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Quatre nouvelles traductions en espagnol de « Théorie Communiste

01/05/2022

Voici quatre nouvelles traductions de « Théorie Communiste ».  La 1ere appartient au livre de Benammin Noys (traduit à l’anglais pour Endnotes).  Les autres sont « A fair amount of killing », « Réponse à Aufheben » et « Une séquence particulière ». Il y a déjà des traductions très mauvaises des deux premiers textes.

«Hablamos de comunización en presente»

En el curso de la lucha revolucionaria, la abolición del Estado, del intercambio, de la división del trabajo, de todas las formas de propiedad, la extensión de la gratuidad como unificación de la actividad humana —en una palabra, la abolición de las clases— son «medidas» de abolición del capital impuestas por las necesidades mismas de la lucha contra la clase capitalista. La revolución es comunización; no tiene el comunismo como proyecto y resultado, sino como su contenido mismo.

La comunización y el comunismo son cosas futuras, pero hay que hablar de ellas en el presente. Este es el contenido de la revolución venidera que anuncian las luchas —en este ciclo de luchas— cada vez que el hecho mismo de actuar como clase se presenta como una constricción externa, como un límite a superar. El hecho mismo de luchar como una clase se ha convertido en el problema, en su propio límite. De ahí que la lucha del proletariado como clase anuncie y produzca su propia superación como comunización.

  1. a) Crisis, reestructuración, ciclo de lucha: sobre la lucha del proletariado como clase como su propio límite

 

El principal resultado del proceso de producción capitalista siempre ha sido la renovación de la relación capitalista entre el trabajo y sus condiciones: en otras palabras, un proceso de autopresuposición.

Hasta la crisis del final de los años 1960, la derrota obrera y la reestructuración que siguió hubo autopresuposición del capital conforme al concepto de éste, pero la contradicción entre proletariado y capital se situaba a dicho nivel mediante la producción y confirmación, en el seno mismo de esa autopresuposición, de una identidad obrera a través de la cual el ciclo de luchas se estructuraba como rivalidad entre dos hegemonías, dos gestiones, dos controles de la reproducción. Esa identidad era la sustancia del movimiento obrero.

Fuesen cuales fuesen las formas sociales y políticas de su existencia (de los partidos comunistas a la autonomía; del Estado socialista a los consejos obreros), esa identidad obrera se fundamentaba por completo en la contradicción desarrollada durante esa fase de la subsunción real del trabajo por el capital entre, por un lado, la creación y el desarrollo de una fuerza de trabajo que el capital ponía a trabajar de forma cada vez más colectiva y social, y por otro, las formas —que fueron mostrándose cada vez más limitadas— de apropiación de esa fuerza de trabajo por el capital en el proceso de producción inmediato y el proceso de reproducción. Esta es la situación conflictiva que se desarrolló como «identidad obrera», cuyos rasgos y cuyas modalidades de reconocimiento inmediatas (su confirmación) residían en la «gran fábrica», en la dicotomía entre empleo y desempleo, entre trabajo y formación, en el sometimiento del proceso de trabajo a la colectividad obrera, en el vínculo entre salarios, crecimiento y productividad a escala nacional, en la representación institucional que todo ello implicaba, tanto en la fábrica como a nivel estatal y en el cierre de la acumulación sobre una área nacional.

La reestructuración fue la derrota, al final de la década de 1960 y durante la de 1970, de todo ese ciclo de luchas basado en la identidad obrera; el contenido de la restructuración fue la destrucción de todo lo que se había convertido en un estorbo para la fluidez de la autopresuposición del capital. Se trataba, por una parte, de todas las separaciones, protecciones y especificaciones que se oponían a la disminución del valor de la fuerza de trabajo, en el sentido de que impedían que el conjunto de la clase obrera, a nivel mundial, y dentro de la continuidad de su existencia, su reproducción y su expansión, tuviese que hacer frente como tal al capital en conjunto; del otro, todas las limitaciones de la circulación, la rotación y la acumulación que obstaculizaban la transformación del producto excedente en plusvalor y capital adicional. Cualquier plusproducto debe poder encontrar su mercado en cualquier parte, cualquier plusvalía debe encontrar la oportunidad de operar como capital adicional, o sea, de transformarse en medios de producción y fuerza de trabajo, sin que ninguna formalización del ciclo internacional (Países del Este, periferia) predetermine dicha transformación. El capital financiero fue el arquitecto de esta reestructuración. Con la reestructuración completada en la década de 1980, la producción de plusvalor y la reproducción de las condiciones de esta producción coinciden.

El ciclo de luchas actual se define fundamentalmente por el hecho de que la contradicción entre las clases se sitúa al nivel de su reproducción respectiva, lo que significa que, en su contradicción con el capital, el proletariado se topa con y se enfrenta a su propia constitución y su propia existencia como clase. De esto se sigue la desaparición de una identidad obrera confirmada en la reproducción del capital, es decir, el fin del movimiento obrero y la bancarrota correspondiente de la autoorganización y de la autonomía como perspectiva revolucionaria. Puesto que la perspectiva de la revolución ya no es una cuestión de afirmación de la clase, tampoco puede ser una cuestión de autoorganización. Abolir el capital es negarse como trabajador, no autoorganizarse como tal: es un movimiento de abolición de las empresas, de las fábricas, del producto y del intercambio (sea cual fuere su forma).

En la actualidad, actuar como clase supone para el proletariado, por un lado, no tener más horizonte que el capital y las categorías de su reproducción, y por otro, y por la misma razón, estar en contradicción con su propia reproducción como clase, ponerla en entredicho. Este conflicto, esta brecha en la actividad del proletariado es el contenido de la lucha de clases y lo que está en juego en ella. Lo que ahora está en juego en estas luchas es que, para el proletariado, actuar como clase constituye el límite de su acción como clase —esta es ahora una situación objetiva de la lucha de clases— y que este límite está construido como tal en las luchas y convierte la pertenencia de clase en una constricción externa. Esto determina el nivel de conflicto con el capital, y suscita conflictos internos en el seno de las propias luchas. Esta transformación es una determinación de la contradicción actual entre las clases, pero siempre se trata de la práctica particular de una lucha en un momento y en unas condiciones dadas.

Este ciclo de luchas es la acción de una clase obrera recompuesta. Consiste, en la áreas centrales de la acumulación, en la desaparición de los grandes bastiones obreros y la proletarización de los empleados; en la terciarización del empleo (especialistas de mantenimiento, conductores de máquinas, camioneros, repartidores, estibadores, etc., el tipo de trabajo ahora predominante entre la mayoría de obreros); en el trabajo en empresas u obras más pequeñas; en una nueva división del trabajo y de la clase obrera con la externalización de las actividades de bajo valor añadido (que involucra a trabajadores jóvenes, a menudo temporales, sin perspectivas profesionales); en la generalización de la producción «lean»; en la presencia de jóvenes obreros cuya escolarización ha roto el hilo generacional y que rechazan masivamente el trabajo en las fábricas y la condición obrera en general; y también en las deslocalizaciones.

Las grandes concentraciones obreras de la India o de China se inscriben en esta segmentación mundial de la fuerza de trabajo. Ni en términos de su definición global ni de su propia inscripción nacional cabe considerarlas como un renacimiento en otra parte de lo que desapareció en «Occidente». Este era un sistema social de existencia y de reproducción que definía una identidad obrera y se expresaba en el movimiento obrero, no la mera existencia de características materiales cuantitativas[1].

Entre las luchas cotidianas y la revolución sólo puede haber una ruptura. Sin embargo, esa ruptura es augurada en el curso cotidiano de las luchas cada vez que en esas luchas la pertenencia de clase se presenta como una constricción externa objetivada en el capital en el curso mismo de la actividad como clase del proletariado. En la actualidad, la revolución está pendiente de una contradicción que es constitutiva de la lucha de clase: para el proletariado, ser una clase se transforma en el obstáculo que su lucha como clase tiene que franquear. Con la producción de la pertenencia de clase como constricción externa, a partir de las luchas actuales, podemos entender el punto de inflexión de la lucha de clases, su superación, como superación producida del ciclo de luchas actual: en su lucha contra el capital, la clase se vuelve contra sí misma, es decir, que trata su propia existencia, todo aquello que la define en su relación con el capital (pues no es otra cosa que esa relación) como límite de su actividad. Los proletarios no liberan su «verdadera individualidad» negada por el capital; la práctica revolucionaria es precisamente la coincidencia del cambio de circunstancias y de la actividad humana, o autotransformación.

Esta es la razón por la que en la actualidad podemos hablar del comunismo como de un movimiento real y existente. Que la revolución sea la abolición de todas las clases es ahora un hecho en la medida en que la acción de clase del proletariado constituye para sí mismo un límite. Dicha abolición no es ninguna meta a lograr, ni una definición de la revolución como norma que habría que alcanzar, sino un contenido actual de la propia lucha de clases. Producir la pertenencia de clase como constricción externa supone, para el proletariado, entrar en conflicto con su situación anterior; no es una «emancipación» ni es «autonomía». Ese es el «terrible paso a franquear» en el seno de la comprensión teórica y práctica de las luchas actuales.

 El proletariado no se transforma por ello en un ser «puramente negativo». Decir que el proletariado sólo existe como clase dentro y en contra del capital, produciendo la totalidad de su ser, de su organización, de su realidad y su constitución como clase del capital y contra el capital, es decir que el proletariado es la clase del trabajo productivo de plusvalor. Lo que ha desaparecido en el ciclo actual de luchas, tras la reestructuración de las décadas de 1970 y 1980, no es esa existencia objetiva de la clase, sino la confirmación en el seno de la reproducción del capital de una identidad proletaria.

El proletariado no puede ser revolucionario más que reconociéndose como clase, y se reconoce como tal en cada conflicto; con mayor motivo aún lo hará en una situación en la que su existencia como clase en el seno de la reproducción del capital sea la situación que tenga que afrontar. No nos equivoquemos sobre el contenido de este «reconocimiento». Su reconocimiento como clase no será un «retorno sobre sí mismo», sino una extroversión total, su autorreconocimiento como categoría del modo de producción capitalista. Aquello que somos como clase no es, inmediatamente, otra cosa que nuestra relación con el capital. En realidad, este «reconocimiento» será un conocimiento práctico, en el curso del conflicto, no de la clase para sí, sino del capital, su desobjetivación. La unidad de clase no puede ya constituirse sobre la base del salariado y de la lucha reivindicativa, como condición previa a su actividad revolucionaria. La unidad del proletariado sólo tiene cabida en la actividad mediante la cual se abole a sí mismo aboliendo todo aquello que lo divide.

Entre las luchas reivindicativas y la revolución sólo puede haber ruptura, salto cualitativo. Ahora bien, esta ruptura no es un milagro, ni una alternativa, ni la simple constatación por parte del proletariado de que, ante el fracaso de todo lo demás, no quedaría otra cosa que hacer sino la revolución. «Única solución: la revolución» es la inepcia complementaria de la palabrería sobre la dinámica revolucionaria de la lucha reivindicativa. Esta ruptura está producida positivamente por el curso del ciclo de luchas que la precede, y se anuncia a través de la multiplicación de brechas en el seno de la lucha de clase.

Como teóricos, promovemos y estamos al acecho de estas brechas en la lucha del proletariado, a través de las cuales se pone en entredicho a sí mismo, y en la práctica actuamos en ellas cuando estamos directamente implicados. Existimos dentro de esta ruptura, dentro de esta brecha de la actividad como clase del proletariado. No existe ya ninguna perspectiva para el proletariado partiendo de su condición de clase del modo de producción capitalista, salvo la capacidad de superar su existencia de clase mediante la abolición del capital. Existe una identidad absoluta entre estar en contradicción con el capital y estar en contradicción con su propia situación y definición como clase.

La comunización se convierte en una cuestión de actualidad precisamente mediante esa brecha en el seno mismo de la acción como clase. Esa brecha en el seno de la lucha de clase, en la que el proletariado no tiene otro horizonte que el capital y por eso entra simultáneamente en contradicción con su propia acción como clase, constituye la dinámica del ciclo de luchas actual. La lucha de clase actual del proletariado contiene elementos o actividades identificables que anuncian su superación en su propio curso.

  1. b) Luchas que producen teoría

La teoría de este ciclo de lucha, tal como se ha presentado anteriormente, no es una formalización abstracta que luego tenga que demostrar que se ajusta a la realidad mediante ejemplos. Lo que demuestra concretamente es su existencia práctica, antes que su veracidad intelectual. Es un momento particular de luchas que en sí mismas ya son teóricas (en el sentido de que son productoras de teoría) en la medida en que tienen una relación crítica con respecto a sí mismas.

En esas luchas, no se trata, la mayoría de las veces, de declaraciones impactantes o de acciones «radicales»; puede tratarse sencillamente de todas las prácticas de «huida» o de negativa de los proletarios a aceptar su propia condición. En las huelgas actuales por despidos, con frecuencia y cada vez más, los obreros ya no reivindican el mantenimiento del empleo, sino indemnizaciones significativas. Contra el capital, el trabajo no tiene futuro. Ya quedó impresionantemente de manifiesto en las denominadas luchas «suicidas», como la de la empresa Cellatex en Francia, donde los trabajadores amenazaron verter ácido al río y volar la fábrica —amenazas que no fueron seguidas de efecto, pero que sin embargo fueron ampliamente imitadas por otros conflictos en torno a cierres de empresas—que el proletariado no es nada separado del capital y que no es portador por naturaleza de ningún porvenir que no sea la abolición de aquello a lo que debe su existencia. La inesencialización del trabajo se convierte en la propia actividad del proletariado, tanto de forma trágica, a través de luchas sin perspectivas inmediatas (es decir, suicidas), como mediante la reivindicación de esa inesencialización, como sucedió en la lucha de los desempleados y los precarios durante el invierno de 1998 en Francia.

El desempleo ya no es ese compartimento estanco claramente separado del empleo. La segmentación de la fuerza de trabajo, la flexibilidad, la subcontratación, la movilidad, el empleo a tiempo parcial, la formación, las prácticas, el trabajo clandestino, han difuminado todas las fronteras.

Durante el movimiento francés de 1998, y más en general en las luchas de los parados de este ciclo de luchas, es la definición de los desempleados la que se defiende como punto de partida de la reformulación del empleo asalariado. La necesidad del capital de medirlo todo en tiempo de trabajo y de asentar la explotación del trabajo como cuestión de vida o muerte equivale simultáneamente a la inesencialización del trabajo vivo inmediato respecto a las fuerzas sociales que el capital concentra en sí. Esta contradicción, inherente a la acumulación capitalista, y que convierte al capital en una contradicción en proceso, adopta entonces la forma muy particular de la definición de la clase frente al capital; el desempleo de la clase reivindica para sí la condición de ser el punto de partida de tal definición. En las luchas de los parados y precarios, la lucha del proletariado contra el capital hace suya esta contradicción, y la defiende. Lo mismo sucede cuando los obreros despedidos no reivindican trabajo sino indemnizaciones.

En ese mismo período, los empleados despedidos de Moulinex prendieron fuego a uno de los edificios de la planta, inscribiéndose así en la dinámica de este ciclo de luchas, que convierte la propia existencia como clase del proletariado en el límite de su actividad como clase. Asimismo, en 2006, en Savar, a ochenta kilómetros al norte de Dhaka, Bangladesh, tras tres meses de retraso en el pago de los salarios, dos fábricas fueron incendiadas y otras cien fueron saqueadas. En Argelia, reivindicaciones salariales menores desembocan en disturbios, las formas de representación se rechazan sin que se constituyan otras nuevas y, más allá de las reivindicaciones planteadas por los protagonistas inmediatos de la huelga, fue el conjunto de las condiciones de vida y reproducción del proletariado lo que se puso en juego. En China y en la India, no se va a pasar de la proliferación de acciones reivindicativas multiformes que afectan a todos los aspectos de la vida y de la reproducción de la clase obrera a la constitución de un vasto movimiento obrero. Esas acciones reivindicativas a menudo desembocan «paradójicamente» en la destrucción de las condiciones de trabajo, es decir, su propia razón de ser.

 En Argentina, los proletarios se autoorganizaron como desempleados de Mosconi, como obreras de Brukman, como habitantes de villa miseria…, pero al hacerlo toparon inmediatamente con lo que eran como obstáculo que, en la lucha, se convirtió en aquello que había que superar y que fue visto como tal en las modalidades prácticas de esa autoorganización. El proletariado no puede hallar en sí mismo la capacidad de crear otras relaciones interindividuales sin derrocar y negar lo que es en esta sociedad, es decir, sin entrar en contradicción con la autonomía y su dinámica. Puede que la autoorganización sea el primer acto de la revolución, pero los siguientes van contra ella (o sea, contra la autoorganización). En Argentina, por la forma en que se pusieron en marcha las actividades productivas, en las modalidades efectivas de su realización, fueron las determinaciones del proletariado como clase de esta sociedad (propiedad, intercambio, división del trabajo, división del trabajo, relación entre hombres y mujeres…) las que se vieron efectivamente socavadas. De esta forma es cómo se vuelve creíble la revolución como comunización.

