas, lo que permite el restablecimiento del Orden, del que forma parte la reintegración más o menos violenta de la clase en las organizaciones que la representan.

A través de este análisis del movimiento polaco de 1970-1971, se llega al punto de ruptura con la mayoría de Révolution Internationale y a la fracción crítica no le queda sino abandonar a Révolution Internationale a su querida prédica obrerista. Lo hace, sin embargo, retomando la teoría luxemburguista de la «decadencia» del capital, que reduce el período de su dominación real a una larga y catastrófica descomposición y convierte la acción del proletariado en el seno de la crisis en una pura reacción a ésta. Sobre esta base objetivista, que sigue siendo su nexo con Révolution Internationale y con el conjunto del programa obrero, Une Tendance no puede sino desarrollar una línea subjetivista, convirtiendo la intervención de los revolucionarios en el acelerador de la revolución.

Las vías de la ruptura

En los textos analizados hasta ahora no se ha planteado la cuestión de una posible reestructuración de la relación de explotación. Sin embargo, a partir de 1974-1975 se hace muy difícil negar que hay una reestructuración en marcha. Por un lado, la contrarrevolución ya no se diluye ni se pospone en absoluto. En toda la zona desarrollada, es el comienzo de las grandes oleadas de despidos, de la «deslocalización» de gran parte de la producción industrial hacia los países «emergentes», de la precarización generalizada del trabajo asalariado, de las restricciones legales a la inmigración y de los planes de austeridad. Por otra parte, la revuelta proletaria no es en absoluto «desviada» de su objetivo, sino batida dentro sus límites, tanto en el interior de las empresas, en las que la reorganización del trabajo liquida las «fortalezas obreras», como fuera de ellas, donde el movimiento estalla en reivindicaciones «específicas» (feministas, regionalistas, ecologistas). En Europa, donde el movimiento había sido más fuerte, el contraataque de la clase capitalista es claro: estabilización democrática en Portugal, España y Grecia; recuperación en manos de los sindicatos y criminalización de la Autonomía en Italia; reducción drástica de las antiguas regiones y ramas industriales en Francia y Gran Bretaña; autolimitación sindical y luego represión militar de las luchas en Polonia. En esta situación, la teoría neoprogramática de la autonegación del proletariado ya no resulta defendible. Hay que abandonarla, transformarla o producir una concepción completamente diferente de la revolución.

Por tanto, ahora podemos definir las vías de la ruptura. La primera —lógica y cronológicamente— fue la de Invariance, que influyó en todas las demás revistas de la época. Al producir el concepto de «fuga» del capital, Invariance acaba, ya en 1972, por rechazar la teoría del proletariado (cfr. Au-delà de la valeur: la surfusion du capital, no reproducido en nuestra antología). La revolución ya no es ni siquiera una operación del proletariado sobre sí mismo; sencillamente ya no hay revolución, porque ya no hay contradicción ni luchas, ni explotación ni clases. Los camattianos se privan así a sí mismos de comprender el movimiento que, mediado por el desarrollo contradictorio del capital, conduce a la comunización. No obstante, al mismo tiempo agravan la crisis del programa y participan en su superación real.

En 1971, en una «Nota final» a un artículo titulado «Transición»7, Camatte define la dominación real como el «englobamiento» de la clase obrera por el capital. Este englobamiento se lleva a cabo mediante un doble movimiento. Por un lado, está el «trabajador capitalizado», es decir, que el capital absorbe el trabajo vivo consolidando la dualidad trabajo cualificado-sujeto de la valorización/trabajo no cualificado convertido en inesencial y, por tanto, excluido en y de la producción. (Camatte utiliza aquí la noción de «general intellect» de Marx, que es la aplicación generalizada de la ciencia al proceso de producción inmediato). Por otra parte, la generalización del trabajo asalariado —siempre necesario para el capital, aunque sea improductivo de plusvalor— conduce al desarrollo de un trabajo ficticio que implica la disminución relativa del proletariado «clásico». El trabajo se convierte en un puro medio de opresión; la reivindicación socialista de su dominación ha sido realizada: primero en forma positiva por el fascismo, que lo exalta como «liberación» del hombre, y luego en forma negativa por la democracia, que exalta, por el contrario, el no trabajo, el consumo como «disfrute». Esta realización es una mistificación, pues para Marx, el triunfo del proletariado sólo puede ser el de su ser mediato, el de la clase para sí revolucionaria. La «clase universal», que es el producto de este englobamiento de la clase obrera, constituye en la actualidad la gran mayoría de la población en la zona desarrollada del capital. Ya no puede plantear reivindicaciones parciales ni proclamar ningún tipo de «frente único de los trabajadores», porque un frente semejante ahogaría a la minoría excluida inmediatamente comunizadora (los obreros) en la mayoría incluida no concernida inmediatamente por la comunización (los asalariados en general). En adelante, el rechazo del trabajo representa la unificación de esta clase universal, que sólo puede afirmarse para desaparecer. Así, la transición al comunismo se reduce al tiempo necesario para destruir la fuerza de inercia de las representaciones materializadas en la comunidad del capital.

Esta nota de 1971 sitúa el punto de partida de Invariance: la autonegación del proletariado como «solución» a la crisis del programa. En esta problemática, todavía se conserva algo de la teoría del proletariado, bajo la forma paradójica de una clase universal a la que todavía se considera potencialmente revolucionaria. Sin embargo, en 1973, en un texto-manifiesto titulado Errancia de la humanidad8, ya es palpable la inflexión hacia un abandono puro y simple del análisis en términos de clases y del concepto mismo de revolución. En él, Camatte define la «fuga» del capital como su constitución en «comunidad material» basada en la generalización del trabajo asalariado, es decir, en la formación de una clase universal de esclavos del capital. Cabe llamar material a esta comunidad porque la totalidad de las representaciones producidas por el movimiento del valor autonomizado se ha materializado en ella; por tanto, el capital se ha eternizado y antropomorfizado al mismo tiempo. La clase universal ya no es, pues, en esta concepción, la transición a la comunidad humana o, al menos, puede ser también la forma de eternización del modo de producción capitalista.

El presupuesto de todo el análisis de Camatte es, pues, que el movimiento aparente de eternización del capital —su reificación o fetichismo— es el movimiento real. Toma la palabra al capital y dota así a su construcción ideológica de la fuerza de una evidencia. En efecto, el capital, en su reproducción global, tiende a autonomizar las diversas formas del trabajo excedente o plusvalor (beneficio industrial, interés y renta de la tierra) como «rentas» independientes de cualquier intercambio capital/trabajo. Tiende efectivamente a autonomizar la circulación de la producción inmediata de plusvalor y, dentro de la circulación, el valor de cambio, mediante la generalización del crédito y la desmaterialización del dinero. Produce así, en efecto, la «realidad» como reificación de la contradicción entre clases que es la explotación, como «economía» o reproducción automática del valor infinitamente ampliada. Sin embargo, al aislar la apariencia producida del movimiento que la produce, al considerar como realizada la imposible realización de la tendencia a la fuga, Camatte puede deshacerse de la lucha de clases a la vez que del programa obrero y, en última instancia, de la revolución comunista, porque para él —como para Bordiga, que hacia el final también tenía dudas— la revolución muere con la afirmación del proletariado.

En cuanto al devenir hombre del capital, su «antropomorfización», es, en lenguaje vulgar, la «máquina monstruosa», el capital situado frente a nosotros, los «humanos», como pura alienación o dominación. En la noción de eternización sigue estando incluido el punto de vista de la crítica del capital como formación social histórica, como dominación no eterna del valor que se valoriza y que, en la necesaria fluidificación de esa valorización, acaba necesariamente por plantear su autonomización como tendencia realizada (lo que no es ni puede ser, como demuestran las crisis). Al contrario, la noción de antropomorfización sólo refleja la apariencia inmediata de la vida cotidiana bajo el capital, la de la naturalización de la relación social capitalista. En realidad, únicamente tiene un contenido afectivo y no crítico, el horror absoluto a la «muerte en vida» que, desde finales del siglo xix, se expresa tanto en las costumbres como en la filosofía y el arte.

Para Camatte, pues, no sólo el trabajo, sino toda actividad humana eterniza el capital, porque al materializar sus representaciones, el capital «reintroduce la subjetividad que había sido eliminada tras culminar en él el valor de cambio». En su «fuga», al completar su dominación a través de la larga crisis de los años 1914-1945, se ha emancipado al mismo tiempo de la ley del valor y del proletariado. A través del órgano del Estado democratizado, ha «reabsorbido» las clases, y en un mismo movimiento el Estado se ha convertido en sociedad mediante la transformación de la relación salarial en una relación de pura subyugación. Por tanto, la explotación ya no es necesaria para la valorización. La sociedad burguesa de la época de la dominación formal ha sido destruida. Los conflictos entre clases han sido sustituidos por conflictos entre bandas (sindicatos, partidos, grupos de presión) mediados por el racket supremo, el Estado. El capital se topa con los límites económicos de los que se ha liberado al emanciparse del trabajo y del intercambio y, por tanto, de las clases y de sus luchas, a otro nivel, como límites ecológicos: superpoblación, contaminación, destrucción de la biosfera. Pero incluso estos límites pueden ser franqueados. Aunque no destruya a la humanidad en un holocausto nuclear, el capital puede bloquear de hecho su evolución completando su domesticación mediante la automatización generalizada, o arrastrarla a la locura de su propia «fuga».

Llegado a este punto, Camatte ha definido muy bien la esencia y la experiencia de la alienación, pero aún no ha producido la necesidad de «abandonar este mundo». Para «abandonarlo», todavía le faltaba demoler sus propias bases y sustituir la difunta invariancia del programa proletario por la invariancia viviente de la Gemeinwesen o esencia comunista del hombre. Esta invariancia que siempre varía es la «historia» de la alienación desde la disolución de las comunidades primitivas hasta la creación de la comunidad humana universal… o la destrucción de la especie. Así pues, no se puede reivindicar ni la emancipación del trabajo (la gestión del trabajo bajo la dirección de los consejos o del partido) ni su abolición (la automatización como base técnica para la liberación de los deseos). Ambas exigencias permanecen dentro del marco del devenir sin fin del capital. Por otra parte, en contra de lo que había argumentado la ultraizquierda, no hay «decadencia» del modo de producción capitalista; sólo hay desintegración de la vieja sociedad burguesa en el despotismo del capital.

Según Camatte, Marx expuso una dialéctica objetivista del desarrollo de las fuerzas productivas e hizo depender la emancipación humana de su pleno desarrollo.  Su ambigüedad estaría en que consideró a la vez al hombre como un obstáculo para el capital y al capital como capaz de sortear las restricciones humanas. En consecuencia, se vio llevado a postular una «autonegación del capital» que contiene el momento de la crisis, que puede ser tanto el de la reestructuración del sistema como el de su destrucción. Su límite estaría, en definitiva, ¡en no haber reconocido la «fuga» del capital! En realidad, asumiendo que Marx no tuvo que romper con la filosofía y que, por así decirlo, nació comunista, Camatte reduce toda su obra a los textos de juventud, idealistas en el método y humanistas en el contenido. Al mismo tiempo, reduce su crítica de la economía política a una pura apología del desarrollo proletario de las fuerzas productivas, porque al desligar la teoría de su tiempo, se impide a sí mismo comprenderla dentro de sus límites.

Caricaturizando, pero a duras penas, antes de 1848 tenemos un proletariado puro, aún no contaminado por las representaciones del capital autonomizado, que se encuentra con un comunista puro, aún no contaminado por frecuentar durante demasiado tiempo a los economistas y, después, a un movimiento obrero que, a medida que se organiza y produce a través de su órgano, el Dr. Marx, su teoría «científica», se vuelve cada vez más reformista. Con la constitución de la socialdemocracia alemana en contra-sociedad y la formación del partido bolchevique ruso durante la «belle époque» que conduce a la Primera Guerra Mundial, el movimiento obrero se integra plenamente en la sociedad capitalista o es encuadrado plenamente por la fuerza revolucionaria que, al acabar con el absolutismo, liberará a las fuerzas del capital. «Y el movimiento de negación del proletariado ha terminado.»

Camatte reduce la autocomprensión del movimiento real a su momento teórico formal y la crítica de la economía política a una dialéctica del ascenso del proletariado; desarrolla una crítica ideológica (subjetivista) de esta ideología (objetivista). Sobre tales bases, no puede entender la producción del programa de transición en el marco de la inevitable afirmación del proletariado durante el paso del capital a la dominación real. Desde su perspectiva, la teoría de Marx se convierte en pura justificación del reformismo obrero. La integración de la clase explotada está indudablemente relacionada con el aumento su poder dentro de la relación de explotación y con sus luchas por salarios más elevados, jornadas laborales más cortas y leyes que garanticen una cierta seguridad a la reproducción de la fuerza de trabajo. Ahora bien, como dentro de la fuga del capital esta relación ya no es una relación de explotación, ya no tiene nada de contradictoria y la integración se convierte en pura disolución del proletariado y, con éste, de todas las clases.

¡Camatte confunde la larga prosperidad «fordista» o «keynesiana» posterior a 1945 con la autorregulación completa del capital y el aumento incuestionable de los salarios reales con la creación de una reserva para los proletarios! Luego llega la inmensa desilusión de 1968 y sobre todo la del post-1968. El proletariado se agita y toma la palabra en todas partes, pero ¡no tiende a realizar su verdadero programa radical ni a manifestar su verdadera naturaleza comunista! Por tanto, no queda otro remedio que reconocer que todos los intentos realizados desde 1917 para oponer a la clase que se convierte en sujeto a la clase-objeto o la situación de crisis a la situación de prosperidad no han llevado sino a reforzar la «conciencia represiva» en su forma más dura: el «mito proletario». La agitación actual de la clase obrera no hace más que reactivar el mito y rejuvenecer a los diversos rackets neoleninistas o consejistas, todos ellos fascinados por el proleta auténtico, «el hombre de las manos callosas», que debe salvar la Organización o la Espontaneidad de la clase.

Conclusión: es necesario salir de la «errancia» y de la «conciencia represiva». El comunismo no es un nuevo modo de producción, pues ya no se trata de dominar una actividad productiva que se nos escaparía, sino de producir nuevas relaciones que determinen una nueva actividad. Tampoco es una nueva sociedad, ya que la sociedad sólo aparece con la formación de clases. Sobre estos dos puntos fundamentales, estamos completamente de acuerdo con Camatte. Ahora bien, el problema es que, al abandonar la teoría del capital como contradicción histórica entre clases, la comunización vuelve a convertirse en un ideal a realizar. Para Camatte, el comunismo es —definido positivamente— la reconciliación del hombre con su esencia comunitaria, lo que implica (cfr. Marx 1844) su reconciliación con su «cuerpo inorgánico», la naturaleza. Más allá del nomadismo y del sedentarismo, el «homo Gemeinwesen» habitará la Tierra sin superpoblarla, empleará técnicas suaves y será, macho o hembra, todo amor. Pero a partir de ahora, los hombres y las mujeres, atacados en su identidad biológica, deben abandonar este mundo putrefacto y formar pequeñas comunidades provisionales. En semejante perspectiva, por supuesto, ya no hay revolución. Sólo hay una separación del capital, que la disidencia de los Puros pretende favorecer.