En Francia, en noviembre de 2005, en las banlieues, los amotinados no reivindicaron nada; atacaron su propia condición tomando por blanco todo aquello que los produce y los define. Los amotinados pusieron de manifiesto y atacaron la condición proletaria actual, la precarización global de la fuerza de trabajo, lo que volvió inmediatamente obsoleta, en el mismo instante en que tal reivindicación habría podido articularse, cualquier pretensión de ser un «proletario ordinario».

Tres meses después, durante la primavera de 2006, todavía en Francia, el movimiento estudiantil anti-CPE[2] no pudo comprenderse a sí mismo como movimiento reivindicativo más que convirtiéndose en el movimiento general de los precarios, pero al hacerlo, o bien negaba su propia especificidad, o no podía sino verse abocado a chocar más o menos violentamente con todos aquellos que, durante los disturbios de noviembre de 2005, habían puesto en evidencia la obsolescencia de la reivindicación de ser un «proletario ordinario». Hacer triunfar la reivindicación extendiéndola habría equivalido a sabotear la propia reivindicación. La lucha anti-CPE fue un movimiento reivindicativo para el que la satisfacción de su reivindicación habría sido inaceptable como movimiento reivindicativo.

En los disturbios de 2008 en Grecia, el proletariado no reivindicó nada y no se consideró, frente al capital, como el fundamento de alternativa alguna.  Sin embargo, si bien estos disturbios fueron un movimiento de clase, no constituyeron una lucha en la matriz misma de las clases: la producción. Así fue cómo dichos disturbios pudieron obtener el logro fundamental consistente en producir y tomar como blanco la pertenencia de clase como límite, pero no pudieron llegar a este punto sino topar con este suelo de cristal de la producción como límite. Y la manera en que el movimiento produjo dicha constricción externa (los objetivos, el desarrollo de los disturbios, la composición social de los amotinados…) estuvo intrínsecamente definida por este límite: la relación de explotación como pura y simple coacción. El ataque a las instituciones y a las formas de reproducción social, considerado en sí mismo, fue, por una parte, lo que constituyó tanto el movimiento como su fuerza, pero también fue la expresión de sus límites.

Estudiantes sin porvenir, jóvenes migrantes, trabajadores precarios: todos ellos son proletarios que viven cotidianamente la reproducción de las relaciones sociales capitalistas como coacción, la coacción está incluida en esta reproducción porque son proletarios, pero la experimentan cotidianamente como separada y aleatoria (accidental y no necesaria) en relación con la producción misma. A la vez que luchan en este momento de coacción que experimentan como separado, sólo conciben y viven esta separación como una carencia de su propia lucha contra este modo de producción.

 Fue así cómo este movimiento produjo la pertenencia de clase como constricción externa, pero sólo así. Es así cómo se sitúa al nivel del presente ciclo de luchas y constituye uno de sus momentos históricos determinantes.

En el curso de su propia práctica y de su lucha, los proletarios se pusieron en entredicho como proletarios, pero sólo lo hicieron autonomizando los momentos y las instancias de la reproducción social en sus ataques y en sus objetivos. Reproducción y producción del capital permanecieron ajenas la una a la otra.

En 2009, en Guadalupe, la importancia del desempleo y del sector de la población que vive de prestaciones o de la economía sumergida significa que las reivindicaciones salariales son una contradicción en los términos. Esta contradicción estructuró el curso de los acontecimientos entre un LKP[3] centrado en los trabajadores estables (sobre todo los de la función pública) pero que pretendía mantener unidos los términos de dicha contradicción mediante la multiplicación y la infinita diversidad de las reivindicaciones, y lo absurdo —para la mayoría de la gente involucrada en los cortes de carretera, los saqueos y los ataques a edificios públicos— de la reivindicación salarial central. La reivindicación se vio desestabilizada en el transcurso mismo de la lucha; fue impugnada, al igual que lo fue su forma de organización, pero las formas específicas de explotación del conjunto de la populación, heredadas de su pasado colonial, lograron impedir que esa contradicción estallase aún más violentamente en el corazón mismo del movimiento (es importante señalar que el único muerto fue un sindicalista en una barricada). Desde este punto de vista, la producción de la pertenencia de clase como constricción externa fue más un estado sociológico y una suerte de esquizofrenia que algo que estuviera en juego en la lucha.

En general, con el estallido de la crisis actual, las reivindicaciones salariales han adquirido una dinámica que antes no podría haber existido. Se trata de la dinámica interna que les confiere en el modo de la producción capitalista como consecuencia de la relación de conjunto entre proletariado y capital, tal como emergió de la reestructuración y tal como ahora entra en crisis. La reivindicación salarial ha cambiado de significado.

En la sucesión de crisis financieras que durante los últimos veinte años han regulado el modo de valorización actual del capital, la de las subprimes es la primera que no tiene por punto de partida activos financieros relacionados con inversiones de capital, sino el consumo y más concretamente el de los hogares más pobres. En este sentido inaugura una crisis específica de la relación salarial del capitalismo reestructurado, en el que la diminución continua de la parte de los salarios en la riqueza producida, tanto en los países centrales como en los emergentes, sigue siendo definitoria.

El «reparto de la riqueza», ha pasado de ser una cuestión esencialmente conflictiva dentro del modo de producción capitalista, a convertirse en un tabú, como ha confirmado el reciente movimiento de huelgas y bloqueos en Francia (octubre a noviembre 2010) contra la reforma del sistema de pensiones. En el capitalismo reestructurado (los comienzos de cuya crisis estamos experimentando en la actualidad) la reproducción de la fuerza de trabajo fue sometida a una doble desconexión. Por un lado, desconexión entre valorización del capital y reproducción de la fuerza de trabajo, por el otro, desconexión entre el consumo y el salario como ingreso.

Claro está que la distribución de la jornada laboral entre trabajo necesario y plustrabajo siempre ha sido definitoria de la lucha de clases. Sin embargo, ahora, en la lucha en torno a dicha distribución, resulta ser, paradójicamente en lo que concierne a la definición del proletariado, en el nivel más profundo de su ser como clase del modo de producción capitalista y nada más que eso, donde se manifiesta en la práctica, y de manera conflictiva, que su existencia de clase se convierte para él en el límite de su propia lucha como clase. He aquí la característica central actual de la reivindicación salarial. En el curso más trivial de la reivindicación salarial, el proletariado ve objetivarse su existencia de clase en la reproducción del capital como algo ajeno a él, en la medida en que la propia relación capitalista lo sitúa en su mismo seno como algo ajeno.

La crisis actual estalló porque los proletarios no pudieron pagar sus hipotecas. Estalló sobre la mismísima base de la relación salarial que engendró la financiarización de la economía capitalista: recortes salariales como requisitos de la «creación de valor» y competencia global en el seno de la mano de obra. Esta necesidad funcional es la que, con la detonación de la crisis de los subprimes, ha regresado, pero de manera negativa, al seno del modo histórico de acumulación del capital. Es la relación salarial la que ahora se encuentra en el centro mismo de la crisis actual[4]. La crisis actual es el comienzo de la fase de inversión de las determinaciones y de la dinámica del capitalismo tal y como surgió de la reestructuración de las décadas de 1970 y 1980.

  1. Dos o tres cosas que sabemos al respecto

Debido a su condición de no-capital, de disolución de todas las condiciones existentes (trabajo, intercambio, división del trabajo, propiedad), el proletariado encuentra ahí el contenido de su acción revolucionaria como medidas comunistas: abolición de la propiedad, de la división del trabajo, del intercambio y del valor. La pertenencia de clase como constricción externa es entonces en sí misma un contenido, es decir, una práctica, que se supera en medidas de comunización cuando se manifiesta el límite de la lucha como clase. La comunización no es otra cosa que medidas comunistas adoptadas como simples medidas de lucha por el proletariado contra el capital.

La escasez de plusvalor en relación con el capital acumulado está en el corazón de la crisis de la explotación. Si en el corazón de la contradicción entre el proletariado y el capital no estuviera la cuestión del trabajo productivo de plusvalor, si tan sólo hubiera un problema de reparto, o sea, si la contradicción entre proletariado y capital no fuera una contradicción para el modo de producción capitalista cuya dinámica constituye —es decir, si no fuese «un juego que produce la abolición de su propia regla»—, la revolución seguiría siendo un piadoso deseo. El odio al capital, el deseo de otra vida son sólo la expresión ideológica necesaria de esta contradicción para sí misma que constituye la explotación.

La lucha reivindicativa no se supera mediante un ataque desde la perspectiva de la naturaleza del trabajo como productor de plusvalor (lo siempre remitiría a un problema de distribución), sino por un ataque desde la perspectiva de los medios de producción como capital. El ataque contra la naturaleza capitalista de los medios de producción significa su abolición como valor que absorbe trabajo para valorizarse; es la extensión de la gratuidad, la destrucción (que puede ser física) de ciertos medios de producción, su abolición como fábricas en las que se define lo que ha de ser un producto, o sea, de los marcos del intercambio y del comercio; es su definición y su absorción en el seno de relaciones intersubjetivas individuales; es la abolición de la división del trabajo tal como se inscribe en la zonificación urbana, en la configuración material de los edificios, en la separación entre campo y ciudad, en la mismísima existencia de algo llamado fábrica o lugar de producción. Las relaciones entre individuos están coaguladas en cosas porque el valor de cambio es material por naturaleza[5]. La abolición del valor es una transformación concreta del paisaje en el que vivimos; es una nueva geografía. Abolir las relaciones sociales es un asunto muy material.

En el comunismo la apropiación no existe, porque es la noción misma de «producto» la que queda abolida. Por supuesto que hay objetos empleados para producir, otros que son directamente consumidos, y aún otros que sirven para ambos propósitos. Sin embargo, hablar de «productos» y plantear la cuestión de su circulación, su distribución, o su «cesión», o sea, concebir un momento de la apropiación, es presuponer lugares de ruptura, de «coagulación» de la actividad humana: el mercado en las sociedades de mercado, el «coger del montón» en ciertas concepciones del comunismo. El «producto» no es una cosa sencilla. Hablar del «producto» es suponer que un resultado de la actividad humana se presenta como finito con respecto a otro resultado o el ámbito de otros resultados semejantes. No es del «producto» de donde hay que partir, sino de la actividad.

En el comunismo, la actividad humana es infinita porque es indivisible. Tiene resultados concretos o abstractos, pero esos resultados nunca son «productos» que pudieran plantear el problema de su apropiación o de su cesión, bajo la modalidad que fuere. Si cabe hablar de actividad humana infinita bajo el comunismo, es porque el modo de producción capitalista nos permite ver ya —aunque de manera contradictoria, y no como un «lado bueno»— la actividad humana como un flujo social global continuo y el “general intellect” o el «trabajador colectivo» como la fuerza dominante de la producción. El carácter social de la producción no prefigura nada: sólo vuelve contradictoria la base del valor.

La destrucción del intercambio son trabajadores atacando los bancos en los que están sus cuentas y las de otros trabajadores, obligándose así a arreglárselas sin ellas, trabajadores comunicándose y comunicando a la comunidad sus «productos» directamente y sin mercado, aboliéndose a sí mismos como trabajadores; es la obligación para toda la clase de organizarse para buscar alimentos en los sectores a comunizar, etc. No hay ninguna medida que, considerada aisladamente y en sí misma, sea el «comunismo». Lo que es comunista no es la «violencia» en sí misma, ni la «distribución» de la mierda que nos lega la sociedad de clases, ni tampoco lo sería la «colectivización» de la maquinaria extractora de plusvalor: es la naturaleza del movimiento que vincula esas acciones entre sí, que subyace a ellas y las convierte en momentos de un proceso que no puede sino comunizar cada vez más o ser aplastado.

No se puede llevar a cabo una revolución sin tomar medidas comunistas, sin disolver el trabajo asalariado, sin comunizar la alimentación, la vestimenta y la vivienda, sin procurarse todas las armas (las destructivas, pero también las telecomunicaciones, los víveres, etc.…) e integrar a los sin reservas (incluyendo a aquellos de nosotros que nos hayamos reducido nosotros mismos a tal estado), a los parados, a los campesinos arruinados, a los estudiantes marginados y desarraigados.

A partir del momento en que se empieza a consumir gratis, hay que reproducir aquello que se consume; Hay que apoderarse, pues, de los medios de transporte y de las telecomunicaciones, y entrar en contacto con otros sectores, y al hacerlo tendremos que enfrentarnos a la oposición de grupos armados. El enfrentamiento con el Estado plantea inmediatamente la cuestión del armamento, que no puede resolverse sino poniendo en pie una red de distribución para librar combates en una multiplicidad de puntos casi infinita: la constitución de un frente o de zonas de combate delimitadas supone la muerte de la revolución. A partir del momento en que los proletarios desmantelan las leyes mercantiles, ya no hay vuelta atrás. El ahondamiento y la extensión de este proceso social dota a las nuevas relaciones de carne y sangre, y permite integrar a cada vez más no proletarios en la clase comunizadora en vías de constituirse y disolverse al mismo tiempo. Permite abolir cada vez más toda competencia y división entre proletarios, y hacer de ello el contenido y el desarrollo de su enfrentamiento armado contra aquellos a los que la clase capitalista todavía pueda movilizar, integrar y reproducir dentro de sus relaciones sociales.

De ahí que todas las medidas comunizadoras tendrán que ser acciones enérgicas para desmantelar los vínculos que unen a nuestros enemigos y sus soportes materiales: habrá que destruirlos con rapidez y sin posibilidad de vuelta atrás. La comunización no es la organización apacible de la gratuidad y de un modo de vida agradable entre proletarios. La dictadura del movimiento social de comunización es un proceso de integración de la humanidad en el proletariado en vías de desaparición. La delimitación estricta del proletariado respecto a los demás estratos y su lucha contra toda producción mercantil es al mismo tiempo un proceso que obliga a las capas de la pequeña burguesía asalariada, «la clase del encuadramiento social», a incorporarse a la clase comunizadora. Los proletarios no «son» revolucionarios del mismo modo que el cielo «es» azul, porque «son» asalariados y explotados, y ni siquiera porque «son» la disolución de las condiciones existentes. Se constituyen a sí mismos en clase revolucionaria transformándose a sí mismos a partir de lo que son. El movimiento a través del cual el proletariado se define en la práctica como movimiento de constitución de la comunidad humana es la realidad de la abolición de las clases. El movimiento social argentino tuvo que afrontar, y planteó, el problema de las relaciones entre proletarios empleados, parados, excluidos y capas medias. Sólo aportó respuestas muy parcelarias, la más interesante de las cuales fue sin duda su organización territorial. La revolución, que en este ciclo de luchas ya no puede ser sino la comunización, supera el dilema de las alianzas de clases leninistas o democráticas y «el proletariado solo» de Gorter: dos tipos diferentes de derrota.

La única forma de superar los conflictos entre parados y «empleados», entre cualificados y no cualificados, es llevar a cabo, de manera inmediata y en el curso de la lucha armada, medidas comunizadoras que supriman las bases mismas de estas divisiones (cosa que las empresas recuperadas de Argentina no intentaron hacer más que de forma muy marginal, contentándose lo más a menudo —cfr. Zanon— con unas cuantas redistribuciones caritativas a algunos grupos de piqueteros). A falta de tales medidas, el capital sacará provecho durante todo el movimiento de esta fragmentación, y encontrará entre los autoorganizados a sus Noske y sus Scheidemann[6].

De lo que se trata en realidad —y la revolución alemana ya lo mostró— es de disolver a las clases medias mediante medidas comunistas concretas que las constriñan a ingresar en el proletariado, es decir, a consumar su «proletarización». Hoy, en los países desarrollados, la cuestión es a la vez más sencilla y más peligrosa, pues por un lado la inmensa mayoría de esas capas medias es asalariada y su posición social está desprovista de toda base material; su papel de control y dirección de la cooperación capitalista es fundamental, pero se encuentra sometido a una precariedad permanente, y su posición social depende de un mecanismo muy frágil de extracción de fracciones de plusvalor. Ahora bien, por otro lado, y por esas mismas razones, la proximidad formal de estas capas con el proletariado las lleva a presentar en el seno de las luchas de este último «soluciones» alternativas de gestión nacional o democrática que conserven sus propias posiciones.

La cuestión esencial que tendremos que resolver es la de saber cómo extender el comunismo antes de que sea asfixiado por las tenazas de la mercancía, cómo integrar la agricultura para no tener que intercambiar con los campesinos, cómo deshacemos los lazos de intercambio del adversario para imponerle la lógica de la comunización de las relaciones y la apropiación de bienes, y cómo, enfrentados a la revolución, disolvemos el bloque del miedo mediante la revolución.

Para concluir, no se trata de abolir el capital para llegar al comunismo, sino de abolirlo mediante el comunismo, más concretamente mediante su producción. En efecto, hay que distinguir las medidas comunistas del comunismo: no se trata de embriones de comunismo sino de su producción. No se trata de un periodo de transición; es la revolución: la comunización no es más que la producción comunista del comunismo. La lucha contra el capital es lo que distingue a las medidas comunistas del comunismo. La actividad revolucionaria del proletariado siempre tuvo como contenido mediar la abolición del capital a través de su relación con el capital: no se trata ni de una rama de una alternativa compitiendo contra otra, ni del comunismo como inmediatismo.

[1] Que China o India logren constituirse como su propio mercado interno depende de una auténtica revolución en el campo (privatización de la tierra en China y desaparición de la pequeña propiedad y de la aparcería en India) pero también, y, sobre todo, de una reconfiguración del ciclo mundial del capital que suplantase la globalización actual (es decir, una renacionalización de las economías que superara/conservara la globalización y una desfinanciarización del capital productivo).

[2] El CPE (Contrato de Primer Empleo) era un tipo de contrato de trabajo que reducía los salarios y la protección social. Aunque fue votado por el parlamento, el proyecto fue abandonado tras un enorme movimiento de protesta. [N. del t.]

[3] Liyannaj Kont Pwofitasyon (LKP: Colectivo contra la Explotación). [N. del t.]

[4] Se trata de una crisis en la que se afirma la identidad de la sobreacumulación y del subconsumo.

[5] «[El dinero] puede tener una cualidad social sólo porque los individuos han enajenado, bajo la forma de objeto, su propia relación social.» (Marx, Grundrisse, Siglo XXI, t.1, p. 88).

[6] Philipp Scheidemann proclamó la república de Weimar en 1918 para cortocircuitar la revolución alemana, y Gustav Noske fue el responsable de la sangrienta represión de la insurrección de 1919. (N. del t.)

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«Un buen montón de matanzas»

No habrá paz alguna. En todo momento durante toda nuestra vida, habrá muchísimos conflictos en formas mutantes por todo el mundo. El conflicto violento dominará los titulares, pero las luchas culturales y económicas serán las más constantes y en definitiva más decisivas. El papel de facto de las fuerzas armadas estadounidenses será el de mantener el mundo como un lugar seguro para nuestra economía y un espacio abierto para nuestro dinamismo cultural. Para conseguirlo perpetraremos un buen montón de matanzas. [a fair amount of killing]

 Comandante Ralph Peters in Constant Conflicts, “Parameters”, verano de 1997

La guerra actual en Irak es la primera guerra a gran escala en la que lo que está en juego es la globalización acelerada de la reproducción del capital. Los vestigios de las dos guerras mundiales que organizaron la época contemporánea están acabando de desaparecer, y todos los polos concurrentes de la acumulación capitalista mundial son brutalmente redefinidos en su relación con Estados Unidos.

DE LA DERROTA DEL MOVIMIENTO OBRERO A LA REESTRUCTURACIÓN Y LA GUERRA

La guerra actual impone, a escala planetaria, el contenido y la forma de la relación de explotación capitalista tal como surgió de la reestructuración originada por la derrota obrera de principios de los años setenta. De los Partidos Comunistas a todas las formas de izquierdismo, de consejismo y de autonomía; de la revolución alemana hasta Mayo del ‘68 y el «otoño caliente» italiano pasando por la Guerra Civil española, para el proletariado siempre se trató de hacer valer una reorganización de la sociedad sobre la base del poder que había adquirido en la sociedad capitalista. No todas las vacas eran pardas, pero todas estaban en el mismo prado. Las propias modalidades de la reproducción del capital confirmaban este poder como movimiento obrero e identidad obrera, cuyas marcas más sólidas estaban en los compromisos elaborados a nivel nacional, donde se concluía de manera más o menos coherente la acumulación del capital. El proletariado era la clase del trabajo asociado y, como tal, subvirtió las formas de apropiación y de explotación de este trabajo asociado, que pusieron así de manifiesto sus límites. A la exigencia de sacrificios para «salir de la crisis», éste respondió alegremente que lo único que merecía la obligación del trabajo asalariado era una muerte rápida.

La clase capitalista respondió al desafío representado por este gran movimiento de revueltas obreras. De derecha a izquierda de la clase capitalista, era cuestión de hacer tabla rasa de todos los obstáculos a la fluidez de la explotación y de su reproducción. Frente al ciclo de lucha anterior, la reestructuración ha abolido toda especificación, todo estatuto, «bienestar», compromiso fordista, división del ciclo mundial en áreas nacionales de acumulación, en una relación fija entre centro y periferia, y en sectores de acumulación interna (Este/Oeste). El movimiento obrero ha desaparecido y la identidad obrera se ha convertido en una moda retro. En esta reestructuración, en esta lucha de clases, la extracción de plusvalor en su modalidad relativa tenía que trastornar constantemente y abolir cualquier traba en lo que se refiere al proceso de producción inmediato, a la reproducción de la fuerza de trabajo, o a la relación de los distintos capitales entre sí. Hoy en día, este proceso no comporta ningún elemento, punto de cristalización o fijación que pudiera constituir una traba para su necesaria fluidez y el trastorno constante que requiere.

A través de estas características, la reestructuración es mundial y crea un mundo a su imagen. El mundo no es un marco fijo. En este sentido, la globalización no es una extensión planetaria, sino una estructura especifica de explotación y de reproducción de la relación capitalista. La crítica de la globalización no puede ser un punto de partida de la crítica actual del modo de producción capitalista.

De la reestructuración de la relación de explotación surgió un mundo nuevo. Donde antes prevalecía una localización conjunta de intereses industriales, financieros y mano de obra, puede ahora instalarse una disyunción entre la valorización del capital y la reproducción de la fuerza de trabajo. Por una parte, las fracciones o segmentos del ciclo mundial global del capital crean un «supermundo» a nivel de las inversiones, del proceso productivo, del crédito, del capital financiero, de la circulación del plusvalor y del marco competitivo. Por otra, «los de abajo» tienen derecho a una asistencia compasiva y «los de más abajo aún» a las misiones humanitarias. En estas condiciones, a lo más que se puede aspirar es a formar parte de esta fuerza de trabajo comprada de por vida a cambio de un ingreso social miserable y, por ello mismo, individual y transitoriamente explotada a costos más bajos. Esta precarización uniforme de la reproducción de un salariado cada vez más devaluado conlleva la amenaza de ser precipitado al círculo inferior. Este círculo es «el infierno terrenal», «el submundo» de la miseria y del éxodo rural, de la economía de supervivencia sumergida, de los campos de refugiados. Los espacios modernos del sufrimiento televisivo muestran a los ciudadanos la necesidad de los aparatos de control y seguridad, que gestionan esos flujos humanos mediante la exclusión y la injusticia ordinaria.

LA GUERRITA BÁRBARA CRECERÁ[1]

En este nuevo mundo va instalándose casi en todas partes un sistema de represión preestablecido según una estricta correspondencia entre la organización de la violencia y la de la economía, hasta el punto de borrar la distinción entre guerra y paz, entre operaciones policiales y de guerra.

En las favelas de Brasil, las cárceles de Estados Unidos, los suburbios de las grandes metrópolis, las zonas francas de China, los entornos petroleros del mar Caspio, Cisjordania y Gaza, la guerra policial se ha convertido en la regulación social, demográfica y geográfica, de la gestión, la reproducción y la explotación de la fuerza de trabajo. La represión es permanente, no en todas partes, pero en todas es posible: operaciones de castigo, misiones de pacificación forzada, misiones policiales, misiones humanitarias. Se trata de una gestión global: ingresos en el límite de la supervivencia bajo amenaza de muerte para masas de individuos lanzados hacia las urbes por la destrucción de la agricultura, desechables después de utilizarlos y masacrados por fuerzas paramilitares o parapoliciales.

El espacio de este nuevo mundo capitalista no es más que la reproducción a todas las escalas (mundo, continentes, áreas regionales, países, metrópolis, barrios) de este infierno y de su organización concéntrica. La explotación y su reproducción organizan una geografía en la que cada territorio es un reflejo de la jerarquización mundial. Era ya el caso en la organización clásica de la «jungla americana», sus ciudades, sus guetos, sus suburbios limpitos y sus Disneylandias. A cada nivel, se mezclan y articulan un centro hiperdesarrollado, sectores puntuados por focalizaciones capitalistas más o menos densas, zonas de crisis y de violencia directa ejercida contra los «vertederos sociales», márgenes, guetos, y una economía sumergida de tráfico de hombres y mujeres controlada por diversas mafias.

Si Trotsky definió el fascismo como Al Capone con los modales del gran capital, hoy en día habría que invertir la fórmula; en estas nuevas articulaciones del espacio social es el gran capital el que ha adoptado los modales de Al Capone. Las mafias son la única rama del capital internacional que maneja tanto el capital financiero como la violencia local permanente, por lo que son las aliadas naturales de los «gobernadores de provincia» que emprenden guerras baratas, pequeñas guerras de conquista, guerras de vecindad convertidas en conflictos entre etnias que acarrean matanzas y limpiezas étnicas como medios rutinarios de tratar a los excluidos.

Nunca se trata de formatear un espacio virgen sino una historia. La zonificación es movediza y la lucha de clases la modifica; transforma los niveles de inserción; es el marco en el que se desarrolla y el que al mismo tiempo construye (las empresas se marchan de Indonesia, donde la mano de obra es «demasiado cara», y se van a Vietnam). Se trata de un marco que hay que imponer contantemente porque está constituido por las propias luchas de clase, que puede momentáneamente renacionalizarse, tratando, como en el caso de Brasil, de recrear compromisos al nivel jerárquico asignado por la totalidad. La lucha de clases moldea y torna movediza esta descomposición/recomposición, imponiendo a cada espacio márgenes de maniobra y recreando para cada territorio retos de diferenciación. Al mismo tiempo, la clase capitalista mundial y sus fracciones locales imponen mundialmente una configuración espacial de la explotación.

Después de las guerritas bárbaras de Kosovo, Timor, Colombia, Panamá, Somalia, Bosnia, Ruanda, Zaire y Afganistán, la guerra actual es la primera que tiene como objeto formatear a gran escala esta nueva economía-mundo global que es el espacio construido por la reestructuración del modo de producción capitalista.

LO QUE ESTÁ EN JUEGO EN IRAK

Ya no existe cuestión de Oriente Medio[2]

En Oriente Medio, Israel es la punta de lanza, el verdadero modelo de formación de un espacio económico y social semejante. Por su sola existencia, como escisión geográfica del mundo árabe, incitación al fraccionamiento religioso, esterilización de recursos en el esfuerzo militar y avanzadilla militarizada que ha permitido castigar inmediatamente toda tentativa de autonomía económica o política de la región, Israel ha representado para ella el «retraso» y el «subdesarrollo».

A través de las guerras de 1948, 1956, 1967 y 1973, fueron las contradicciones sociales internas de mundo árabe las que se desarrollaron y resolvieron en el enfrentamiento con Israel. Debido a la existencia y la presión de los refugiados palestinos, la restricción al desarrollo impuesta por la presencia israelí se convirtió en una restricción interna de los países árabes. La trama de las relaciones sociales tradicionales se descompuso al mostrarse incapaz de integrar a la masa de refugiados. El refugiado palestino será en lo sucesivo, un proletario a priori.

A partir de 1967, todo el proletariado de Oriente Medio se vio implicado en la tormenta que supuso para él la crisis del modelo de desarrollo autocentrado. Israel, una vez ocupados los Territorios, había llegado a los límites de su desarrollo capitalista «autosuficiente» basado en el «exclusivismo», la valorización del trabajo «judío» y los ingresos financieros procedentes de la diáspora, y emprendió la vía del desarrollo de industrias de montaje y de subcontratación empleando mano de obra palestina barata: un «dragoncito» que basa su economía en el establecimiento de una relación de fuerza como potencia ocupante. La OLP, cuyo presidente desde 1969 es Arafat, emerge en este marco como último bastión del nacionalismo árabe. Después de Septiembre Negro (1970) en Jordania, la intervención de Siria y la posterior intervención israelí en el Líbano en 1975 y en 1982, los palestinos fueron progresivamente eliminados como fuerza autónoma que había desestabilizado los distintos sistemas políticos y sociales de la región.

La guerra de 1973 abre una nueva fase en el desarrollo del capitalismo en Oriente Medio. La crisis del petróleo de 1973-1974 fue su tumultuoso punto de partida. Ahora bien, la intoxicación a través de la renta asfixia la renta. Esta última circula como ingreso en una economía fundamentalmente distributiva en la que la fuerza de trabajo siempre es «demasiado cara» y en la que hay demasiados grifos de oro macizo. Con la renta, el plusvalor como ingreso viene ya dado y sólo se trata de apropiárselo. La mano de obra local tiene demasiadas pretensiones y hay que substituirla, en las industrias y en los barcos, por mano de obra inmigrada. Las transferencias de salarios modifican profundamente todas las economías locales al mismo tiempo que la necesidad de esta circulación de mano de obra, además de bajar su coste, supone la incapacidad regional de reproducir a una clase obrera en el seno de las relaciones capitalistas existentes. El sistema entró en crisis en la década de 1980, asfixiado por las deudas acumuladas.

En esta fase inicial de la globalización, sobre la base de los petrodólares, Israel y los países árabes rivalizaron en la manera de reproducir y gestionar una fuerza de trabajo basada en mantener su situación de relegación hasta que se revelase inútil y fuera eliminada. La quiebra del marco nacional árabe y la deslegitimización del Estado fueron, pues, las bases del renacimiento del islamismo. Este expresa, organiza y controla la pobreza como tal. Construye al pueblo como comunidad, contra las clases sociales, por un lado, y contra el ciudadano, por el otro (los dos Satanás). Los «condenados de la Tierra», de quienes algunos esperaban la destrucción del sistema capitalista «occidental», se convirtieron, tras la universalización del modo de producción capitalista, en los «inútiles para el mundo», los «pobres» que encuentran la expresión de su sufrimiento y la forma comunitaria de su rebelión en todas las religiones.

La revolución iraní fue el golpe de gracia para el nacionalismo árabe. Sin embargo, la dirección islámica dejó claro enseguida que su principal función era el control social y demográfico sobre un área en crisis. Emprendió una guerra de diez años con Irak, cuyo único propósito parece haber sido el exterminio recíproco de la población excedente, meter en vereda a una clase obrera inquieta: la fuerza de trabajo fundamentalmente chiita de las petromonarquías y del sur de Irak.

El nacionalismo iraquí también se basaba en la circulación de la renta petrolera. Irak no cuestionaba la economía de renta sino únicamente su faceta «parasitaria»; la contradicción de su desarrollo fue querer convertir la renta en la base de una economía nacional. El país fue arrastrado a un formidable crecimiento de los gastos militares. El carácter improductivo de estos gastos es tan sólo una faceta particular de la ausencia de objetivos y de proyectos industriales coherentes. Irak no podía sino esperar una reactivación de las exportaciones petroleras y no resistió a la baja del precio del crudo por debajo de los ocho dólares por barril. El Irak de Saddam Husein no es el último caso de un nacionalismo económico árabe autocentrado; es el resultado de las contradicciones y del fracaso, en Oriente Medio, de la integración de la región sobre la base de la renta. Con el pleno consentimiento occidental, la integración rentista había sometido a los proletarios a un proyecto de desarrollo que tenía en la deuda exterior su fundamento y que al final de los años ochenta se había vuelto anacrónico. Por todas partes imperaban relaciones sociales específicamente capitalistas y en ninguna su dinámica de reproducción propia.

El resultado de la Guerra de Golfo de 1991 impuso a Irak el aislamiento del mercado mundial al que aspiraba y al que podía muy bien resistir su banda de acaparadores gordos y uniformados. Hace diez años que Estados Unidos resolvió el problema global de la renta mediante su control por el Estado estadounidense y las grandes compañías petroleras. La guerra de 1991 llevó a cabo la necesaria eliminación de la figura autónoma del rentista como autonomización de la renta frente a la perecuación general de la tasa de beneficio. La victoria estadounidense desconectó la fijación, la circulación y la utilización de la renta de las necesidades, las apuestas, las rivalidades y las características específicas (demográficas, históricas, económicas, sociales, confesionales) inherentes a los lugares de producción. Fue un trabajo bien hecho y realizado con rapidez, en nombre de toda la «comunidad internacional».

LA GUERRA ACTUAL

Esta solución global ha podido estabilizarse, pero sólo con la eliminación de Irak. Si la guerra de 1991 todavía fue una guerra que se desarrolló en el plano de las relaciones interestatales, la guerra actual es abiertamente proclamada como momento regional de una «solución planetaria» a los desórdenes internos de la globalización de la reproducción del capital: el ejército estadounidense interviene en Kandahar, en Mogadiscio, o en Bagdad lo mismo que en Los Ángeles. Estados Unidos impone a sus «socios» las nuevas reglas del modo de producción capitalista. En Oriente Medio, como en todas partes, los intereses económicos de Estados Unidos se sitúan en una escala de organización superior a la de cada Estado de la región o de la suma de estos. El globalismo de los intereses estadounidenses impone una deconstrucción de las soberanías nacionales y de las lógicas de vecindad territorial, así como una recomposición de los elementos nacionales en ramas funcionales con vocación transnacional sobre las cuales se ejerce el «liderazgo natural» de los Estados Unidos en una reunificación de este nuevo mundo balcanizado. «Hostil a los intereses estadounidenses» quiere decir todo aquello que pueda obstaculizar la libre circulación del capital: un chantaje absoluto sobre las demás potencias económicas, un control absoluto sobre todos los flujos de capital. Irak, por su historia reciente, su peso demográfico, su capacidad de perjuicio militar y sus reservas petroleras, representaba el obstáculo insalvable para que se implementase tal configuración.