En otro texto de 1973, firmado por Carsten Jühl, «La revolución alemana y el espectro del proletariado», se reafirma el carácter anticomunista del movimiento obrero. Durante los años 1918-1921, el proletariado alemán luchó tanto contra la miseria capitalista como contra el capital como tal. En ese momento existían dos factores desfavorables a la autonegación de clase: la necesaria reconstrucción de la economía alemana y la contrarrevolución bolchevique engendrada por la revolución rusa. En esta situación, Gorter, Pannekoek y todos los teóricos de la ultraizquierda dejaron claro contra Lenin que el centro de la acumulación de capital y, por tanto, de la revolución comunista, estaba en Occidente, donde había que elaborar su estrategia mundial, que la autonomía del proletariado implicaba el rechazo de todo frentismo en las metrópolis y de todo nacionalismo en las colonias, y que la revolución rusa, en tanto revolución proletaria cargada de tareas burguesas, no podía dictar su ley al movimiento comunista mundial. Sin embargo, los límites de esta pugnacidad fueron la fe en una revolución todavía posible dentro de una crisis mortal del capitalismo, el formalismo organizativo de los consejos y la oposición ficticia de la gestión obrera a la gestión burocrática.

En resumen, la revolución alemana salvó al espectro del proletariado de caer en el olvido histórico. Primero mesías del capital progresista e industrializador, luego organizador socialdemócrata de la integración de los trabajadores en la expansión imperialista, se suponía, sin embargo, que el proletariado iba a comunizar el mundo. En 1920, Gorter reconoció que el proletariado era hostil al comunismo a la vez que esperaba de él la emancipación humana. Al definir al proletariado mediante una conciencia engendrada por las experiencias acumuladas de la clase o a través de la formación continua proporcionada por el partido, Pannekoek y Lukács intentaron resolver la antinomia, pero sólo lograron agravarla. En definitiva, en ese momento decisivo ninguno de los teóricos del proletariado llegó a definir a la clase como función del capital. Esto, sin embargo, es lo que debe hacer la crítica revolucionaria actual. Debe abandonar el análisis en términos de clases y el plano de la negatividad para repensar la revolución de forma positiva y activa. Se trata, hablando claro, de reanudar la problemática especulativa humanista de del joven Marx.

En una breve introducción al Manifiesto del Grupo Obrero del PC ruso, « Prolétariat et révolution », Camatte completa el trabajo iniciado unos años antes. Para él, a partir del momento en que se reconoce que desde 1848 la intervención del proletariado no ha hecho sino favorecer el paso del capital a la dominación real, sólo se podía salir del atolladero rechazando su teoría. El Manifiesto muestra que el proletariado ruso, al igual que el alemán, reivindica el dominio sobre la sociedad. El encuentro de 1923 del Grupo Obrero del partido ruso y del K.A.P., el partido consejista alemán, así como la convergencia de las medidas que ambos propugnaban, resulta muy sintomático. Muestra el arraigo que tenía entre los proletarios la reivindicación del desarrollo proletario de las fuerzas productivas que diez años más tarde se denominaría «socialismo en un solo país». Para Marx, sin embargo, el proletariado era, en tanto última clase en aparecer en la historia y debido a su lugar en la producción, la negación absoluta del orden existente. Ahora bien, si el proletariado no ha transformado el mundo más que los artistas o los filósofos, la teoría del proletariado está tan muerta como el arte y la filosofía. De ahí que la tentativa situacionista de salvarla combinando conceptos del movimiento obrero clásico y la autonegación del arte esté condenada al fracaso. No se trata de salvar una teoría muerta mediante una construcción diferente, sino de «abandonar este mundo». En efecto, «los elementos fundamentales del devenir de la comunidad humana sólo pueden percibirse fuera del vasto arco histórico —momento intermedio— que abarca desde las comunidades primitivas hasta la realización de la comunidad del capital.» El capital es el producto de una alienación humana milenaria. «Por tanto, la especie humana debe levantarse contra su propia afirmación humana, que conduce a una deshumanización completa.»

El recorrido de Invariance es perfectamente circular. Habiendo partido de una identificación de la apariencia o de la reificación de las relaciones capitalistas con la realidad, Camatte y los camattianos construyeron una ideología que no hace otra cosa que reflejar la apariencia. La «solución» a la que llegan consiste, entonces, en rechazar pura y simplemente el problema que desde el principio fueron incapaces de plantear. Ya no hay revolución posible, porque el capital se ha emancipado en un mismo movimiento de la ley del valor y del proletariado. La propia revolución proletaria era, al igual que su teoría, una forma de la «errancia» de la humanidad y de la «conciencia represiva». Así, puesto que la alienación está a la vez en todas partes (en tanto materialización) y en ninguna (en tanto representación), puesto que, en otras palabras, el «hombre» sólo está atrapado en una totalidad de representaciones, puede y debe salir de esta sala de espejos y cultivar su auténtica esencia comunitaria al aire libre. La cuestión de saber si aún cabe esperar un sobresalto final de la especie ni siquiera se plantea. El comunismo se convierte en una abstracción tan trascendente que está ya siempre «realizado». El Fin —la comunidad humana universal o la esencia humana «en su hogar», en la mediación infinita de su «realización»— ya está presente en el Principio: el hombre en la inmediatez del ser o el modo de vida comunitario primitivo. Entre estos dos extremos del arco «histórico» se encuentra el momento de la negación o de la alienación, que en sí mismo está ya virtualmente «superado» en la «síntesis» y que, por tanto, puede ser anulado en el pensamiento, en la comunidad restringida y provisional de los Puros. Se trata de una «reconciliación» a la manera de Hegel.

Al sustituir la producción histórica del comunismo por el imperativo categórico de la «revuelta a título humano», la pregunta a la que Camatte cree responder es: ¿cómo puede producirse la emancipación humana, cuyo portador dicen los comunistas desde Marx que es el proletariado, cuando éste ha sido absorbido por el capital? Y la respuesta, tan mistificadora como la pregunta, es que esta emancipación humana debe volverse ahora contra la teoría del proletariado, fugándose de la fuga del capital y dejando de errar por la infinidad de sus representaciones, de las que el mito proletario forma parte integral. No obstante, la pregunta a la que realmente responde es: ¿cómo aceptar la nueva realidad, la crisis mortal de la afirmación del proletariado y de su programa, a través de una nueva interpretación?

En efecto, la fuga camattiana «fuera del mundo» deja sin resolver todos los problemas del «mundo». ¿Por qué el nuevo «asalto proletario» refluye en todas partes? ¿Por qué se invierte en todas partes el rechazo al trabajo en una defensa, a veces muy dura, del empleo en el país? ¿Por qué la impugnación del «sistema», todavía muy vaga pero global, se especializa en luchas separadas que producen identidades cada vez más rígidas? En definitiva, ¿por qué el proletariado, tras haber dejado manifiestamente de afirmarse como la clase de la emancipación del trabajo, tampoco tiende a afirmarse como comunidad humana negándose como proletariado? Esta es la pregunta en la que se encierra a partir de 1977 La Guerre Sociale, de la que no figura en nuestra antología ningún texto, pero cuya crítica analizaremos muy brevemente, por el papel que desempeñó esta revista en la producción teórica posterior a la ruptura.

A finales de los años 70, la tesis de un desbordamiento de las luchas en curso hacia la comunización ya no era sostenible. Ahora bien, si como La Guerre Sociale, se afirma pese a ello que existe «una tensión confusa hacia el comunismo» sin decir cuál es la naturaleza de esta tensión ni por qué se describe el comunismo como comunidad humana, no se hace sino dar respuestas que agravan la confusión. La resistencia subterránea e incluso las explosiones abiertas que La Guerre Sociale presenta como explicaciones no son en realidad más que meras descripciones. Por otra parte, si bien es evidente que la teoría comunista no tiene por objeto la liberación de los animales, no se puede definir la comunización como producción de una comunidad humana sin reducir el proletariado al hombre y la contradicción capital/proletariado a una simple oposición entre el hombre y sus necesidades, por un lado, y el capital como la negación absoluta de ambos, por otro.