Si para los Estados Unidos el enemigo se define bajo el apelativo de «terrorismo», no se trata solamente de propaganda paranoica. Irak es tan sólo un momento de un proceso bélico definido de antemano como recurrente; el enemigo ya no es un adversario designado sino la forma lábil de oposición y resistencia intrínseca a la reorganización de la explotación y de su reproducción.

En este contexto, el islamismo es el adversario perfecto. El islamismo, que fue la comparsa de Estados Unidos en la quiebra de los nacionalismos árabes, ha desaparecido como proyecto nacional. El islamismo actual surge de la puesta en entredicho del marco nacional de la acumulación capitalista y de la situación paradójica de la reproducción de la fuerza de trabajo, sometida simultáneamente a condiciones de explotación y de empleo determinadas por un ciclo mundial del capital y, por eso mismo, remitido a la «re» creación de condiciones y marcos de reproducción «tradicionales». Desde el Mar Rojo hasta Indonesia, el problema no es una supuesta contracción del desarrollo capitalista sino, al contrario, el enorme desarrollo específicamente capitalista que se ha venido produciendo desde hace veinticinco años. El resurgimiento de diversas comunidades tiene su razón de ser en la dependencia de éstas frente al mercado mundial. La situación de la fuerza de trabajo es básicamente la misma que la de las zonas las más desarrolladas: la fuerza de trabajo existe frente al capital como fuerza de trabajo social global. Pero mientras que en las zonas desarrolladas el capital compra globalmente esta fuerza de trabajo y la utiliza individualmente, en las nuevas periferias no hay compra global. De ahí la importancia de la disciplinarización de la fuerza de trabajo (depende de la etnicización de su reproducción) frente a un proletario transformado en pobre que reivindica la riqueza en el marco de una relación de amor/odio con Estados Unidos.

Por su parte, Israel representa una vez más la restricción y la punta de lanza de la historia regional del capitalismo. El sionismo, su capitalismo socialpioniero y su democracia blindada han muerto; el «dragoncito» que va a cuesta de la mano de obra palestina ya no echa tantos humos. El equilibrio producido por la guerra del Golfo llevó a Israel a concluir acuerdos (de Oslo y de París) ya anacrónicos en gran medida cuando fueron ratificados. La fragmentación comunitarista del Estado israelí, el giro hacia la alta tecnología de su economía, la capacidad de los demás sectores económicos para gestionar como microflujos sus necesidades de mano de obra a escala local y de manera más masiva la mano de obra procedente de Extremo Oriente, la identidad entre su actividad militar y su política asignan a Israel un papel muy particular dentro del marco regional general cuya instalación debía acelerar esta guerra. En Israel la valorización del capital es ya un engranaje de espacios. Los meses que precedieron esta guerra fueron los mismos en los que se impulsó al máximo la ausencia de distinción entre guerra y paz que caracteriza el Estado israelí desde su fundación y el confinamiento de los territorios ocupados. Por su parte, la Autoridad Palestina se vio deslegitimada por el movimiento de concertación continua con los ocupantes destinado a establecerla; se transformó en un racket sobre la mano de obra y los ingresos provenientes de la ayuda humanitaria. La segunda Intifada estalló no menos contra la ocupación capitalista israelí que contra la Autoridad Palestina. Al ser devuelta a la «guetoización» y a las solidaridades de proximidad, la sociedad y la lucha palestina son etnicificadas de una forma totalmente moderna. Allí encuentra la capacidad de sobrevivir a una relación de fuerzas que la condena a ser la de extranjeros en cualquier parte del mundo y que la separa del proletariado israelí. Aun etnicificada, lo que opone al Estado de Israel a los palestinos es una lucha de clases, y a través de esta lucha se constituyen conflictivamente en todas partes las nuevas configuraciones de la reproducción del capital.

EL MOVIMIENTO PACIFISTA

El movimiento pacifista que viene manifestándose en los últimos meses quiere preservar de los horrores de la guerra a la sociedad vista como el conjunto de sus víctimas civiles potenciales. Denuncia la guerra y trata de impedir su estallido, como si ésta todavía tuviera que estallar. Teme el comienzo de un proceso de explosiones en cadena del que sólo los promotores de la guerra serían inconscientes. Repite continuamente que la guerra tendrá consecuencias imprevisibles. ¿Imprevisibles? Los manifestantes españoles, italianos o ingleses (como los franceses) han comprendido perfectamente la relación entre la violencia provocada por la reorganización social en Oriente Medio y la violencia ya presente y por venir de la relación de explotación. El movimiento pacifista, como tal, está estrictamente a la altura de la apuesta: el compromiso, la gestión social de la reproducción de la fuerza de trabajo y de su explotación ya no son un problema específico de la clase capitalista. La guerra es la forma paroxística de esta evidencia cotidiana: «se coge a gente y se la echa». La sociedad está asustada. El movimiento es pacifista. Está en contra de la evidencia de la violencia inscrita en la reestructuración de la relación capitalista, y lo está ahora, de manera adecuada al acelerador de la configuración de la reestructuración que representa esta guerra. Es una violencia tan evidente que hasta las monjas la entienden[3]. Es un movimiento de masas precisamente porque posee tales características.

Es pacifista porque es unanimista, interclasista y consensual. Los manifestantes saben que la guerra actual es la expresión de una violencia general, pero ningún llamamiento a la «guerra social» le llevará a superar ese democratismo radical que lo arrastra a oponerse a la guerra como si ésta no fuese más que la expresión de la voluntad de unos cuantos políticos cuya ilegitimidad y arrogancia denuncian. El movimiento defiende la gestión política y social de los conflictos, la realización de compromisos a todos los niveles, está en contra la instauración de la violencia descarnada, física y económica, como forma de regular las relaciones sociales, defiende intereses muy concretos y muy reales, y comprende perfectamente la función general de esta guerra como paradigma de la ordenación mundial. De ahí derivan todas las temáticas del movimiento pacifista: la guerra como disfunción, como un desequilibrio que se trata de enmendar mediante la democracia, mediante un arranque de nuestros Estados (pero Chirac, corrigió su propia posición al día siguiente al estallido del conflicto reconociendo de manera realista que el nuevo orden mundial no podía ser antiestadounidense), mediante la negociación, mediante el control ciudadano de las instituciones internacionales y la desobediencia civil. Si es de ahí de donde extrae su masividad, eso significa que ésta también se debe a las fracturas en el seno de la clase capitalista mundial que esta crisis pone de manifiesto y a su adecuación a algunas de ellas, que se construye y existe mediante esas fracturas, que le confieren su unanimismo y lo legitiman… lo quiera o no.

Ahora bien, si la «comunidad internacional» está dividida ante el acto de fuerza estadounidense, está absolutamente unida en lo que se refiere a los medios de represión puestos en marcha en todos los países. Desde este punto de vista, en el «frente interno», el paisaje internacional es uniforme. Todos los Estados, escuchan, emocionados, los llamamientos a la razón de los Papas de todas las Iglesias, pero el ejército y la policía son los que intervienen contra quienes sobrepasan el umbral de lo «simbólico», es decir, los que ponen en entredicho en la vida de todos los días, aquello de lo que esta guerra es precisamente la configuración acelerada: las transformaciones de la relación de explotación.

La reestructuración conmueve y trastorna todas las combinaciones sociales, todas las relaciones sociales basadas en el capital, creando así una oposición de la sociedad a estos trastornos múltiples y en cadena. El movimiento pacifista es una oposición social a la reestructuración, pero sólo es eso: una oposición social. Se opone a que la sociedad sea trastornada, pero la sociedad no es más que el resultado último del proceso de producción en el que el origen este resultado —el proceso de producción como proceso de explotación— ha sido abolido, se ha esfumado por propia iniciativa. De ahí esta paradoja: si el movimiento pacifista se opone realmente a la reestructuración, la clase obrera no ha manifestado un interés inmediato por participar en él. En Estados Unidos, los estibadores en huelga de la costa oeste han seguido cargando los buques militares, en Gran Bretaña los sindicatos no piensan utilizar el descontento anti Blair más que para intentar ajustar cuentas con el New Labour, en Italia las banderas que rezan «Pace» van escaseando a medida que uno se aleja de los centros urbanos y la CGIL se muestra más que tímida en sus llamamientos a la huelga. Esta paradoja es el de la generalidad social que, en su constitución acabada, borra su proceso propio de realización como resultado del proceso de producción. Lucha de clases y movimiento social no se excluyen, se compenetran, pero nunca se identifican. En la oposición contra la unipolaridad estadounidense, el pacifismo ha configurado una oposición conforme a la reestructuración en la que la lucha de clase ha desaparecido dentro de su resultado: el movimiento social.

suplemento al nº 18 of Theorie Communiste en colaboración con «Alcuni fautori della comunizzazione

[1] Alain Joxe, L’empire du chaos.

[2] Théo Cosme, Moyen Orient 1945-2002 Histoire d’une lutte de classes, Éditions Senonevero, 2002.

[3] Se ha visto a muchas monjas manifestándose contra la guerra.

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RESPUESTA A AUFHEBEN

Tras haber leído vuestro texto sobre TC en el número 12 de Aufheben y suponiendo que haya habido una buena comprensión lingüística por mi parte, me parece que señaláis cuatro puntos sobre los que discrepamos o sobre los cuales los análisis realizados por TC requieren una mayor fundamentación:

  • Una de las tres objeciones realizadas por Dauvé y Nesic al concepto de programatismo en su folleto « Prolétaire et travail: une histoire d’amour? »*
  • ¿No debería el proletariado reconocerse como clase antes de abolirse?
  • Fundamentar en los conceptos del capital y de la subsunción real la posibilidad de una segunda fase de subsunción real; ¿cómo es posible tal cosa dentro del propio concepto de subsunción real?
  • El concepto de alienación

Punto uno

Sin decirlo nunca expresamente, Dauvé y Nesic plantean tres objeciones al concepto de programatismo.

  1. a) Los trabajadores no se comprometen plenamente en su trabajo para el jefe. Apenas valdría la pena mencionar esta objeción si no la reencontráramos, invertida, en la ideología del «vínculo social» y de la «adhesión», que presentan en su visión apologética de los «Treinta Gloriosos» en el folleto « Il va falloir attendre »*. Allí aceptan en el marco del capitalismo aquello que rechazan en el de la emancipación del trabajo.

  1. b) La emancipación del trabajo habría sido cosa de las organizaciones del movimiento obrero y no de los propios obreros. Eso supone pasar un poco rápidamente por encima del hecho de que esas organizaciones las fundaron obreros y que a veces se adhirieron a ellas en masa. Además, también fueron obreros quienes, aunque sólo fuese para defender su existencia, crearon los Consejos y los Soviets, a veces realizaron tentativas de autogestión, ocuparon fábricas, participaron en comités de fábrica, formaron cooperativas y crearon organizaciones, partidos y sindicatos que tenían como programa la dictadura del proletariado y la emancipación del trabajo.

(c) La tercera objeción es más seria. Esta objeción remite al folleto de Seidman «Hacia una historia de la aversión obrera al trabajo»[1]. Seidman señala, con razón, que en las raras ocasiones en las que la producción se reanudó bajo la dirección de los trabajadores, los líderes de las organizaciones tuvieron grandes dificultades para imponer una disciplina laboral a unos obreros que mostraban escaso entusiasmo productivo.

Por programatismo entendemos un modelo de luchas obreras y de superación revolucionaria basado en un poder creciente de la clase obrera, a través del cual se impusieron las exigencias de un desarrollo social del capital que preparaba la emancipación de la clase obrera. Durante siglo y medio, la práctica programática de la clase obrera, horizonte insuperable de sus luchas, fue siempre ambigua: por un lado, su ascenso dentro del modo de producción capitalista era la condición sine qua non de su afirmación como clase dominante, pero, por otro, se negaba sistemáticamente a aceptar que este poder cada vez mayor pudiera identificarse con la aceptación de la explotación capitalista. El programatismo, cuyo núcleo es la emancipación y la afirmación del trabajo productivo como reorganización de la sociedad, nunca fue una «historia de amor» entre los obreros y el trabajo asalariado. A partir de finales del siglo xix, en el seno del programatismo, el ascenso de la clase (debido a su integración en la reproducción del capital) dentro del modo de producción capitalista entró en contradicción con la posibilidad de su afirmación revolucionaria autónoma. En las raras ocasiones en que se emprendió la realización práctica de ésta, como en Rusia, Italia o España, necesariamente fue asumida por las organizaciones del movimiento obrero, y se invirtió inmediatamente en lo que no podía dejar de ser: una nueva forma de movilización del trabajo bajo el dominio del valor y, por tanto, de «máximo rendimiento» (como la CNT exigió en 1936 a los obreros de Barcelona), que reprodujo ipso facto, aunque fuese de forma marginal, todas las reacciones de desentendimiento o de resistencia obrera (cfr. Seidman, «Hacia una historia de la aversión obrera al trabajo», Ediciones Etcétera*). La mejor ilustración de esto es la pequeña anécdota de La revolución desconocida*, de Voline, que mencionáis en vuestro texto.

Punto dos

Dicho de forma muy breve, nosotros definimos el ciclo actual de luchas como una situación en la que el proletariado no existe como clase sino en el seno de su relación contradictoria con el capital, la cual no comporta confirmación alguna de la identidad obrera ni ningún «retorno a sí» frente al capital; para el proletariado, la contradicción con el capital equivale a su propia puesta en entredicho.

Ahora bien, el proletariado no se convierte por ello en un ser «puramente negativo», a menos que por esto se entienda la crítica de cualquier concepción de una naturaleza revolucionaria del proletariado. Pasamos de una perspectiva en la que el proletariado encuentra en sí mismo, frente al capital, su capacidad de producir el comunismo, a una perspectiva en la que sólo adquiere esta capacidad como movimiento interno de aquello que permite abolir, convirtiéndolo, por eso mismo, en proceso histórico y desarrollo de la relación, en lugar de en triunfo de uno de los términos de la misma bajo la forma de su generalización. El proletariado sólo produce el comunismo en (y a través de) el curso de su contradicción con el capital y no en sí mismo, emancipándose del capital o revelándose frente a él. No existe un ser subversivo del proletariado. Si la negación es un momento interno de lo negado, la superación supone el desarrollo de la contradicción y surge de ese desarrollo; no es la revelación o la actualización de una naturaleza revolucionaria, sino una producción histórica interna.

En tanto disolución de las condiciones existentes, el proletariado se define como clase dentro del capital y a través de su relación con él, es decir, como clase del trabajo productivo de valor, y más concretamente, del trabajo productivo de plusvalor. No surge ni se constituye como clase en calidad de disolución de estas categorías, sino que es esta disolución en tanto clase; ese es el contenido mismo de su situación objetiva como clase. Su capacidad de abolir el capital y de producir el comunismo reside en su condición de clase del modo de producción capitalista. La disolución de todas las condiciones existentes es una clase, es el trabajo vivo frente al capital. Lo que ha desaparecido en la crisis-restructuración actual no es esta existencia objetiva, sino la confirmación de una identidad proletaria en el seno de la reproducción del capital. La explotación define simultáneamente al proletariado como la clase del trabajo productivo de plusvalor y como la disolución de todas las condiciones existentes sobre la base de éstas, en el seno de la dinámica, entendida como lucha de clases, del modo de producción capitalista. La capacidad del proletariado de obrar por la abolición de este modo de producción está contenida en su estricta condición de clase del mismo.

Cuando decimos que el proletariado sólo existe como clase dentro de y contra el capital, que produce todo su ser, toda su organización, su realidad y su constitución como clase dentro de y contra el capital, no hacemos otra cosa que decir que es la clase del trabajo productivo de plusvalor. Como clase del trabajo productivo, el proletariado se reconoce constantemente como tal en el curso de cualquier lucha, cuyo efecto más inmediato es siempre la polarización social de las clases.

A menudo, las cosas más difíciles de concebir son las más sencillas. Para una clase, reconocerse a sí misma como clase implica su relación con otra clase; una clase sólo existe en la medida en que tiene que librar una lucha contra otra clase. Una clase no tiene una definición previa de sí misma que explique y produzca su contradicción con otra clase, y sólo se reconoce a sí misma como clase a través de la contradicción con otra clase; esa otra clase es su razón de ser como clase. Lo que desaparece en el ciclo de lucha actual es el hecho de que esta relación general, definitoria de las clases, pueda comportar un momento de retorno a sí para el proletariado en tanto definición de una identidad propia que oponer al capital (identidad propia aparentemente inherente a la clase y oponible al capital, cuando en realidad no era más que el producto particular de una cierta relación histórica entre el proletariado y el capital confirmada por el propio movimiento del capital). El proletariado no se convierte en un «ser puramente negativo»; es simplemente una clase.

Nos cuesta tanto librarnos de la preponderancia del programatismo que el simple hecho de decir que el proletariado es una clase porque se halla en una relación contradictoria con el capital, porque su razón de ser una clase es su contradicción con otra clase, se entiende como convertir al proletariado en un «ser puramente negativo». Incluso podría decirse que en el momento de la fusión del conflicto de clases en que el hecho de ser una clase se autonomiza en una constricción externa, el proletariado se convierte en «clase para sí». Al saberse prácticamente, a través de su abolición del capital, como la negación de todas las condiciones existentes, al saber, mediante toda su actividad, que sólo es una clase en su relación con el capital, su conciencia de sí, su existencia como «clase para sí», es la de su relación. En el nuevo ciclo de luchas, el proletariado es tan poco un «ser puramente negativo» que para que la revolución sea la superación producida de este ciclo, será preciso que la lucha por la defensa de sus intereses inmediatos llegue a ese clímax mediante el cual la propia definición de clase se convierta en una constricción externa. Existe un viejo trasfondo del que nos cuesta mucho desprendernos: la confusión entre el reconocimiento positivo del proletariado como clase y esas formas históricas particulares que fueron la autoorganización y la autonomía.

En sus luchas, el proletariado se dota de todas las formas de organización necesarias para su acción. ¿Acaso, cuando se dota de las formas de organización necesarias para sus objetivos inmediatos (la comunización también será un objetivo inmediato) el proletariado existe para sí mismo como clase autónoma? No.

La autoorganización y el poder sindical pertenecían al mismo universo de la revolución como afirmación de la clase. La autoorganización o la autonomía del proletariado no son tendencias constantes más o menos intensas de la lucha de clases, sino formas históricas determinadas de ésta. Se puede eliminar de estas formas todo contenido y llamar autoorganización a toda reunión de personas que decidan en común lo que van a hacer, pero en tal caso toda actividad humana sería autoorganización y el término carecería de interés. La autoorganización y su contenido, la autonomía obrera, remiten a una contradicción entre el proletariado y el capital que comportaba la capacidad del proletariado de relacionarse consigo mismo como clase frente al capital, es decir, una relación con el capital que comportaba la capacidad del proletariado de encontrar en sí mismo su fundamento, su propia constitución, su propia realidad, sobre la base de una identidad obrera que la reproducción del capital, en sus modalidades históricas, confirmaba. Para las teorías de la autoorganización y la autonomía, se trataba de vincular las luchas inmediatas a la revolución por medio de aquello que en las luchas pudiera expresar una ruptura con la integración de la defensa y la reproducción de la condición proletaria: la conquista de su autonomía respecto del capital y de las formas sindicales y políticas de esa integración. La autoorganización y la autonomía sólo fueron posibles sobre la base de la constitución de una identidad obrera que quedó desbaratada por la reestructuración.

Lo que ha desaparecido es la capacidad misma del proletariado de encontrar, en su relación con el capital, la base para constituirse como clase autónoma. La particularización del proceso de valorización, la «gran fábrica», la sumisión del capital fijo al conjunto de los trabajadores, la compartimentación entre actividades productivas e improductivas, entre producción y desempleo, entre producción y formación, etc. —es decir, todo lo que fue superado mediante la reestructuración actual— era la sustancia, dentro de la propia relación capitalista, de una identidad y una autonomía proletarias. La autoorganización y la autonomía no son unas constantes cuya reaparición podría esperarse, sino que son constitutivas de un ciclo de luchas acabado. Para que exista autoorganización y autonomía, es necesario poder afirmarse como la clase productiva frente al capital. Hoy en día, la autoorganización y la autonomía se han convertido paradójicamente en el coto de grupos y militantes (evolución clara en Francia a partir de las luchas de 1979 en la industria siderúrgica) y sobre todo de «sindicatos radicales». Los militantes de la autoorganización se ven reducidos a oponer una autoorganización «pura» (que se confunda con la lucha) a una formalización o sindicalización de esta última. Pero en el proceso real de la autoorganización, se dio constantemente una evolución hacia esa formalización y sindicalización, dado que se trata de algo intrínseco al tipo de contradicción que pone de manifiesto la autoorganización, así como a la defensa de la condición proletaria, que constituía su límite infranqueable. La autoorganización, confundida en su pureza con la lucha, jamás ha existido. No es otra cosa que una ideología abstracta del curso real de las luchas.

La lucha de clases en general no es autónoma. Que los protagonistas de una lucha no confíen a nadie más el cuidado de determinar la gestión de su lucha no es «autonomía»; es considerar que la sociedad capitalista está formada por intereses contradictorios y formas de representación que reproducen en sí mismas las relaciones sociales contra las que se lucha; es ejercer una actividad que define a los demás o los constriñe a definirse; es considerar que el grupo o la fracción de la clase en lucha, o la clase en su conjunto, no están definidos en sí mismos de forma intrínseca, sino por el conjunto de las relaciones sociales. Se trata, finalmente, de considerar la sociedad como una totalidad orgánica y una actividad. La autonomía supone que la definición social de un grupo es inherente a ese grupo, de manera casi natural, y que las relaciones definidas en el curso de la lucha como relaciones con otros grupos se definen de forma parecida. Donde hay organismo sólo ve adición; donde hay actividad y relación, sólo ve objeto y naturaleza.

Sólo podemos hablar de autonomía si la clase obrera es capaz de relacionarse consigo misma contra el capital y de encontrar en esta relación consigo misma las bases y la capacidad de afirmarse como clase dominante. Se trata de la formalización de lo que somos en la sociedad actual como base de la nueva sociedad a construir en tanto liberación de lo que somos. Todo eso ha desaparecido. La autonomía, como perspectiva o contenido, es la emancipación de lo que la clase es dentro de las relaciones de producción, que entonces no se presentan más que como «constricción». No es el declive de las luchas obreras o su carácter esencialmente «defensivo» lo que explica el declive de la autonomía, sino su transformación y su inscripción en una nueva relación con el capital. En las luchas actuales, ya sean «defensivas» u «ofensivas» (distinción ligada a la problemática del ascenso de la clase y cuya «evidencia» habría que criticar), el proletariado reconoce al capital como su razón de ser, como su existencia frente a sí mismo, como la única necesidad de su propia existencia. A partir del momento en que la lucha de clases se sitúa al nivel de la reproducción, el proletariado no puede ni quiere seguir siendo lo que es en ninguna lucha. No se trata necesariamente de declaraciones demoledoras o de acciones «radicales», sino de todas las prácticas de «fuga» o negación por parte de los proletarios de su propia condición, como las luchas suicidas de Cellatex, la huelga de Vilvoorde y muchas otras, en las que se pone de manifiesto que el proletariado no es nada separado del capital y que no puede seguir siendo esa nada (que reivindique su reencuentro con el capital no suprime el abismo abierto por la lucha, el reconocimiento y el rechazo por parte del proletariado de sí mismo como constitutivo de este abismo).

La autoorganización o autonomía fijan en una etapa histórica concreta lo que la clase obrera es dentro del modo de producción capitalista como contenido del comunismo. Es «suficiente» con liberar a este ser de la dominación extranjera del capital (extranjera porque el proletariado es autónomo). En sí misma, la autonomía fosiliza la revolución en tanto afirmación del trabajo y reorganización comunista de las relaciones entre los individuos sobre esta base y con este contenido. La mayoría de las críticas a la autoorganización siguen siendo críticas formales, porque se conforman con decir: la autoorganización no es «buena en sí»; sólo es la forma de organización de una lucha, lo que cuenta es su contenido. Esta crítica no plantea la cuestión de la forma en sí misma, y no considera la forma como un contenido ni como significativa en sí misma.

Si la autonomía desaparece como perspectiva, es porque la revolución ya no puede tener otro contenido que la comunización de la sociedad, es decir, para el proletariado, su propia abolición. Ante semejante contenido, resulta impropio hablar de autonomía, y es improbable que un programa semejante comportase lo que se suele entender por «organización autónoma». El «proletariado se reconoce como clase»; se reconoce como tal en cada conflicto, y con mayor motivo aún lo hará en una situación en la que la situación que tenga que afrontar sea su existencia como clase en el seno de la reproducción del capital. No nos equivoquemos sobre el contenido de este «reconocimiento», ni sigamos contemplándolo a través de las categorías del antiguo ciclo, como si éstas cayeran por su propio peso, como formas naturales de la lucha de clases. El reconocimiento del proletariado como clase no será un «retorno sobre sí mismo», sino una extroversión total, su autorreconocimiento como categoría del modo de producción capitalista. En realidad, este «reconocimiento» será un conocimiento práctico, en el curso del conflicto, no de la clase para sí, sino del capital.

Punto tres

La reestructuración actual es una segunda fase de la subsunción real del trabajo bajo el capital. Nos explicaremos brevemente acudiendo a las referencias canónicas marxianas sobre el tema, extraídas de El Capital, los Grundrisse y el Capítulo VI inédito. No cabe amalgamar ni poner al mismo nivel plusvalor absoluto y subsunción formal o plusvalor relativo y subsunción real. En otras palabras, no se puede confundir una determinación conceptual del capital y una configuración histórica. El plusvalor relativo es el principio constitutivo y dinámico de la subsunción real, que estructura y luego trastorna la primera fase de la subsunción real. El plusvalor relativo es el principio que unifica las dos fases de la subsunción real. Así pues, la subsunción real tiene una historia, porque tiene un principio dinámico que la conforma, la hace evolucionar, erige en obstáculos ciertas formas del proceso de valorización o de circulación y las transforma. El plusvalor relativo, que afecta al proceso de trabajo y a todas las combinaciones sociales de la relación entre el proletariado y el capital y, en consecuencia, de los capitales entre sí, es lo que permite establecer una continuidad entre las etapas de la subsunción real y una transformación de la misma. Si equiparamos plusvalor relativo y subsunción real, resulta imposible comprender una transformación de la subsunción real, salvo que le agreguemos un elemento o una configuración del proceso de valorización más o menos heterodoxa en relación con el concepto de capital, porque ya lo tenemos todo (no existe, de hecho, ningún tercer modo de extracción de plusvalor). Si ambos coinciden, todo no puede sino estar dado desde que se establece históricamente la subsunción real.

El primer aspecto consiste, pues, en no amalgamar las formas de extracción de plusvalor y las configuraciones históricas a las que remiten los conceptos de subsunción formal y subsunción real. El segundo aspecto consiste en percibir la diferencia que hay en la relación entre plusvalor absoluto y subsunción formal y entre plusvalor relativo y subsunción real. Que la extracción de plusvalor en su modalidad absoluta sólo pueda captarse al nivel del proceso de trabajo es algo que forma parte de su concepto mismo. El capital se apropia de un proceso de trabajo existente, y lo prolonga e intensifica; como máximo se conforma con agrupar a los trabajadores. La relación entre extracción de plusvalor en su modalidad relativa y subsunción real es mucho más compleja. No podemos conformarnos con definir la subsunción real exclusivamente a nivel de las transformaciones del proceso de trabajo. En efecto, para que la introducción de maquinaria sea sinónimo de un crecimiento del plusvalor en su modalidad relativa, el aumento de productividad que esta introducción supone tiene que afectar a las mercancías que forman parte del consumo de la clase obrera. Para ello es necesario que desaparezca la pequeña agricultura ligada a la pequeña producción mercantil, y que el capital se apodere del sector II de la producción (el de bienes de consumo). Esto ocurre, en el marco de la evolución de éste, mucho después de la introducción de las máquinas en el proceso laboral. Pero ni siquiera hay que abordar sin reservas el desarrollo capitalista del sector II. En efecto, los productos textiles franceses e incluso ingleses de principios del siglo xix apenas estaban destinados al consumo obrero, y la producción se vendía en los mercados rurales (entonces dependía de los ciclos agrícolas), en el mercado urbano de las clases medias o estaba destinada a la exportación (cfr. Rosier y Dockès, Rythmes économiques y Braudel y Labrousse, Histoire économique et sociale de la France, t. 2). La extracción de plusvalor relativo afecta a todas las combinaciones sociales, desde el proceso de trabajo hasta las formas políticas de representación de los trabajadores, pasando por la integración de su reproducción en el ciclo propio del capital, el papel del sistema de crédito, la constitución de un mercado mundial específicamente capitalista (no sólo capitalista mercantil) y la subordinación de la ciencia (esta subsunción de la sociedad, en la que Gran Bretaña desempeñó históricamente un papel pionero, se produce a ritmos diferentes según los países). La subsunción real es una transformación de la sociedad y no sólo del proceso laboral.

Sólo se puede hablar de subsunción real, en consonancia con el concepto mismo de plusvalor relativo, cuando todas las combinaciones sociales se ven afectadas. La transformación de la totalidad tiene su criterio. La subsunción real se convierte en un sistema orgánico, es decir, que parte de sus propias presuposiciones para crear, a partir de sí misma, los órganos de los que carece, y convertirse así en una totalidad. La subsunción real se condiciona a sí misma, mientras que la subsunción formal transforma y modela un material social y económico preexistente de acuerdo con los intereses y necesidades del capital.

Esto nos permite introducir un tercer aspecto: la subsunción real del trabajo (y, por tanto, de la sociedad) bajo el capital es, por naturaleza, siempre incompleta. Forma parte de la naturaleza de la subsunción real alcanzar puntos de ruptura, porque la subsunción real sobredetermina las crisis del capital como carácter inconcluso de la sociedad capitalista. Ese es el caso cuando el capital crea a partir de sí mismo los órganos y modalidades específicas de absorción de la fuerza de trabajo social que había creado durante la primera fase de la subsunción real. La subsunción real incluye en su naturaleza ser una perpetua autoconstrucción acompasada por crisis; el principio de su autoconstrucción reside en su principio básico, la extracción de plusvalor en su modalidad relativa. En este sentido, aunque la reestructuración actual pueda considerarse realizada, como elemento definitorio del período, nunca estará realizada en el sentido de que las políticas de reestructuración vayan a terminar; al contrario, proseguirán a ritmo sostenido; la «ofensiva liberal» no se detendrá; siempre tendrá nuevas rigideces que derribar. Lo mismo vale para la integración capitalista mundial, que ha de ser redefinida constantemente por presiones entre aliados e intervenciones militar-policiales.

La permanente autoconstrucción de la subsunción real está inscrita en la extracción de plusvalor en su modalidad relativa; es esta autoconstrucción la que se bloquea y se redefine a sí misma en las crisis de la subsunción real. Para entender cómo entró en crisis la primera fase de la subsunción real a principios de la década de 1970, tenemos que partir del plusvalor relativo. ¿Qué fue lo que se constituyó, en el seno de ésta, en obstáculo durante esa fase?

Mediante esa reestructuración quedó abolida y superada la contradicción que había sustentado el viejo ciclo de luchas, entre, por un lado, la creación y el desarrollo de una fuerza de trabajo creada, reproducida e implementada por el capital de manera colectiva y social, y, por otro, las formas de apropiación de esta fuerza de trabajo por parte del capital, ya fuera en el proceso de producción inmediato (trabajo en cadena, sistema de la «gran fábrica»), en el proceso de reproducción de la fuerza de trabajo (bienestar) o en la relación de los capitales entre sí (zonas de perecuación nacional). En eso consistía la situación conflictiva que, en el ciclo de luchas anterior, se manifestó como una identidad obrera confirmada en la propia reproducción del capital y que la reestructuración abolió. Lo que se convirtió en un obstáculo para la valorización sobre la base del plusvalor relativo fue, por un lado, la forma en que estaba estructurada la integración de la reproducción de la fuerza de trabajo, la transformación del plusvalor en capital adicional por otro, y, por último, el aumento del plusvalor en su modalidad relativa dentro del proceso de producción inmediato.

Se trata de situar esta contradicción interna de la primera fase de la dominación real en relación con el plusvalor relativo, y de analizar, por tanto, cómo se establecieron los ejes de la reestructuración a partir de éste como principio dinámico. Así dotamos a estos ejes de sentido, de significación, de necesidad en relación con la explotación y el capital.

Desde este punto de vista, en relación con la producción de plusvalor relativo, los ejes que provocaron la caída de la tasa de ganancia en la fase anterior nos permiten ver los elementos que el capital tiene que abolir, transformar o superar en la reestructuración actual. Ahora bien, a ese nivel el planteamiento sigue siendo empírico, en el sentido de que la lista de lo que tiene que superarse no constituye, en sí misma, el principio común de la superación, la ley de la transformación, su jerarquización y estructuración conceptual. No obstante, todo ello ya se puede agrupar en dos partes principales que abarcan la especificidad del plusvalor relativo en relación con el plusvalor absoluto: el proceso inmediato de producción, las combinaciones sociales (reproducción de la fuerza de trabajo, la relación entre los sectores y los capitales, zonas de acumulación).

En el primer punto, se trata de las características del proceso de producción inmediato (trabajo en cadena, cooperación, producción-mantenimiento, trabajador colectivo, continuidad del proceso de producción, subcontratación, segmentación de la fuerza de trabajo), y de todas las separaciones (trabajo, desempleo, formación), que fundamentaban una identidad obrera y conferían la producción de plusvalor como contenido a la contradicción entre las clases (y no la producción de éste como inmediatamente adecuado a la reproducción de la relación social que produce), a partir de la cual se disputaba el control sobre el conjunto de la sociedad como gestión y hegemonía. Esta identidad obrera era inherente a una contradicción en la que el proletariado se constituía como fuerza autónoma respecto al capital en el seno de la propia reproducción de conjunto de éste. En segundo lugar, se trata de las modalidades de la circulación y la acumulación. En lo que se refiere a la primera, podemos adelantar que, además de la modificación de las relaciones entre la producción y el mercado, la producción en flujo continuo ha transformado el proceso de producción inmediato y todas las actividades conexas en relación con la entrada en la circulación del producto (por supuesto, habría que profundizar en esta cuestión). En lo tocante a la segunda, las transformaciones atañen a la acumulación nacional, a la diferenciación entre centro y periferia, a la división del mundo en dos zonas de acumulación, a la aparición «material» de la moneda. En ambos casos, lo que desapareció fueron las modalidades y los contenidos de la acumulación que convergían en la constitución de una identidad obrera.