La problemática subyacente y sin explicitar de La Guerre Sociale no hace más que reflejar, por tanto, la experiencia inmediata del proletario bajo la dominación real del capital. En lugar de una contradicción histórica entre clases, lo que hay es un conflicto entre dos esencias, o más bien entre lo positivo (el hombre-proletario) y lo negativo de una misma esencia (el monstruo o no-hombre capitalista). Y cabe preguntarse cómo podrá realizarse la «confusa tensión hacia el comunismo», cómo lo humano podrá suprimir por fin lo no humano, puesto que de entrada la relación capital/proletariado ha sido concebida como una condición proletaria sobreañadida al hecho de ser humano, como un simple corsé de la esencia humana. Ahora bien, es la situación misma del proletario la que hace que éste no quiera seguir siéndolo y la que define lo humano y lo inhumano. Para sí mismo, la revuelta contra el capital y contra su propia situación no remite al proletario a una distinción entre lo que es en su relación con el capital y lo que es como persona, dado que la única mercancía que posee, su fuerza de trabajo, forma una unidad con él; si en el mismo momento en el que ésta deja de pertenecerle, él ya no se pertenece a sí mismo, entonces ya no hay ninguna esencia o naturaleza humana, ninguna positividad ni exterioridad de su ser que pueda oponer al «monstruo capital».

Además, como el proletario individual no es definido como proletario en general, sino como proletario dentro de una relación histórica particularizada con el capital, que a partir de 1968 implica la crisis mortal de la afirmación del proletariado y del programa de transición, tampoco existe una reapropiación humana de las fuerzas productivas desarrolladas por el capital. Para expresarse como La Guerre Sociale, no hay trabajo «útil» o que satisfaga «necesidades humanas no alienadas» que se distinga de la «masa creciente de trabajo que ya no sirve para satisfacer necesidades». Todo trabajo asalariado es o bien directamente productivo de plusvalor, o indirectamente necesario para la producción y circulación del plusvalor, que bajo el capital es la mediación y la separación «infinita» entre los individuos y sus relaciones. Toda concepción del comunismo que plantee la necesidad de reproducir las fuerzas productivas y de contabilizar el tiempo de trabajo social disponible para satisfacer las necesidades, en realidad no está teorizando el comunismo, sino la transición socialista, que mantiene la separación entre las necesidades y su satisfacción, entre el trabajo y la simple manifestación de sí, entre el individuo y su comunidad. Constatamos aquí una vez más —cfr. Lordstown 72 o los sinsabores de la General Motors y Counter-planning on the Shop Floor— cómo la problemática humanista —sobre todo cuando permanece sin explicitar, en la evidencia del ser humano y de sus necesidades— puede reanudar —modificándola, pero sin criticarla a fondo— la «solución» programática clásica: la regulación o el control proletario de las fuerzas productivas y del movimiento del valor.

El problema es que en el marco del agotamiento del movimiento post-sesentayochista y del desconcierto provocado por la crisis de la teoría-programa, los comunistas tendieron, al buscar una salida, a no encontrar más que un refugio. Y, al no encontrar una salida al margen de la problemática imposible del neoprograma humanista, La Guerre Sociale encontró un refugio en la evidencia del ser humano. Sin embargo, pretendía mantener unidas, dentro de una misma concepción —y sin que esta dualidad le supusiera un problema—, una determinación clasista de la época del programa, el lugar de los proletarios en la producción, y una determinación genérica de la época post-68, las hazañas de la resistencia humana a la alienación. Buscó al mismo tiempo, al igual que los teóricos de la autonomía y del proletariado precario, redefinir al sujeto proletario, pero siempre dentro de una lógica neo-programática y activista, reduciendo la relación contradictoria entre las clases a un simple enfrentamiento entre el ser humano-proletario y el monstruo-capital. Al hacerlo, en la medida en que el proletariado ya no coincide con una figura social determinada ni con una figura política duradera, se vio abocada a diluir la lucha de clases del modo de producción capitalista y su superación comunista en la larga y dolorosa «historia» de la alienación, abriendo así el camino a otra revista, muy próxima y muy diferente, La Banquise, de la que entre 1983 y 1986 aparecieron cuatro números.

Nuestra antología tampoco contiene ningún texto de La Banquise, pero dado que dicha revista formalizó el paradigma humanista, que sigue activo hoy en día, sobre todo en el movimiento de acción directa, cuando menos tendremos que analizar brevemente su «manifiesto», «Le roman de nos origines ». Desde el principio, el objetivo del texto se define como «una síntesis del movimiento revolucionario moderno» que tiene por hilo conductor «la relación entre el capitalismo y la actividad humana, de la que éste extrae su dinamismo sin agotarla del todo». Y desde el principio, la problemática recuerda asombrosamente a la de Invariance: «La revuelta a título humano, universal y no categorial, nace de un límite del capital, que se manifiesta entre otras cosas en las crisis económicas, pero que no se reduce a ellas.» El papel de quienes teorizan es, conforme a esta universalidad de la revuelta, criticar los fundamentos de la deshumanización, «la desposesión mercantil y salarial», y no sólo sus efectos, «el paro, la pobreza, la represión». El vil economicismo y el humanismo plañidero son, pues, rechazados en un mismo movimiento: «El capital no topa con su límite en la miseria absoluta ni en la pérdida del sentido de la vida donde, sino en sus dificultades para absorber la energía del trabajo vivo, del proletario.»

Cabría observar aquí que Marx no basó su necrología del capital en la pauperización del proletariado, sino en la definición del modo de producción capitalista como una contradicción en proceso entre clases, que conduce a su superación a través de la particularización histórica de dicha relación contradictoria, mediante la particularización histórica de la actividad de las dos clases en lucha. Pero lo que nos concierne aquí no es tanto la forma en que La Banquise interpreta a Marx como su construcción humanista. Según La Banquise, la comunización no es el término final y la verdadera superación de la contradicción que constituye el capital, sino una insurrección libre o indeterminada de la actividad humana, harta de ser vampirizada por lo no humano. Bajo la apariencia de una historia, sólo hay una resistencia irreductible del ser humano a ser absorbido por el monstruo, no sólo a nivel del tiempo de trabajo, que sigue siendo el momento decisivo de la vida social, sino también a nivel del tiempo «libre», que está ocupado de antemano por el consumo, de ahí la sustitución del término actividad por el de trabajo.

Se trata, por tanto, de una problemática más francamente humanista que la de La Guerre Sociale, que intentó articular la vieja determinación clasista y la determinación humana, el lugar de los proletarios en la producción y las necesidades humanas subyacentes al proletario. La Banquise marca distancias con respecto a Invariance, pero reanuda toda su problemática salvo las conclusiones. La influencia camattiana se manifiesta en la afirmación de que el límite del capital es doble: tanto pasivo (la tierra se agota) como activo (el hombre se rebela); los límites ecológicos más el límite humano. Corolario: siguen existiendo contradicciones, pero éstas se confunden con los «defectos» del sistema; no son portadoras de su superación y no podemos garantizar que el proletariado las aproveche algún día para «hacer su juego».

Incluso suponiendo que esta resistencia irreductible de la actividad humana fuera efectivamente un límite del capital, ¿qué relación puede existir entre este límite y las crisis económicas? Esto es lo que habría que explicar para apoyar la tesis, pero sobre esto no se nos dice nada. Tenemos, por un lado, elementos tomados de la teoría «marxista», o sea, en realidad, de la vulgata programática de la teoría de Marx —el proletariado y su lugar en la producción, las crisis del capital y las oportunidades que ofrecen al proletariado para emanciparse— y, por otro, un fundamento especulativo joven-marxista, la esencia humana como actividad historizada de la especie. De hecho, se puede hacer abstracción de los elementos «marxistas» y la teoría funciona igual de bien, pero entonces se perdería toda conexión con la teoría del proletariado y se correría el riesgo de caer en el invariantismo.