Si, en relación con estas dos grandes categorías, que agrupan lo que inmediatamente se presentaban como obstáculos a la acumulación ulterior, volvemos al plusvalor relativo como principio de desarrollo y de mutación de la subsunción real, y si nos preguntamos de qué forma estos elementos pueden obstaculizar, específica y cualitativamente, al crecimiento del plusvalor relativo, eso nos llevará a encontrar el principio sintético fundamental de la reestructuración.

Se trataba de todo lo que se había convertido en un obstáculo a la fluidez de la autopresuposición del capital. De un lado, estaban todas las separaciones, protecciones y especificaciones que se oponían a la disminución del valor de la fuerza de trabajo, en el sentido de que impedían que el conjunto de la clase obrera, a nivel mundial, y dentro de la continuidad de su existencia, su reproducción y su expansión, tuviese que hacer frente como tal al capital en conjunto: este es el primer molinete, el de la reproducción de la fuerza de trabajo. Del otro lado, se trataba de todas las limitaciones de la circulación, la rotación y la acumulación que obstaculizaban el segundo molinete, el de la transformación del producto excedente en plusvalor y capital adicional. Cualquier plusproducto debe poder encontrar su mercado en cualquier lugar, cualquier plusvalor debe poder encontrar en cualquier lugar la posibilidad de operar como capital adicional, es decir, de transformarse en medios de producción y fuerza de trabajo, sin que una formalización del ciclo internacional (países del Este, periferia) predetermine esta transformación. La fluidez de cada uno de los molinetes sólo se implementa en y a través de la fluidez del otro.

La explotación que constituye el contenido de esta relación puede desglosarse en tres momentos: compra-venta de fuerza de trabajo, subsunción del trabajo bajo el capital, y transformación del plusvalor en capital adicional, es decir, en nuevos medios de trabajo y fuerza de trabajo modificada. Con la reestructuración actual, los dos brazos del molinete se vuelven adecuados a la producción de plusvalor relativo al mismo tiempo que el proceso de producción inmediato, su intersección, confiere a cada uno de ellos su energía y la necesidad de su metamorfosis. En este sentido la producción de plusvalor y la reproducción de las condiciones de esta producción coinciden. La forma en que estaba estructurada la integración de la reproducción de la fuerza de trabajo, por un lado, la transformación del plusvalor en capital adicional por otro y el incremento del plusvalor en su modalidad relativa en el seno del proceso de producción inmediato, por último, se habían convertido en obstáculos para la valorización sobre la base del plusvalor relativo. Es decir, finalmente, la forma en que el capital, como sistema orgánico, se constituía en la sociedad.

Esta falta de coincidencia entre producción y reproducción (que apareció como tal durante la crisis de finales de los años sesenta y principios de los setenta) fue la base de la formación y confirmación de una identidad obrera en el seno de la reproducción del capital, y suponía la existencia de un hiato entre producción de plusvalor y reproducción de la relación social, que daba pie a la competencia entre dos hegemonías, dos gestiones y dos controles de la reproducción. La adecuación entre el plusvalor relativo y las tres determinaciones que lo definen (proceso de trabajo, integración de la reproducción de la fuerza de trabajo, relaciones entre capitales sobre la base de la perecuación de la tasa de ganancia) implica la coincidencia entre producción y reproducción y, como corolario, la coalescencia entre la constitución y la reproducción del proletariado como clase, por un lado, y su contradicción con el capital, por otro.

Es obvio que la transición de una fase de la subsunción real a otra no puede tener la misma magnitud que la transición de la subsunción formal a la subsunción real, pero no podemos conformarnos con plantear una mera continuidad entre las dos fases de la subsunción real, un proceso de revelación de su verdad al capital, pues entonces el cambio no sería más que la eliminación de arcaísmos, la transformación sería, en definitiva, meramente «formal», y nada fundamental habría cambiado en la contradicción entre proletariado y capital. En última instancia, lo que desaparecería es la propia noción de una crisis entre las dos fases. No se pasaría realmente de una configuración particular de la contradicción a otra y, en consecuencia, la noción de reestructuración desaparecería.

El conjunto de estas modificaciones conforma un sistema, en tanto eliminación de la identidad obrera y definición de la contradicción entre las clases a nivel de su reproducción. Y es porque dichas modificaciones definen una contrarrevolución, por lo que son una reestructuración.

No existe reestructuración alguna del modo de producción capitalista sin derrota obrera. Dicha derrota fue la de la identidad obrera, la de los partidos comunistas, la del sindicalismo, la de la autogestión, la de la autoorganización y la del rechazo al trabajo. Es todo un ciclo de luchas el que fue derrotado, en todos estos aspectos. La reestructuración es esencialmente contrarrevolución, y esta última no se mide por el número de muertos.

Punto cuatro

En cuanto al cuarto punto, me parece que nuestras diferencias no son muy grandes y no quiero cargar las tintas con lo que, tras la lectura de vuestro texto, me parece más una cuestión de vocabulario que una diferencia teórica. Mi crítica al concepto de alienación no es una «guerra» contra el uso de ese término; nosotros mismos, en TC, lo utilizamos, y en Fondements critiques… utilizo el concepto de trabajo alienado o alienación del trabajo. Mi crítica versa explícitamente sobre el uso hegeliano o feuerbachiano del concepto, que lo echó rápidamente a perder. Me explico al respecto en los capítulos sobre la IS y sobre la cooperación en Fondements critiques… En mi opinión, las cosas están más claras en el capítulo sobre cooperación, donde la crítica del carácter especulativo del concepto no se hace per se, sino que aparece a través del análisis de la relación de explotación. Podemos volver a hablar de ello si queréis.

Pasajes sobre la IS:

«No sólo se plantea la historia desde el principio como una categoría de la esencia humana (y no al revés), sino que es la naturaleza de esta historia la que está predefinida como alienación. Partimos de una identidad y regresamos a una identidad; la identidad de partida no puede dejar de ser “inestable” debido a la definición de la esencia humana; entre las dos sólo puede haber una pérdida de esta identidad: sujeto y objeto son ajenos. Pero cuidado, esta pérdida no es a su vez más que una forma de identidad en sí deviniendo para sí; el concepto de alienación es eso, y por eso Marx lo abandonó: la pérdida no es más que una forma de identidad, su devenir necesario para reencontrarse de nuevo a sí misma, la identidad negativa. La historia parte de la verdadera realidad del hombre, que éste reencuentra al final de la alienación.

En la alienación, la separación entre el trabajo y la propiedad o el trabajo y el capital, la separación entre los hombres, es remitida al movimiento de un ser único (la fantasía del origen); la separación nunca es real. Si concibo el capital a partir del modelo de “las fuerzas esenciales del hombre transpuestas ante él”, tendré al “hombre” en ambos lados: como trabajo y como capital. La división de la sociedad en clases no tiene entonces sentido ni realidad alguna; sólo es una forma que ya contiene en sí misma tanto su superación como su resolución, porque la división es “absurda”, es decir algo que ya contiene en sí que carece de todo sentido en relación consigo misma, ya que, como división, no es más que un momento de la existencia de la identidad. Se convierte en “irracional” y debe abandonar la escena de la historia. Eso es algo absolutamente diferente de concebir esta separación y transposición como el movimiento del trabajo asalariado y del capital, donde ya no tengo un único ser que se escinde a la vez que sigue encabezando el conjunto. Cada término viene dado en su realidad singular y yo produzco su implicación recíproca. La “transposición” no me remite a un ser único, sino a una relación social de producción, en la que el capital es la transposición de las fuerzas sociales del trabajo; como este trabajo es asalariado, él mismo es “transubstanciación”. En la ideología de la alienación, la superación de ésta es la “verdad” del hombre, que, incluso cuando se la define como una historia, en verdad convierte a ésta en uno de sus predicados. El comunismo se convierte en la realización de la esencia humana; la alienación sólo puede plantearse si ya se ha planteado su retorno al sujeto. La alienación implica su supresión dentro de su propia estructura conceptual, no como historia, que para ella nos más que un detalle y sobre la que, en realidad, no tiene nada que decir. Al igual que el origen de la religión no se encuentra dentro del hombre como abstracción, sino en la sociedad misma, la separación de la que quiere dar cuenta la alienación no es “una alienación del hombre”, ni reside en la naturaleza de su “actividad” (las dos se superponen), sino en una contradicción en el seno de sociedades históricas particulares que implican a clases particulares.» (Fondements critiques…, pp. 512-513)

«El método de la alienación —así como su complemento, “la esencia humana”— tiene la peculiaridad de poder aplicarse a todo y a cualquier cosa. Uno de sus temas predilectos es el Estado, la separación entre la vida genérica universal contemplada en el Estado y la vida personal reducida a actividades prácticas inmediatas. Todo esto no es “falso”; es el método el que lo es y, tras haber sido el complemento espiritual de todos los reformismos, se ha convertido en el salvavidas de todas las teorías engullidas por la desaparición del programatismo. El Estado, como ya se ha dicho, es efectivamente la “vida universal separada”, una abstracción del individuo involucrado en relaciones de clase, pero no —como lo plantea, por ejemplo, toda la problemática de la “cuestión judía”— porque el hombre esté escindido en dos. Es así porque es la sociedad la que está dividida en dos (antes de eso, no había Estado), porque es el Estado de la clase dominante y porque ésta subsume a toda la sociedad mediante la reproducción de sus intereses particulares. El problema del concepto de alienación es que sólo puede funcionar invirtiendo el sujeto y el predicado, y en todos los ámbitos. La historia, como sucesión de formas sociales particulares, se convierte en el predicado del hombre-sujeto o, de forma más concreta, estas formas sociales se convierten en el predicado de la actividad o del trabajo (cfr. supra). En realidad, toda esta sapiencia ya fue expuesta en su totalidad en 1932 por los “descubridores” del “joven Marx”: Landsuth y Mayer. “En estos trabajos de 1840-1847, Marx se abrió poco a poco a todo el horizonte de las condiciones históricas y aseguró el fundamento humano general sin el cual toda la explicación de las relaciones económicas seguiría siendo el simple trabajo intelectual de un economista sagaz.» Este fundamento humano se define, por supuesto, en términos de alienación: “la liberación respecto de las condiciones de su existencia externas al hombre, que distorsionan todas las verdaderas manifestaciones de su ser, (…) todas las manifestaciones de su ser serán inmediatamente lo que realmente son (el subrayado es nuestro)”; “Después de que Marx llegara a este resultado separándose de Hegel y Feuerbach, y pusiera esta realización delante de él, concentró el esfuerzo del resto de su vida exclusivamente en nombrar las fuerzas de la realidad actual que resuelven las contradicciones entre idea y realidad. Pero estas fuerzas son las propias fuerzas de la alienación, del poder de las condiciones, de la dominación de la economía política: el capital.» (Landshut y Mayer, «Prólogo» a la colección de las Obras de juventud de Marx —publicadas bajo el título: «le Matérialisme historique »— ; en francés en « Avant-Propos » del t. 4 de las Obras filosóficas, Ed. Costes).

En los Manuscritos, Marx considera la propiedad privada y todas las nociones desarrolladas por la economía política como «hechos sin necesidad». La crítica de la economía política consiste en buscar su necesidad en otra parte, en la filosofía. Las concepciones de los economistas y las realidades que abarcan son consideradas en su conjunto; es cierto que aún no es “un economista sagaz”. En realidad no hay ninguna crítica de la economía política en los Manuscritos (véase todo el primer tercio del libro, la mayor parte del tiempo dedicado a “ganancias y pérdidas”). Para encontrar la “necesidad”, la economía política, vuelve a pasar por el filtro de la relación sujeto-objeto, de la filosofía de la alienación: el producto de mi trabajo que es una manifestación de mí mismo se convierte en mercancía, se vuelve ajeno a mí, por tanto, el trabajo deja de ser una manifestación humana. La necesidad de la economía política se fundamenta entonces en la naturaleza del hombre: “La economía política no ha reconocido la alienación en el trabajo” ni éste como “el devenir para sí del hombre dentro de la enajenación”. Y volvemos a las aporías y a la teleología de la esencia del hombre: fenómeno humano, la propiedad privada tiene su origen en el hombre, pero se convierte en la negación de la actividad humana, por tanto, en un sinsentido, por lo que debe ser suprimida.

Mostrándose mejor filósofo, el “economista sagaz” se “contentará” con entender la forma fundamental del capital, la producción orientada a la apropiación del trabajo ajeno, como una forma histórica. “Es ésta una concepción esencialmente diferente de la sostenida por los economistas burgueses, enredados en las ideas capitalistas, quienes ven, sin duda, cómo se produce dentro de la relación capitalista (y de nuevo, N. del A.), pero no cómo se produce esta relación misma ni cómo, al mismo tiempo, se producen en ella las condiciones materiales de su disolución, con lo cual se suprime su justificación histórica como forma necesaria del desarrollo económico, de la producción de la riqueza social.” (Marx, Capítulo VI inédito de El Capital, Siglo XXI, pp. 106-107). “Necesidad”, “justificación histórica”, “producción de la superación”; los términos siguen ahí, pero ni rastro de “hechos sin necesidad” a trascender por el Trabajo o el Hombre. Se trata de una problemática completamente distinta. El propio capital suprime su significado histórico: ahí radica toda la diferencia. Y cuando, en el nuevo ciclo de luchas, este movimiento es la estructura y el contenido de la contradicción misma entre el proletariado y el capital, todas las ideologías que todavía podrían ser el soporte de la comprensión de este movimiento como alienación tienen que derrumbarse, incluido el objetivismo de Marx.» (Fondements critiques…, pp. 515-516)

Pasajes sobre la cooperación:

«Por tanto, la cuestión de si el capital es o no productivo, es absurda. El trabajo mismo sólo es productivo al incorporarse al capital, con lo cual el capital constituye el fundamento de la producción y el capitalista es, por ende, el dirigente de la producción. La productividad del trabajo se convierte de este modo, asimismo, en fuerza productiva del capital, tal como el valor de cambio general de las mercancías se fija en el dinero. El trabajo, tal como existe para sí en el obrero, en oposición al capital; el trabajo pues, en su existencia inmediata, separado del capital, no es productivo. Como actividad del obrero nunca llega a ser productivo, tampoco, ya que el trabajo únicamente entra en el proceso simple de circulación, sólo formalmente modificado. Aquellos, pues, que demuestran que toda fuerza productiva atribuida al capital es un desplazamiento, una trasposición de la fuerza productiva del trabajo, soslayan precisamente que el capital mismo es, en su esencia, ese desplazamiento, esa trasposición; soslayan también que el trabajo asalariado en cuanto tal presupone el capital, y que, por ende, también es una transustanciación; el proceso necesario que consiste en poner sus propias fuerzas como ajenas al trabajador.» (Marx, Grundrisse, Siglo XXI, t. 1, p. 249).

«El carácter social del trabajo y del trabajador social no existen más que objetivándose en el capital, y como proceso de esta objetivación; este carácter social no es ni siquiera una cualidad latente en el trabajador individual de la que el capital se apropiaría; es producido y existe sólo en su objetivación como elemento, como fuerza del capital. Este carácter social no puede ser nunca, por tanto, una cualidad inherente al trabajador individual o incluso a la suma de éstos; cuando existe los trabajadores han dejado de pertenecerse a sí mismos.» (Fondements critiques, p. 92).

Sobre esta cuestión, también cabe remitir al extracto de «crítica del trabajo» que tradujimos como apéndice a vuestra respuesta a TC.

Sé que no es propio de un gentleman citarse a sí mismo, y pido disculpas, pero creo que estos pocos extractos aclararán el sentido de nuestra crítica al concepto de alienación.

Estos cuatro puntos no agotan todos los debates que podemos tener, pero espero no haberme equivocado al pensar que esto eran lo fundamental.

Saludos,

Théorie Communiste

UN PEQUEÑO SUPLEMENTO PARA EL DEBATE

Antes de venir a Brighton en febrero, sólo pude realizar una lectura de vuestro texto sobre TC. Sólo ahora hemos podido realizar una traducción escrita del mismo. Como resultado de este trabajo, que nos ha permitido profundizar en vuestro texto, creo que sería útil completar algunos puntos de nuestra respuesta.

Sobre la alienación

Es obvio que bajo los diferentes términos de alienación y explotación a menudo ponemos lo mismo: subsunción del trabajo bajo el capital, implicación recíproca, autopresuposición del capital.

Vosotros habéis señalado de forma pertinente los numerosos usos del concepto de alienación en los Grundrisse…, el Capítulo VI inédito, etc. No obstante, yo sostengo que no es el mismo concepto que el de los Manuscritos económico-filosóficos. Mientras que en los Manuscritos el concepto de alienación es la dinámica explicativa de la propia realidad que pretende explicar, en los textos que citáis la alienación es aquello que se trata de explicar. Está sometida al concepto de modo de producción capitalista; estamos lejos de la omnipotencia explicativa del «trabajo alienado» de los Manuscritos económico-filosóficos.