El problema para La Banquise es «que ya no podemos reivindicar nada, es decir, nada que exista positivamente en este mundo, para defenderlo, para extenderlo, y mucho menos para transformarlo en un sentido proletariófilo». En otras palabras, en el corazón del sistema, en la zona desarrollada del capital, ya no existe o apenas existe identidad obrera. No se puede negar esta desaparición de la identidad obrera, que refleja un cambio de nivel de la contradicción portador de la comunización, pero la conclusión que a la que llegan los redactores de La Banquise, precisamente porque no captan el vínculo entre la desaparición de la afirmación programática del proletariado y la de todo desbordamiento entre las luchas cotidianas y la revolución, es que hay que hacer como si a partir de luchas necesariamente efímeras y dispersas pudiera desarrollarse una dinámica programática. Como si, a partir de la «experiencia proletaria» y los «núcleos revolucionarios», pudiera formarse, incluso antes de la revolución, un «partido de la humanidad».

En este «hacer como si», la realidad de la reestructuración es reconocida y negada a la vez: se la reconoce como reorganización técnica del trabajo (informatización, robotización) y se la niega como una nueva configuración de la contradicción entre las clases. Puesto que con la identidad y la autonomía obrera han desaparecido todos los obstáculos a la fluidez de la valorización intensiva, la contradicción se plantea al nivel de la reproducción de las dos clases de la relación de explotación. Y La Banquise no entiende este cambio decisivo, porque el único problema, desde su punto de vista, consiste en saber si el proletariado puede expresar en cada situación concreta su verdadera naturaleza comunista y en qué medida. Contra el derrotismo desarrollado a finales de los años 70, afirma que la historia del capital no es una sucesión de adaptaciones victoriosas de la clase explotadora. Contra el triunfalismo que prevaleció en el pasado, reafirma que la historia del capital no es una sucesión de luchas proletarias que anuncian la futura victoria de la clase explotada. Se trataría, pues, de una interacción entre ambos, del proletariado que impulsa al capital a modernizarse y rematar su dominación y del capital que conduce así al proletariado a sublevarse, mediante un acto libre, contra el éxito mismo de este apogeo. Pero el arco histórico del capital sería demasiado corto para comprender lo que es la «revuelta a título humano» y, por tanto, también demasiado corto incluso para entender lo que ha sucedido desde 1789 o 1848.

Hay, sin duda, una transformación de la perspectiva programática —un reconocimiento ambiguo de la reestructuración capitalista y de la desaparición de toda afirmación del proletariado— pero no una ruptura, en el sentido de que no se produce ninguna otra concepción coherente del proceso revolucionario. El eclecticismo, es decir, la reducción de distintos sistemas teóricos a sus diversos elementos, recombinados luego según las necesidades de la Causa Humana, es ahora la única manera de seguir pensando el «movimiento comunista» sin criticar a fondo el programa. Y la negación formal del eclecticismo, su rechazo supuestamente casi natural «porque existe un movimiento comunista», confirma su necesidad. «Nosotros» —es decir, La Banquise — lo practicamos, porque, en la perspectiva humanista, el comunismo está en todas partes y en ninguna, porque es «la tendencia irreprimible» que asegura «el triunfo de lo que es común a los hombres, su estar juntos», porque en suma, en los «puntos álgidos» de la historia, desde las primeras sociedades de clase hasta la dominación real del capital, la esencia comunista del hombre «surge de la realidad fenomenológica cotidiana para emerger completamente como fuerza social ofensiva». Pero, ¿por qué demonios esta misteriosa «tendencia comunista» no deja de convertirse en su contrario, en la democracia burguesa en 1848, en el gobierno popular en 1871, en el Estado y los consejos obreros a partir de 1917, y en la «autogestión generalizada» de las relaciones de producción capitalistas después de 1968? ¿Y por qué demonios ese infame determinista de Marx definió el modo de producción capitalista —y no el despótico o el feudal— como la producción histórica del comunismo?

Así pues, henos aquí de vuelta, a través del «rodeo» de La Guerre Sociale y de La Banquise —a través del rodeo de una segunda vía teórica, discrepante de la de Invariance, pero asentada en las mismas bases humanistas—, al problema tal y como se planteó ya en 1975, con la fuga de Invariance «fuera del mundo». Si, por un lado, la revolución comunista ya no puede concebirse como la afirmación de la clase del trabajo y si, por otro lado, la concepción de la revolución como operación del proletariado sobre sí mismo desemboca en un delirio especulativo —la autonegación de la clase— entonces ¿cuál puede y debe ser la teoría de la revolución en la época abierta por el fracaso del movimiento post-sesentayochista?

A fin de comprender mejor cómo por fin se dio una respuesta concluyente a esta cuestión decisiva —que, por supuesto, no fue enunciada así en su momento, al menos en lo que respecta a la segunda determinación, la autonegación como problemática imposible—, daremos otro breve «rodeo» fuera de los textos de nuestra antología. El programa proletario, incluso en la versión más «científica», elaborada por Marx, separaba el análisis del desarrollo contradictorio del modo de producción capitalista del de la lucha de clases. En el seno de la afirmación del proletariado, la solución de la contradicción sólo podía ser el triunfo de uno de sus términos. De ahí que, en la fase de descomposición final del programa después de 1968, cuando la teoría comunista buscó una salida en el humanismo radical, la contradicción de la acumulación no pudiera plantearse todavía como contradicción capital/proletariado ni la tendencia a la caída de la tasa de ganancia como idéntica a la lucha de clases.

Ahora bien, en Crisis y teoría de la crisis (versión alemana de 1974, traducción francesa de 1976)9, el viejo teórico consejista Mattick reanuda el trabajo que había iniciado unos años antes con Marx y Keynes. Aquí vuelve a atacar a Keynes y las ilusiones de la economía mixta, pero lo que estimuló a toda la «comunidad teórica» de la época fue más bien su crítica a Luxemburg. El error de Luxemburg consiste, para Mattick, en haber reiterado la necesidad del «colapso» del capital sin comprender su proceso. En su simpático afán por demoler a los revisionistas, ésta no vio que, si bien hay dos líneas teóricas en El Capital, una que explica las crisis por la distorsión entre producción y consumo, y la otra por las contradicciones de la acumulación, la línea dominante y la única coherente con el conjunto de la demostración de Marx es la segunda, que por lo demás incorpora a la primera. El problema que plantean las crisis no es el de la realización, sino el de la producción de plusvalor. La reabsorción de la crisis implica el reajuste de esta producción a la estructura cambiada del capital. Es necesario restablecer, con una composición orgánica más elevada —que comprenda una mayor proporción de capital constante, el cual no hace más que transmitir su valor al producto—, una tasa de plusvalor suficiente para fecundar toda la masa de capital acumulado.

Sin embargo, en la demostración de Mattick lo más importante es la conclusión que se desprende de ella y que nos permite formular. Si la crisis no se debe a una sobreproducción de mercancías (lo que implicaría al mismo tiempo una sobreproducción de plusvalor, una reproducción del capital puesta en peligro por un exceso de valorización, y un subconsumo del proletariado que define su lucha como una simple reacción a su miseria agravada), si se debe, por el contrario, a una escasez de plusvalor, entonces el proletariado ya no está en situación de reaccionar ante ella, sino que es uno de los dos actores de la contradicción cuya particularización explosiva es la crisis. En efecto, la escasez crónica de plusvalor significa que los medios de explotación están en contradicción con su objetivo y que la tendencia constante del capital a suprimir el trabajo necesario para aumentar el plustrabajo socava la base de su valorización, el trabajo asalariado, reproduciendo la contradicción de clases a un nivel siempre superior. Hasta el punto —alcanzado a través de la reestructuración «posfordista»— en el que se eliminan todos los obstáculos a la fluidez de la valorización intensiva y se destruye toda autonomía o identidad obrera, lo que plantea la contradicción entre las dos clases del capital a nivel de su reproducción.

Por supuesto, el análisis de Mattick sigue haciendo abstracción de las condiciones concretas de la explotación y, por tanto, se mantiene dentro de los límites del programa y de la separación objetivista entre el desarrollo del capital y la lucha de clases. Sin embargo, proporciona todos los elementos para superar el programa y su objetivismo. Para él, si bien la crisis se produce de manera puramente económica, no se la puede reducir a factores puramente económicos. Es necesario entender cada crisis particular en su situación histórica particular, pues la propia periodicidad de las crisis tiene una historia. Allana así el camino a los comunistas de la joven generación sesentayochista que, tras haber construido una teoría de la autonegación del proletariado, acaban por comprender que su teoría, lejos de resolver el problema de la revolución, lo hace insoluble. Al integrar la contribución de Mattick, se puede criticar a fondo tanto el subjetivismo de la subversión como la separación objetivista entre el curso de la acumulación y el de las luchas. En y contra la fuga especulativa de la teoría comunista, se elabora un nuevo paradigma, que será el de la superación real del programa proletario.

A mediados de los años 70, todos los grupos de la difunta ultraizquierda marxista estaban en crisis y sus revistas también. Invariance, que creía haber encontrado la salida en un humanismo trascendente —la «errancia» de la humanidad— se había salido de la órbita gravitacional. Le Mouvement Communiste, escéptico en cuanto a las posibilidades de acción revolucionaria a corto plazo, había dejado de publicarse. Los integrantes de Intervention Communiste y de Négation aún seguían intentando realizar una síntesis entre la defensa de las posiciones revolucionarias clasistas y el comunismo como realización del «hombre total», y debatían sobre esta base. El problema de la reestructuración aún no se había planteado, y se negaba que fuera siquiera posible. Sin embargo, esta negación era una forma implícita de reconocer su realidad, y el análisis de la explotación se reanudó por el rodeo de este reconocimiento ambiguo del curso de la crisis, lo que desembocaría en su definición como contradicción histórica entre las clases. Esto es lo que vamos a mostrar analizando el último texto de nuestra antología, «Revolución y contrarrevolución», escrito por un miembro de Intervention Communiste.

Este texto, escrito en 1974, reanuda el análisis del proceso revolucionario expuesto en 1973 en « Les classes ». Fundado en el ciclo de la metamorfosis del valor, el capital mina su propia base, el valor. Su límite, por tanto, no es externo o cuantitativo —insuficiencia de los mercados o agotamiento de los recursos terrestres— sino interno y cualitativo: es la acumulación misma. En virtud de la necesidad del propio movimiento de la acumulación, el capital acaba presentándose como el creador del valor y, por tanto, como eternamente reproducible. Todo iría sobre ruedas si pudiera emanciparse de la ley del valor, pero en realidad sólo puede distorsionar su funcionamiento. En resumen: «Al desarrollarse y presentarse como la única fuente de ganancia, el capital no hace sino disminuir el mismo plusvalor en el que, cíclicamente, está obligada a resumirse la ganancia».

 Así pues, y dado que la valorización es al mismo tiempo desvalorización —cfr. Marx y Keynesla necesidad histórica del capital es la abolición del valor. Ahora bien, por muy lejos que pueda llegar efectivamente en este sentido, no puede dar el paso decisivo que lo conduciría más allá, porque «en última instancia» no es otra cosa que esta contradicción en proceso. Así pues, es el proletariado quien va a realizar su utopía, pero puesto que la abolición del valor está inscrita en el curso histórico del capital, este es el contenido mismo de la revolución, no un objetivo final. «Al acelerar su emancipación del valor, el capital corroe las bases de su comunidad, ya que el hombre se convierte en una mercancía inútil.»

En esta confusión entre especie humana y proletariado, la positividad o exterioridad de la clase revolucionaria con respecto a la sociedad que va a revolucionar se mantiene. La imposibilidad de una valorización eterna del capital no está concebida como una contradicción entre clases, sino que se convierte en una propiedad del proletariado, el cual se convierte de golpe en sujeto-objeto de la revolución. A partir de aquí, se puede plantear la abolición del valor como condición de existencia del proletariado, y la identidad entre esencia y forma de la confrontación revolucionaria como abolición del valor. Y este es el tercer momento de la demostración: la desvalorización une revolución y contrarrevolución en un mismo movimiento.

Si se considera en conjunto el ciclo histórico que estaba a punto de concluir, desde el final de la Primera Guerra Mundial hasta después de 1968, podría decirse que la acumulación se intensificó, que mediante la reanudación fallida de los años 20 y 30 y la espantosa reestructuración de la Segunda Guerra Mundial la contradicción valoración/desvalorización se mantuvo dentro de límites no explosivos. (Esto en las áreas desarrolladas del capital, y sobre todo en Occidente; en el Tercer Mundo, la relación capitalista tomó la forma de un «acoplamiento-destrucción» de vastas regiones, y acarreó numerosas y violentas explosiones sociales.). Sin embargo, esta valorización encontró su límite en la existencia de los hombres-mercancía, los proletarios. Y así regresó la crisis: las ganancias reaparecieron como plusvalor y el plusvalor como plustrabajo, cuyo crecimiento suprimió precisamente una parte importante del trabajo necesario.

Si se considera la conclusión del ciclo, no se produjo una desvalorización controlada, sino la mera organización de la desvalorización, de los gobiernos a las comunidades hippies. O sea, la desvalorización se pospuso para más adelante. Ahora bien, la revolución, a diferencia de la contrarrevolcuión, plantea la desvalorización como abolición del valor. Obrando en modo todo o nada, excluye cualquier control parcial y provisional de áreas o sectores «liberados». En las áreas o sectores excluidos de la valorización intensiva, desde los barrios de chabolas del Tercer Mundo hasta los guetos estadounidenses y norirlandeses, la contrarrevolución ni siquiera es capaz de organizar la desvalorización; simplemente permite que acontezca de forma brutal. La única salida para los proletarios es la revuelta y la muerte. Pero el significado universal de esta peculiar imposibilidad del reformismo es la imposibilidad de una reestructuración del capital dentro de su crisis actual.

Dejaremos de lado las sutilezas de la construcción teórica (los tres binomios de la desvalorización), así como los detalles del análisis histórico pertinente (la contrarrevolución desde 1918 hasta después de 1968), y extraeremos los dos puntos de ruptura del texto. Por un lado, queda formalmente excluida cualquier reestructuración, pero la posibilidad de una reestructuración está incluida en la afirmación de que la desvalorización une revolución y contrarrevolución. Si la desvalorización puede ser combatida a través de sí misma, y ​​si la crisis es inmediatamente una práctica «humana», entonces ninguna crisis —considerada desde el punto de vista estrictamente económico de la clase capitalista— puede ser definida como «definitiva». Por otro lado, si la crisis del viejo régimen de explotación «fordista» no agotó la necesidad de la relación capitalista, como todos los comunistas creían en aquel entonces, sí destruyó los fundamentos de la afirmación gestionaria del proletariado, lo que efectivamente volvió inútil toda mediación política y cambió la función de la teoría.

El doble movimiento de la contrarrevolución posterior a 1968 —disolución subjetiva en la sociedad en forma de ideología del hedonismo y concentración objetiva en el movimiento izquierdista y la izquierda sindical en forma de reformismo «radical»— liquidó el viejo movimiento obrero revolucionario y su programa de emancipación del trabajo. En el transcurso de este doble movimiento, la teoría comunista comenzó a criticar el programa y, por tanto, a reintegrar en su construcción al otro actor de la relación de explotación, la clase capitalista. Es el nuevo curso de las luchas el que permite plantear la abolición del valor como abolición de todas las clases —incluido el proletariado— y superación de todo funcionamiento democrático. Al mismo tiempo, la teoría deja de confundirse con un programa a defender y realizar, lo que nos permite afirmar que la irrupción de la revolución, al suprimir la posibilidad de grandes ensayos teóricos, realizará sin embargo la ósmosis de la teoría y la práctica, porque la teoría no es una mediación, sino el contenido y la producción misma de la revolución.