«Por cuanto, a nivel del capital y del trabajo asalariado, la creación de este cuerpo objetivo de la actividad acontece en oposición a la capacidad de trabajo inmediata — in fact, este proceso de la objetivación se presenta como proceso de enajenación desde el punto de vista del trabajo o de la apropiación del trabajo ajeno desde el punto de vista del capital. (….). Pero evidentemente este proceso de inversión es tan sólo una necesidad histórica, una simple necesidad para el desarrollo de las fuerzas productivas desde determinada base o punto de partida histórico.» (Grundrisse…, t. 2, p. 395, Siglo XXI). La alienación ya no es el concepto primero del que brotan todos los demás; surge de la relación de producción constituida por el capital y no al revés: «Por tanto, la cuestión de si el capital es o no productivo, es absurda. El trabajo mismo sólo es productivo al incorporarse al capital, con lo cual el capital constituye el fundamento de la producción y el capitalista es, por ende, el dirigente de la producción. (…); como actividad del obrero nunca llega a ser productivo… (…) Aquellos, pues, que demuestran que toda fuerza productiva atribuida al capital es un desplazamiento, una trasposición de la fuerza productiva del trabajo, soslayan precisamente que el capital mismo es, en su esencia, ese desplazamiento, esa trasposición; soslayan también que el trabajo asalariado en cuanto tal presupone el capital, y que, por ende, también es una transustanciación; el proceso necesario que consiste en poner sus propias fuerzas como ajenas al trabajador.» (ibíd., t. 1, p. 249).

Compárese esto con los Manuscritos: «Hemos considerado el acto de la enajenación de la actividad humana práctica, del trabajo, en dos aspectos: 1) la relación del trabajador con el producto del trabajo como un objeto ajeno y que lo domina. (…) 2) la relación del trabajo con el acto de la producción dentro del trabajo. Esta relación es la relación del trabajador con su propia actividad, como con una actividad extraña, que no le pertenece, …». (Alianza Editorial, p. 110). «Partiendo de la economía política, hemos llegado, ciertamente, al concepto de trabajo enajenado (de la vida enajenada) como resultado del movimiento de la propiedad privada. Pero el análisis de este concepto muestra que aunque la propiedad privada aparece como fundamento, como causa del trabajo enajenado, es más bien una consecuencia del mismo, del mismo modo que los dioses no son originariamente la causa, sino el efecto de la confusión del entendimiento humano. Esta relación se transforma después en una interacción recíproca. Sólo en el último punto culminante de su desarrollo descubre la propiedad privada de nuevo su secreto, es decir, en primer lugar, que es el producto del trabajo enajenado, y en segundo término que es el medio por el cual el trabajo se enajena, la realización de esta enajenación.» (ibíd., p. 116). Soy muy consciente de que sólo se trata de una traducción, pero suponiendo que sea correcta, la forma pronominal en «el trabajo se enajena» constituye a éste en potencia creadora de las relaciones sociales, lo que queda confirmado por la «realización» que aparece a continuación.

No quiero complicar las cosas con largos comentarios. Me parece que de un texto a otro ya no se habla de lo mismo. En los Manuscritos, la alienación es el principio primero y explicativo, porque la referencia es el devenir de la esencia humana (su pérdida, etc.); en los otros textos, la alienación se explica a través de las relaciones de producción; describe una situación. En las citas de los Grundrisse, la alienación del trabajo existe en la relación de producción del capital; no es el trabajo alienado, la manifestación del hombre volviéndose contra sí mismo, el que crea esta relación; tenemos dos polos reales que se enfrentan y no uno solo: el trabajo que se enajena «dentro de sí». En los Grundrisse, hay clases que son sujetos reales enfrentados en el seno de su implicación recíproca. En los Manuscritos, no hay clases ni hay implicación recíproca, sino un sujeto que se escinde.

Es significativo que vosotros mismos volváis en busca de este sujeto único que se escinde: «El capital, por tanto, no es simplemente “trabajo objetivado” y trabajo subjetivo sin objetividad; son dos las formas en las que la unidad del individuo social (el subrayado es mío) se escinde. En la alienación, el sujeto que existe en ambos lados (el subrayado es mío) como proletariado y capital es, en verdad, sencillamente, las capacidades alienadas de la humanidad». La revolución es, por tanto: «la unificación del individuo social fragmentado». Las clases, en ese momento, son la escisión de un sujeto único.

Me parece que este «retorno a sí del sujeto» os resulta bastante incómodo. Decís: «En cierto sentido, el sujeto que regresa a sí mismo es la humanidad, no el proletariado o una humanidad anterior a la alienación; es una humanidad que ha pasado por la alienación, por lo que el sujeto no existe ya fuera del individuo social fragmentado producido por la alienación.» En una palabra, eso significa que la alienación produce el sujeto que se aliena a sí mismo. Esto es una tautología, pero además uno tiene derecho a preguntarse qué es esa alienación que produce. Por no tener un sujeto previo, es la propia alienación la que se convierte en sujeto. En ninguna teoría especulativa de la alienación se trata de un sujeto previo (que haya existido concreta e históricamente —las fábulas del «comunismo primitivo» pasaron de moda hace tiempo—) que se aliena, sino siempre de la escisión como el movimiento propio de éste. El movimiento es la unidad que subsume los elementos que se han escindido. Ahí reside precisamente el carácter especulativo del concepto. «La humanidad de la que estamos alienados es una humanidad que todavía no existe», escribís vosotros. A mí esa fórmula me resulta bastante oscura. ¿Cómo puede algo que aún no existe y que actualmente me es ajeno ser una manifestación de mí mismo? Si tal cosa es posible, es porque ese algo que no existe, existe a pesar de todo: «Hay un devenir hacia sí de la humanidad a través de la alienación», decís. No existe, pero existe a pesar de todo, porque ya es la propia razón de ser actual de su devenir.

La piedra angular de semejante construcción reside en la fórmula siguiente: «La esencia humana, para el Marx de los Manuscritos económico-filosóficos, no es una categoría genérica ni es un dato fijo; está en proceso de devenir. La esencia humana se encuentra fuera del individuo, en las relaciones sociales históricamente determinadas; está inmersa en ellas.» Una primera observación de poca importancia: a mí no me parece tan evidente que en los Manuscritos la esencia humana no sea una categoría genérica. No me parece que el pasaje que comienza por «el hombre es un ser genérico porque etc., etc.» confirme esta afirmación. Pero lo más importante de estas pocas líneas es la doble afirmación que contienen. Por un lado, decís que «la esencia humana no es algo fijo, está en proceso de devenir»; por otro lado, «la esencia humana está en las relaciones sociales (…) está inmersa en ellas» (suponiendo que hayamos traducido correctamente). No decís, sin más rodeos: «la esencia del hombre es el conjunto de las relaciones sociales». Estamos ante algo en proceso de convertirse, algo que está «en», algo que está «inmerso en». Por tanto, siempre se trata de algo que está «en proceso de convertirse» en otra cosa, aunque esa «otra cosa» no sea más que la forma que adopta momentáneamente.

Esta fórmula de «la esencia histórica», de «la esencia como devenir», se destruye en el mismo momento en que se enuncia.

Es la concepción según la cual la esencia humana, en lugar de ser fija, es idéntica al proceso histórico, comprendido como la autocreación del hombre en el tiempo. No se trata de una ontología abstracta (Feuerbach) sino de una filogénesis. Sin embargo, como toda filogénesis, se refiere a una ontología y se debate en ella.

El simple hecho de concebir el desarrollo histórico como esencia del hombre (suele presentarse esta proposición en sentido contrario —la esencia del hombre como devenir histórico—, en el que parece menos especulativa) supone que se han definido categorías a priori de esta esencia (si decimos que estas categorías proceden de la historia, entonces estaremos andando en círculo), categorías que se realizan, incluso si llevamos la sutileza hasta el extremo de decir que sólo existen realizándose, es decir, como historia. En tal caso se trata, por supuesto, de la definición del hombre como ser genérico y de los atributos de este ser: universalidad, conciencia, libertad. La esencia humana ya no es abstracta, en el sentido de que estaría acabada y definida fuera de su ser y de su existencia, pero ello no impide que sólo pueda funcionar en su identidad con la historia atribuyéndole un núcleo duro de categorías que fundan, lo queramos o no, una ontología. Esta esencia idéntica a la historia funciona de acuerdo con el binomio: la sustancia (el núcleo duro) y la tendencia. La tendencia no es más que la abstracción retrospectiva del resultado al que el núcleo duro no puede dejar de conducirnos, por lo que esta esencia idéntica a la historia produce necesariamente una teleología, es decir, una desaparición de la historia.

El desarrollo teleológico está contenido en las propias premisas. El punto de partida, dado en la noción de ser genérico y en los atributos de éste, es la problemática del sujeto y del objeto, del pensamiento y del ser, que está en el centro mismo de toda filosofía. Por tanto, se pueden dar todas las respuestas imaginables, pero es en la propia pregunta donde reside la mistificación. Si otorgamos la primacía al sujeto somos «idealistas», si se la otorgamos al objeto (la naturaleza en el sentido filosófico) somos «materialistas». Feuerbach, y Marx tras él en los Manuscritos, intentan superar esta alternativa en nombre del «humanismo concreto» o del «naturalismo». Así lo atestigua la definición de naturalismo de Marx en los Manuscritos económico-filosóficos: «El hombre es inmediatamente ser natural. Como ser natural y como ser natural vivo, está, de una parte, dotado de fuerzas naturales, de fuerzas vitales; es un ser natural activo; estas fuerzas existen en él como talentos y capacidades, como impulsos; de otra parte, como ser natural, corpóreo, sensible, objetivo, es, como el animal y la planta, un ser paciente, condicionado y limitado; esto es, los objetos de sus impulsos existen fuera de él como objetos independientes de él, pero estos objetos son objetos de su necesidad, indispensables y esenciales para el ejercicio y afirmación de sus fuerzas esenciales. El que el hombre sea un ser corpóreo, con fuerzas naturales, vivo, real, sensible, objetivo, significa que tiene como objeto de su ser, de su exteriorización vital, objetos reales, sensibles (…) Un ser que no tiene su naturaleza fuera de sí no es un ser natural, no participa del ser de la naturaleza. Un ser que no tiene objeto fuera de sí no es un ser objetivo. Un ser que no es, a su vez, objeto para un tercer ser no tiene ningún ser como objeto suyo, es decir, no se comporta objetivamente, su ser no es objetivo. Un ser no objetivo es un no ser.» (op. cit., pp. 194-195).

Sin embargo, Marx no considera esta identidad de sujeto y objeto llevada al nivel de una fusión, de una consustancialidad, como algo dado, sino como algo histórico. Así lo indica el famoso pasaje de los Manuscritos sobre «el ojo humano», que se distingue directamente de un párrafo de los Principios de la filosofía del futuro de Feuerbach, que decía simplemente: «Así, el objeto de la luz es el ojo, no el sonido ni el olor. Pero, ¿no es el objeto del ojo el que nos revela la esencia del mismo?» (en Manifestes philosophiques, Ed. PUF, p. 133). Se trata de la aplicación de un principio básico: el objeto de un ser es su esencia, de ahí que su ser —las condiciones de existencia de la esencia— sea su esencia, proposición que Marx critica en La ideología alemana como apología del estado de cosas existente. Sin embargo (el segundo «sin embargo», que nos devuelve al sujeto-objeto idéntico en sí mismo del párrafo anterior, sólo que enriquecido), este devenir histórico no es más que un trampantojo (para quedarnos en la nota y no decir un «engañabobos»). En efecto, el devenir es adecuación.

La identidad del sujeto y el objeto que es en sí (la definición misma del sujeto) no puede sino convertirse en una coincidencia para sí (la alienación es el término medio). «El hombre, sin embargo, no es sólo ser natural, sino ser natural humano, es decir, un ser que es ser para sí, que por ello es ser genérico, que en cuanto tal tiene que afirmarse y confirmarse tanto en su ser como en su saber. Ni los objetos humanos son, pues, los objetos naturales tal como se ofrecen inmediatamente, ni el sentido humano, tal como inmediatamente es, tal como es objetivamente, es sensibilidad humana, objetividad humana. Ni objetiva ni subjetivamente existe la naturaleza inmediatamente ante el ser humano en forma adecuada; y como todo lo natural tiene que nacer, también el hombre tiene su acto de nacimiento, la historia, que sin embargo es para él una historia sabida y que, por tanto, como acto de nacimiento con conciencia, es acto de nacimiento que se supera a sí mismo. La historia es la verdadera Historia Natural del hombre (a esto hay que volver).» (Marx, Manuscritos económico-filosóficos, Alianza editorial, pp. 195-196). Afortunadamente, volvió a ello y nunca más volvió. Así que tenemos un sujeto-objeto idéntico; pero como ser humano natural, este sujeto-objeto idéntico puede ser inmediatamente idéntico sólo en sí; como ser humano, este ser natural es un ser genérico, es decir, se toma a sí mismo como objeto. De ello se desprende que el objeto que lo define en sí en su identidad, deba devenir «en – y – para – sí». Se reconocerá aquí… el plan de la Fenomenología del Espíritu. El sujeto es, de entrada, idéntico a su objeto, en tanto objeto externo (la conciencia como conocimiento de un objeto externo: la conciencia); luego, el sujeto como objeto de sí mismo (la conciencia como conocimiento de sí: la autoconciencia); finalmente, el sujeto es idéntico a su objeto externo y a sí mismo en este objeto (la conciencia como conocimiento del pensamiento, algo que es a la vez objetivo e interno: la razón). La historia no es entonces más que un término medio, un momento planteado a priori en la definición de la esencia humana; es evidente, por tanto, que esta esencia humana es el devenir en la medida en que en realidad el devenir forma parte de ella, está ya planteado en ella.

Hay un texto de Marcuse que ilustra particularmente bien esta dificultad: Entre fenomenología y marxismo. Escritos filosóficos 1928-1933, publicado en 1932 (tras su descubrimiento de los Manuscritos). «Para Marx, la esencia y la facticidad, la situación de la historia esencial y la situación de la historia fáctica (es decir, el desarrollo de la esencia del hombre y la sucesión de las formas sociales, distinción a la que Marx se refiere en La ideología alemana, mostrando que el primer término no es más que la visión filosófica del segundo, N. del A.) no son precisamente regiones o niveles separados, independientes entre sí : la historicidad del hombre está incluida en su determinación esencial... Pero el conocimiento de la historicidad de la existencia histórica no identifica en absoluto la historia esencial del hombre con su historia fáctica. Ya hemos visto que el hombre no es inmediatamente “uno con su actividad”, sino que se “distingue” de ella, que “tiene una relación” con ella. En él, esencia y existencia están separadas: su existencia es un “medio” de la realización de su esencia, o, en el caso de la alienación, su ser es un medio de su mera existencia física. Si la esencia y la existencia están tan separadas, y si su reunión como realización de hecho es el deber verdaderamente libre de la praxis humana, entonces, allí donde la facticidad se ha instalado hasta pervertir completamente la esencia humana, la supresión radical de esta facticidad es el deber absoluto. Es precisamente la consideración infalible de la esencia del hombre la que se convierte en el motor implacable de la justificación de la revolución radical: no se trata sólo de una crisis económica (escrito en 1932, N. del A.) o política en la situación de hecho del capitalismo, sino de una catástrofe de la esencia humana. Entender esto es condenar categóricamente y de antemano al fracaso cualquier reforma puramente económica o política y exigir incondicionalmente la supresión catastrófica del estado fáctico por medio de la revolución total.» Un discurso semejante se contradice sin cesar. La historicidad de la esencia humana (y su alienación) se contradice con la intachable «esencia del hombre», que es la razón de ser de su historicidad (una verdadera contradicción en los términos) y a la que se nos remite constantemente como criterio último.

Esta concepción de la esencia humana como devenir histórico os lleva a una lectura de la cita que hacéis del Capítulo VI inédito que no comparto en absoluto. «En la producción material, en el verdadero proceso de la vida social —pues esto es el proceso de la producción— se da exactamente la misma relación que en el terreno ideológico se presenta en la religión: la conversión del sujeto en el objeto y viceversa. Considerada históricamente, esta conversión aparece como el momento de transición necesario para imponer por la violencia, y a expensas de la mayoría, la creación de la riqueza en cuanto tal, es decir, el desarrollo inexorable de las fuerzas productivas del trabajo social, que es lo único que puede constituir la base material de una sociedad humana libre. Es necesario pasar a través de esta forma antitética, así como en un principio el hombre debe atribuir una forma religiosa a sus facultades intelectuales, como poderes independientes que se le enfrentan.» (Siglo XXI, pp. 19-20). Si se quiere hablar, como hacéis vosotros, de la «necesidad de la alienación» en relación con este texto, hay que plantearse la cuestión del estatus de esa necesidad. En esta cita, la pregunta no remite a la de los Manuscritos. La cuestión de la «necesidad de la alienación» en los Manuscritos es: ¿cómo (y por qué, lo cual es peor) el trabajo llega a enajenarse? Aquí, en el Capítulo VI inédito, la cuestión es cómo esta era del capital produce su propia desaparición. Hemos pasado de una cuestión especulativa a una cuestión histórica. No ver esta diferencia significa no comprender el curso histórico, que es una producción, más que como una realización.