La conclusión de «Revolución y contrarrevolución» es que en la comunización no hay ninguna separación entre medios y fines. En tanto abolición del valor, la fase violenta y decisiva de la revolución sólo puede ser de breve duración, y su extensión mundial ha de ser veloz. En tanto abolición del valor, implica la intervención de pueblos que pertenecen a grados diferentes de desarrollo capitalista. Además, no puede manifestarse en un área determinada sin que el problema se plantee a nivel global. Por último, si se produce una ruptura en un punto determinado, ésta se acelera por el hecho mismo de no se trata de abolir una suma de objetos, sino la totalidad de una relación social.

A través de los textos más interesantes de nuestra antología, vemos que el curso de la crisis pone en tela de juicio la problemática de la autonegación. No hay separación de una clase para sí, que sería el proletariado comunizador —formado sobre la base de la relación de explotación, pero definido al margen de ella, a través de su pura acción revolucionaria— de una clase en sí, que sería la clase obrera defensora del trabajo. Significativamente, «Revolución y contrarrevolución» responde a una pregunta que no se plantea: la de la reestructuración. Pero el reconocimiento implícito de la reestructuración no produce todavía una verdadera ruptura. ¿Cuál es entonces el punto de llegada, en torno a 1975, de toda la producción teórica del periodo posterior a 1968? ¿Y cómo se produce finalmente la ruptura?

La principal conquista es la crítica de las luchas gestionarias y el rechazo de todo zurcido del programa proletario de emancipación del trabajo. La revolución —es decir, la comunización— será la destrucción inmediata del trabajo asalariado, del intercambio mercantil, de todas las clases —incluido el proletariado— y, por tanto, también de toda mediación política. La necesaria formación de un partido comunizador no implicará la transformación del movimiento revolucionario en contrarrevolución burocrática. En efecto, tan pronto como inicie su labor destructiva, el proletariado comenzará al mismo tiempo a socavar las bases de toda burocracia: la construcción de un mundo obrero, es decir, la reproducción de las relaciones de producción capitalistas.

Sin embargo, la cuestión decisiva, la del proceso que lleva de las luchas inmediatas a la comunización, sigue sin resolverse. Por un lado, ya no se osa afirmar demasiado que pueda existir un desbordamiento entre unas y otra. El rechazo al trabajo se está agotando y las huelgas gestionarias se están integrando en el movimiento contrarrevolucionario. Los disturbios en los guetos expresan la protesta masiva contra la alienación del consumo, pero por definición no atacan su base, el trabajo asalariado. Por otra parte, la propia imposibilidad de pasar del final de la afirmación del proletariado a su autonegación sume a todo el «medio» teórico en un gran desconcierto, lo que acarrea una deriva activista (la exacerbación de la famosa «tensión confusa hacia el comunismo») o una sobrepuja adicional en la especulación (la disolución de la contradicción capital/proletariado en el arco histórico de la alienación).

La solución se encontró finalmente no «fuera del mundo», sino dentro, bajo la presión del desarrollo de la reestructuración. Y no del lado de los que buscaban una salida a la crisis de la teoría en el activismo, sino del lado de los que, habiendo pasado más tiempo en el purgatorio de la especulación, sentían el mayor deseo de salir de él.

Ya en 1978, en una introducción a la segunda versión de «Revolución y contrarrevolución» publicada en una revista nueva —Théorie Communiste— creada por los antiguos redactores de Intervention Communiste (reforzados por otros individuos), se hizo el balance de la autonegación. Se reconoció que la crítica del trabajo como esencialmente alienado no iba más allá de una crítica programática del programatismo. Toda la construcción especulativa del comunismo por imposibilidad fue rechazada junto con la pseudo-contradicción capital/valor. En efecto, si la valorización es realmente contradictoria, la única dinámica de todo el desarrollo era la relación del capital consigo mismo. El defecto de los análisis anteriores —tanto los de Intervention Communiste como los de los demás grupos teóricos— no fue haber planteado mal la contradicción capital/proletariado, sino no haberla planteado en absoluto. Sin embargo, tuvieron que pasar algunos años más para que, mediante la producción de los conceptos fundamentales de programatismo, reestructuración y ciclo de luchas, la problemática de la autonegación fuera explícitamente rechazada.

En 1986, en la introducción al nº 7 de Théorie Communiste, se completó la crítica del concepto de autonegación. El desarrollo del capital se concibió como una sucesión de ciclos de luchas y se rechazó la concepción programática de la acumulación de condiciones. En consecuencia, el viejo ciclo ya no se consideró como un proceso que había que radicalizar, sino como una totalidad determinada que había agotado todas sus posibilidades y cuya esclerosis ideológica la había representado la problemática de la autonegación. Ahora bien, sólo fue posible criticar —diez años después del inicio de la reestructuración— la autonegación como ideología del fin del viejo ciclo sobre la base del nuevo ciclo. Fueron el contenido y las posibilidades que éste abría lo que determinó las características del antiguo y lo definió como tal. No se pudo entender en su particularidad sino a posteriori, pero esta comprensión no tuvo nada de revelación especulativa, pues «un ciclo de luchas sólo existe produciendo su superación, a través de la situación y la práctica específica del proletariado.»

El curso de los acontecimientos confirmó en su conjunto los análisis realizados por Théorie Communiste al comienzo de la reestructuración. En el curso de un mismo movimiento, ésta adecuó el proceso de valorización basado en el modo relativo de extracción de plusvalor a sus condiciones e hizo desaparecer toda autonomía obrera. A través de sus tres momentos —la compra-venta de la fuerza de trabajo, la producción de plusvalor y su acumulación— la explotación se volvió mucho más «flexible». Mediante un prolongado ataque a los salarios directos e indirectos, la abolición de toda separación rígida entre empleo y desempleo, anualizando el tiempo de trabajo y multiplicando las jornadas individuales simultáneas en la jornada social y, por último, disolviendo las zonas de acumulación aún autónomas del antiguo bloque estalinista y del Tercer Mundo, la clase capitalista superó los límites del viejo ciclo. Restableció una tasa de ganancia promedio adecuada a la acumulación de un capital ampliado y concentrado al mismo tiempo y, por eso mismo, reestructuró la contradicción que la opone al proletariado. Esto implica su reproducción a un nivel cualitativamente superior, como lo demuestra, por una parte, la sucesión cada vez más estrecha de crisis parciales cada vez menos limitadas y, por otra, la desaparición de toda práctica programática, la imposibilidad, confirmada en cada lucha, de plantear objetivos intermedios entre la lucha y la comunización.

Es decir, la reestructuración no es la eternización consumada del capital. Unificado bajo la dominación de su polo financiero, el capital no se ha «fugado», sin embargo, en una valorización especulativa que torne ficticio el trabajo. Sigue reproduciéndose a través de la explotación del proletariado; sigue siendo una contradicción histórica entre clases. Las luchas actuales no oponen, pues, a masas de individuos abstractos, simplemente «humanos», a una máquina social «inhumana»; no oponen a dos fuerzas exteriores la una a la otra que se buscan por la calle como dos boxeadores en un ring, sino a los dos términos recíprocamente implicados de una contradicción que es la de la valorización intensiva globalizada.

A través del análisis de todos estos textos, hemos respondido, por tanto, a las tres preguntas que nos planteamos al principio. La revolución no será una reapropiación de la «riqueza», sino una abolición del valor. No surgirá como una superación siempre posible de la «alienación», sino que se producirá como una superación, mediada por la crisis económica, de los límites actuales de las luchas. Por último, no será, como dice en la actualidad Negri, obra de una vaga «multitud» que afirme la «democracia absoluta en acción», sino únicamente la del proletariado en el seno de la relación de explotación reestructurada, cuando ponga en entredicho, dentro de la crisis, su propia existencia de clase.

La cuestión post-1995

Estas respuestas nos conducen a la cuestión actual que plantea la formación del movimiento democrático radical. Este movimiento se ha desarrollado porque la reestructuración ha terminado, porque la contrarrevolución ya no está arraigada —como después de 1968— en una reactivación de la afirmación del proletariado, porque la reproducción del capital es ahora el horizonte cotidiano de las luchas, incluso de las más masivas y violentas, es decir, en definitiva, porque actuar como clase se ha convertido en el límite mismo de la actividad de clase del proletariado. Pero, ¿los grupos que impugnan el movimiento «ciudadanista» son sólo la oposición interna del «ciudadanismo» o forman, por el contrario, una corriente que presagia la comunización?

La ambigüedad de los anticiudadanistas ante la exigencia de la «verdadera democracia» es constitutiva de su identidad política. En otras palabras, los ciudadanistas y los anticiudadanistas forman parte de momento del mismo movimiento democrático radical, aunque no desempeñen en él la misma función. Y se puede decir «de momento», porque en la medida en que el anticiudadanismo no pretende regular o domesticar el capitalismo, sino radicalizar un movimiento que no puede ser radicalizado, desaparecerá como corriente cuando el ciudadanismo se vuelva inmediatamente contrarrevolucionario. Muchos de los actuales practicantes de la «subversión», que confunden la abolición del valor con la reapropiación «humana» de la «riqueza», llegarán entonces a criticar su propia práctica e ideología pasadas, y emprenderán de este modo la vía de la comunización. Pero dentro del necesario esfuerzo de anticipación teórica del movimiento comunizador, no hay que confundir lo que se hará mañana con lo que se está haciendo hoy.

Hoy, la corriente ciudadanista mayoritaria fija los límites de las luchas como infranqueables defendiendo un capitalismo productivo —inversores de verdad y trabajadores de verdad— y organizando un «desarrollo sostenible». El anticiudadanismo o el movimiento de acción directa, autonomizan, por el contrario, las luchas de su ciclo, al confundir la comunización con la creación de zonas cada vez menos temporalmente liberadas del capital y la abolición del valor con la reapropiación de la «riqueza». Por un lado, no se vislumbra ya abolición alguna del capital, y por el otro, no se entiende el camino que queda por recorrer desde las luchas actuales hasta la revolución.

Los comunistas están embarcados en el ciclo de luchas actual con todo el democratismo radical, pero es con los anticiudadanistas con los que se ven llevados a debatir, porque el anticiudadanismo es su polo inestable. Esforzándose siempre por radicalizar a la «multitud» ciudadana, denunciando el reformismo de sus organizaciones, siempre queda reducido a su radicalismo contestatario por el hecho mismo de plantear la revolución como subversión. Como demuestran, entre otros, los textos recientemente publicados bajo el título «Mutines Séditions», este tema de la subversión, con el que ya nos hemos topado en el análisis de los textos del período posterior a 1968, sintetiza desde 1995 todas las aporías de la «revuelta a título humano»: la lucha de clases como modo de vida, la necesidad y la imposibilidad de abandonar el activismo, la desconfianza hacia la teoría. Por tanto, tendremos que concluir con la crítica de la subversión.

El movimiento de acción directa parte del punto de vista del individuo que se percibe a sí mismo como aislado, es decir, no particularizado como miembro de una clase. Entiende la comunidad del capital como una suma de representaciones alienantes —dinero, mercancía, poder— y plantea, por tanto, la lucha de clases como una lucha interna del proletariado entre dos situaciones individuales abstractas: la sumisión y la subversión. (Al criticar este movimiento, no negamos que la revolución también pasará por una lucha en el seno del proletariado. Sólo negamos que sea una opción existencial entre dos «actos libres».) El motín, ya se organice voluntariamente en y contra una manifestación ciudadana, o se produzca como un movimiento de masas espontáneo, se considera —y, en el caso de las «anti-cumbres», se practica— como una relación social. Ya no hay contradicción en proceso entre las dos clases del capital, hay dos mundos frente a frente, uno de los cuales es inmediatamente el comunismo.

Criticar a los anticiudadanistas como oposición interna del democratismo radical no impide reconocer que su práctica expresa la principal determinación real de la contradicción del capital en el momento actual: la inmediatez del comunismo. Estamos con los black blocs y con todos aquellos que, dentro del movimiento de acción directa, dicen «representarse» sólo a sí mismos, y en contra todos los leninistas más o menos reciclados que se las dan de «guías y organizadores» del proletariado mundial. Estamos con todos los que plantean la revolución como la comunización inmediata de las relaciones sociales y contra todos los ideólogos de la transición al comunismo. Pero todos los anticiudadanistas, incluidos los más teóricos, confunden inmediatez (ausencia de transición al final del ciclo actual) e inmediatismo (desbordamiento de las luchas actuales hacia la comunización). Puesto que plantean la revolución como subversión, no entienden que la contradicción entre clases que representa la valorización intensiva se transpone en una contradicción «puramente» económica, que estalla en la crisis como una particularización de la actividad de las dos clases del capital. No entienden que la revolución que viene tendrá lugar dentro de y contra la crisis que la hará posible, ya que toda crisis del sistema, como tal, sólo implica su reestructuración.

Esta práctica inmediatista —la revolución como modo de vida, la revolución en marcha en nuestras vidas, en la cotidianidad— que, nacida de un malentendido acerca de lo que es el capital y sobre lo que nosotros somos dentro de él, reproduce a su vez este malentendido como ideología de la revuelta. Los anticiudadanistas saben en el fondo que no hay alternativa, que no hay desbordamiento de las luchas cotidianas hacia la revolución, que no hay extensión continua en el espacio y en el tiempo de las zonas temporalmente liberadas del capital. No obstante, so pena de disolverse como forma de vida, como medio y como sujeto «subversivo», como fracción «rebelde» de un proletariado percibido como globalmente «sumiso», se ven obligados a hacer como si se pudiera hacer que las luchas en curso, a fuerza de intervenciones «subversivas» cada vez más potentes, se desbordasen en revolución.

Este «hacer como si» hace que nuestra explicación teórica con ellos sea tan difícil como necesaria. La reedición de estos textos del post-68 puede, en cualquier caso, contribuir a clarificar el debate, situándolo de nuevo en su dimensión histórica.

François Danel

1 Tanto este texto como Ideología y lucha de clases e Informe de la delegación siberiana están disponibles en https://libcom.org/files/Informe%20de%20la%20delegacion%20siberiana%20-%20Leon%20Trotsky.pdf y también en https://lazoediciones.blogspot.com/2020/06/gilles-dauve-capitalismo-y-comunismo.html [N. del t.]

2 En Declive y resurgimiento de la perspectiva comunista: https://libcom.org/files/Declive%20y%20resurgimiento%20de%20la%20perspectiva%20comunista%20-%20Guiles%20Dauve%20y%20Francois%20Martin_0.pdf [N. del t.]

3 http://bibliotecacuadernosdenegacion.blogspot.com/search/label/-%20Gilles%20Dauv%C3%A9 [N. del t.]

4 https://bibliotecacuadernosdenegacion.blogspot.com/2018/09/el-proletariado-como-destructor-del.html [N. del t]

5 Traducción del francés quotidiennisme (hedonismo individualista, rechazo inmediatista del trabajo, «reformismo de la vida cotidiana», etc.), neologismo que designa de forma más precisa aquello que la IS, siempre precursora, había bautizado pocos años antes como «vaneigemismo». [N. del t.]

6 https://edicionesextaticas.noblogs.org/post/textos-y-traducciones/lordstown-72-o-los-sinsabores-de-la-general-motors-1973/ [N. del t.]

7 https://libcom.org/library/transici-n-jacques-camatte-gianni-collu-1969 (la nota en cuestión no está traducida) [N. del t.]

8 http://archivesautonomies.org/IMG/pdf/gauchecommuniste/gauchescommunistes-ap1952/invariance/espanol/errancia-humanidad-1973.pdf [N. del t]

9 Ed. cast. Barcelona, Península 1977 [N. del t.]

 

  1. Pas encore de commentaire

%d blogueurs aiment cette page :