No entiendo por qué no habéis transcrito el resto de la cita del Capítulo VI inédito sobre el que llamáis la atención, ya que el resto del texto parece, en principio, apoyar de manera notable vuestra tesis. «Se trata del proceso de enajenación de su propio trabajo. Aquí el obrero está desde un principio en un plano superior al del capitalista, por cuanto este último ha echado raíces en ese proceso de enajenación y encuentra en él su satisfacción absoluta, mientras que por el contrario el obrero, en su condición de víctima, se halla de entrada en una situación de rebeldía y lo siente como un proceso de avasallamiento.» (Capítulo VI inédito, p. 20) Estas pocas líneas recuerdan, evidentemente, al famoso párrafo sobre La Sagrada Familia que citáis en otro lugar. Pero, establezcamos una comparación también en este caso. El «proceso de enajenación del trabajo» (Capítulo VI inédito) sustituye a «la misma alienación humana» (La Sagrada Familia); el capitalista «ha echado raíces en ese proceso de enajenación» (Capítulo VI inédito); antes se trataba de «la enajenación de sí mismo» (La Sagrada Familia) en la que adquiría «la ilusión de una existencia humana» (La Sagrada Familia); los trabajadores, en el Capítulo VI inédito son «víctimas», «en situación de rebeldía», como sumidos en el «avasallamiento»; en La Sagrada Familia, la «clase proletaria» encontraba en la alienación «la realidad de una existencia inhumana» o «la contradicción que existe entre su naturaleza humana y su condición real que es la negación franca, categórica, total de esta naturaleza». Todo esto es sustituido por la simple situación del trabajador que es «víctima» y que se rebela porque se encuentra en esta situación. En el Capítulo VI inédito, el texto continúa como sigue: «… hace aparecer al capitalista como sometido exactamente a la misma servidumbre respecto de la relación del capital (porque su obsesión es la autovalorización del capital, N. del A.), aunque también de otra manera, que el polo opuesto, el obrero». Aquí la común «servidumbre respecto de la relación del capital» ha sustituido a «la misma alienación humana». No comentaré la referencia explícita a Hegel en La Sagrada Familia, pues creo que la simple comparación de los dos textos, que se hacen eco el uno del otro de forma evidente y voluntaria, basta para el propósito de mi demostración.

Relacionaré vuestra cita del Capítulo VI inédito con otra de la misma obra. «Es ésta una concepción esencialmente diferente de la sostenida por los economistas burgueses, enredados en las ideas capitalistas, quienes ven, sin duda, cómo se produce dentro de la relación capitalista (y de nuevo, N. del A.), pero no cómo se produce esta relación misma ni cómo, al mismo tiempo, se producen en ella las condiciones materiales de su disolución, con lo cual se suprime su justificación histórica como forma necesaria del desarrollo económico, de la producción de la riqueza social.» (Marx, El Capital, Libro I, Capítulo VI [inédito]), Siglo XXI, pp. 106-107). «Necesidad», «justificación histórica», «producción de la superación»; los términos siguen ahí, pero ni rastro de «hechos sin necesidad» (Manuscritos económico-filosóficos) que hayan de ser trascendidos por los conceptos de Trabajo o de Hombre. La problemática es completamente diferente. Es el propio capital el que suprime su significado histórico: ahí está la diferencia. Y cuando, en el nuevo ciclo de luchas, este movimiento es la estructura y el contenido de la contradicción misma entre el proletariado y el capital, todas las ideologías que todavía podrían ser soportes de la comprensión de este movimiento como alienación, incluido el objetivismo en Marx, tienen que derrumbarse. Ese es el precio de la superación teórica del programatismo. Hablar de una etapa o de una transición inevitable no conduce necesariamente a una teleología, en la medida en que la superación que posibilita esta etapa no preexiste a ella.

Comprender estas citas en el marco de la problemática de los Manuscritos nos llevaría a pensar que la división de la sociedad en clases se debería a que su supresión tiene que producirse históricamente en el seno de un movimiento que suprime su propia necesidad a lo largo de todo su transcurso. Puesto que hemos llegado al punto en el que la división de la sociedad en clases puede ser abolida, toda la historia pasada no habría tenido más objetivo que este, y la supresión de las clases se convertiría en la razón misma de su origen. Toda esta problemática que consiste en buscar una causa y un origen a la división de la sociedad en clases proviene de la creencia según la cual el comunismo es el estado normal de la Humanidad. Realmente es una teleología.

En La ideología alemana, tras las Tesis sobre Feuerbach, Marx hace tabla rasa de todo este proceso. «La historia no es sino la sucesión de las diferentes generaciones, cada una de las cuales explota los materiales, capitales y fuerzas productivas transmitidas por cuantas la han precedido; es decir, que, por una parte, prosigue en condiciones completamente distintas la actividad precedente, mientras que, por otra parte, modifica las circunstancias anteriores mediante una actividad totalmente diversa, lo que podría tergiversarse especulativamente, diciendo que la historia anterior es la finalidad de la que la precede, como si dijésemos, por ejemplo, que el descubrimiento de América tuvo como finalidad ayudar a que se expandiera la Revolución Francesa, interpretación mediante la cual la historia adquiere sus fines propios e independientes y se convierte en una “persona junto a otras personas” (junto a la “autoconciencia”, la “Crítica”, el “Único”, etc.), mientras que lo que designamos con las palabras “determinación”, “fin”, “germen”, “idea”, de la historia anterior no es otra cosa que una abstracción de la historia posterior.» (Ed. Grijalbo, p. 64). «Esta suma de fuerzas de producción, capitales y formas de intercambio social con que cada individuo y cada generación se encuentran como con algo dado es el fundamento real de lo que los filósofos se representan como la “substancia” y la “esencia del hombre”, elevándolo a apoteosis y combatiéndolo» (p. 41).

«Los comunistas tratan, por tanto, práctica. mente, las condiciones creadas por la producción y el intercambio anteriores como condiciones inorgánicas, sin llegar siquiera a imaginarse que las generaciones anteriores se propusieran o pensaran suministrarles materiales (el subrayado es nuestro), y sin creer que estas condiciones fuesen, para los individuos que las creaban, inorgánicas.» (ibíd., p. 82). En cuanto al método de la economía política, en la Introducción de 1857, Marx escribe: «La así llamada evolución histórica reposa en general en el hecho de que la última forma considera a las pasadas como otras tantas etapas hacia ella misma, y dado que sólo en raras ocasiones, y únicamente en condiciones bien determinadas, es capaz de criticarse a sí misma —aquí no se trata, como es natural, de esos periodos históricos que se consideran a sí mismos como una época de decadencia— las concibe de manera unilateral.» El proceso de formación del capital está efectivamente en relación con aquello que lo precede, pero no está dentro de lo que le precede ni es el resultado de un arco histórico que tiene su propia dinámica como razón de ser de la sucesión de las formaciones sociales históricas: «Cuando se forma el capital —no un capital determinado sino el capital en general— su proceso de formación es el proceso de disolución, el proceso de desintegración del modo de producción social que lo ha precedido» (Teorías sobre la plusvalía, FCE, Libro III, p. 435).

«Si consideramos filosóficamente este desarrollo de los individuos en las condiciones comunes de existencia de los estamentos y las clases que se suceden históricamente y con arreglo a las ideas generales que de este modo se les han impuesto, llegamos fácilmente a imaginarnos que en estos individuos se ha desarrollado la especie o el hombre o que ellos han desarrollado al hombre; un modo de imaginarse éste que se da de bofetadas con la historia. Luego, podemos concebir estos diferentes estamentos y clases como especificaciones del concepto general, como variedades de la especie, como fases de desarrollo del hombre» (La ideología alemana, p. 88). Y finalmente, «Los filósofos se han representado como un ideal, al que llaman “el hombre”, a los individuos que no se ven ya absorbidos por la división del trabajo, concibiendo todo este proceso que nosotros acabamos de exponer como el proceso de desarrollo “del hombre”, para lo que bajo los individuos que hasta ahora hemos visto actuar en cada fase histórica se desliza el concepto “del hombre”, presentándolo como la fuerza propulsora de la historia. De este modo, se concibe todo este proceso como el proceso de autoenajenación “del hombre”, y la razón principal de ello está en que constantemente se atribuye por debajo de cuerda el individuo medio de la fase posterior a la anterior y la conciencia posterior a los individuos anteriores.» (p. 80). Aquí tenemos la explicación genética del concepto de hombre y la forma general de crítica de todos estos usos. Una vez que uno se ha encerrado en las aporías de la alienación y del Hombre, no puede sino sucumbir a una ilusión óptica: este sujeto, este principio, es el Hombre imaginado de la sociedad comunista en relación con el cual todas las limitaciones anteriores aparecen como absolutamente contingentes. Se sustituye al individuo imaginado de la sociedad comunista por el de las formas sociales anteriores, y entonces resulta evidente que para este individuo todas las limitaciones anteriores sólo pueden ser contingentes, lo que transforma a este individuo en núcleo sustancial transhistórico y hace posible liberar el núcleo libre de humanidad que, para reencontrarse en forma adecuada a sí misma, ha tenido que pasar por todos estos avatares.

Es obvio que esta crítica a la teleología no significa que, una vez abolida la condición proletaria, se pase a una etapa distinta sin relación alguna con la anterior, sino al fin de la explotación. El vínculo con la etapa anterior está constituido por el significado histórico del capital, que no es en absoluto una suma de gérmenes, sino una etapa determinada de la contradicción entre el capital y el proletariado, un contenido y una estructuración de la contradicción entre el proletariado y el capital, es decir, del curso de la explotación, que se resuelve en la capacidad que encuentra el proletariado, en la contradicción con el capital, de producir el comunismo.

Si el comunismo resuelve y supera esta separación entre la actividad individual y la actividad social, y si toda la historia pasada, en tanto historia de la lucha de clases, es la historia de esta división, eso no significa que tenga que desembocar en esta superación, ni que esta historia se escinda en el interior de sí misma: en el seno de sí misma como principio o abstracción (la socialización de la naturaleza, el desarrollo de las fuerzas productivas, el individuo social fragmentado), y en el seno de sí misma como historia concreta. Esta división no es la razón de ser de su propia historia, lo que significa que no es portadora de su superación en tanto cualidad oculta que desplegaría como historia hasta llegar al comunismo. Al tratar de explicarlo paradójicamente, de dar cuenta de él mediante el despliegue de una cualidad «oculta», de una potencialidad originaria, el desarrollo histórico se convierte en algo misterioso. No es la naturaleza del trabajo, una traba al desarrollo de las fuerzas productivas o la autoalienación del trabajo lo que produce la división de la sociedad, sino es la división de la sociedad que existe de entrada y de la que partimos.

Esta separación no tiene origen, ni conceptual, ni histórica (cronológica): la búsqueda del origen consiste siempre en plantear una realidad única, no dividida de antemano, es decir, no en tratar de comprender la historia, sino algo anterior a ella. Independientemente de que consideremos ese algo como una abstracción o como una realidad histórica, ya sólo queda convertir cada hecho histórico y cada período en la fórmula original elegida de acuerdo con el siguiente principio: «Es que el Sr. Lange ha hecho un gran descubrimiento. Toda la historia tiene que estar subordinada a una única gran ley natural. Esta ley de la naturaleza es la fórmula (empleada de este modo, la expresión de Darwin se convierte en una simple fórmula) struggle for life [la lucha por la vida], y el contenido de esta frase hueca es la ley maltusiana de la población, o rather [mejor dicho] de la superpoblación. Así, en lugar de analizar la struggle for life tal como se manifiesta históricamente en diversas formas sociales determinadas, es suficiente convertir cada lucha concreta en una fórmula: struggle for life y sustituir luego esta misma fórmula por las lucubraciones maltusianas sobre la población. Hay que confesar que este método es muy fecundo…» (Marx, Cartas a Kugelmann —junio de 1870—, Editorial de Ciencias Sociales de La Habana, p. 182).

Pero basta ya de marxología y pedantería; espero que tengamos ocasión de distinguirnos de nuevo en ambos ámbitos. Me gustaría concluir estos suplementos a mi respuesta abordando una cuestión que ni vosotros, en vuestro texto sobre TC, ni nosotros, en nuestra respuesta, hemos planteado. Me refiero a la cuestión de lo que está en juego en esta disputa sobre la alienación y la humanidad. Creo que lo que está en juego (como siempre) es la comprensión del capital y la contradicción entre el proletariado y el capital, es decir, la comprensión de la lucha de clases como proceso de producción del comunismo. Me parece que vuestra concepción de la alienación lleva a entender la contradicción entre el proletariado y el capital como una fase de transición en el seno de un proceso del que ésta sólo es un elemento, un momento cuya razón de ser reside fuera de sí misma, en otra parte, como momento de la realización de una contradicción más «global» y realmente eficaz. Esta contradicción es el momento necesario para realizar una superación comunista, pero es porque la alienación de la humanidad ha adquirido en ella una forma que la hace superable. Si, como en los Manuscritos, nos encontramos ante una alienación que es la de la humanidad, que es una antropología, sólo podemos ser coherentes si nuestra «necesidad de comunismo» es transhistórica.

Lo que está en juego es la capacidad de considerar como hechos concretos y finitos los acontecimientos del curso de la lucha de clases, en lugar de como la manifestación y el significado de una línea histórica que los trasciende. El «fin» es producido, no es ya el sentido oculto del movimiento. Lo que está en juego es nuestra existencia en las luchas inmediatas y nuestra relación con ella. La problemática teleológica de la alienación nos dispensa de afrontar la evolución histórica real del capital y las luchas de clases en sí mismas. Nos impide concebir estas últimas como auténticas productoras de historia y teoría. Esta problemática presupone que la cuestión de la relación entre la lucha de clases y la revolución es algo ya resuelto (así es como entendéis, por ejemplo, la cita del Capítulo VI inédito sobre la que tanto hemos tratado antes).

Seré directo y ad hominen. Mantener el concepto de alienación, tal y como lo entendéis vosotros, permite mantener una visión abstracta de la autonomía y la autoorganización (el ser verdadero del proletario) a pesar del colapso histórico de ésta, y seguir navegando (más o menos cómodamente) en el seno del movimiento de acción directa como conciencia crítica de sus insuficiencias, es decir, aceptando sus premisas. Vuestros textos, como los dedicados a “Reclaim the streets” o al «movimiento de acción directa», muestran claramente esta voluntad de enfrentarse concretamente al análisis de las luchas actuales. Sin embargo, vuestros análisis sopesan los «pros» y los «contras» de esos movimientos. No abordáis las cuestiones de su «por qué», de su «existencia», de lo que aportan teóricamente, de su existencia como definición de un periodo. Vuestra problemática general no os lleva a considerarlos como la producción histórica de la contradicción entre el proletariado y el capital y esta contradicción como la que constituye esos movimientos y esas luchas. No os lleva a considerarlos como un todo, sino a juzgar diversos aspectos de los mismos. En una palabra, no os lleva a comprender y periodizar una verdadera historia concreta de los ciclos de luchas porque la problemática de la alienación es, en última instancia, una problemática de la naturaleza revolucionaria del proletariado.

Sobre la subsunción real

En lo tocante a la periodización de la subsunción real, seré mucho más breve, porque creo que mi respuesta a vuestras preguntas fue mucho más precisa de lo que lo fue sobre la alienación. Sin embargo, no hice suficiente hincapié en la pertinencia de muchas de vuestras críticas y de las preguntas que planteáis acerca de la periodización que ofrece TC. Habrá que reanudar todo esto de la forma más «empírica», como incitan a hacer vuestras observaciones. Planteáis, entre otros problemas, una cuestión que nosotros habíamos dejado completamente de lado, la del criterio de predominio de un método de valorización del capital. No tengo una respuesta categórica que daros. Creo que hay que tener en cuenta, por supuesto, el estudio de los procesos de trabajo, pero, como intenté mostrar en mi respuesta, con eso no basta. Creo que, en lo que se refiere a la subsunción real, el criterio de su predominio ha de buscarse en las modalidades de reproducción de la fuerza de trabajo (modalidades sociales y políticas): sistemas de seguridad social, creación de la categoría de los parados, importancia del sindicalismo, etc. Todo esto acompaña, naturalmente, a las transformaciones del proceso de trabajo: la decadencia de la artesanía y del trabajo a domicilio que reactivó la primera fase de la gran industria. En mi opinión, para que exista la subsunción real, hace falta que las transformaciones verificadas en el proceso de trabajo hayan creado modalidades de reproducción de la fuerza de trabajo adecuadas a éste. Es decir, aquellas que aseguran (y ratifican) que la fuerza de trabajo ya no tiene «salida» posible a su intercambio con el capital en el marco de este proceso de trabajo específicamente capitalista.

Creo que conforme a lo que constituye la subsunción real del trabajo bajo el capital en tanto transformaciones del proceso de trabajo, el criterio del predominio de la subsunción real debe buscarse, paradójicamente, fuera del proceso de trabajo. Son, por tanto, las grandes fases de transformación de las modalidades de reproducción general del proletariado en el modo de producción capitalista las que pueden servir de criterio para la periodización de la subsunción real. A diferencia de lo que ocurre con la subsunción formal, no creo que se pueda limitar la subsunción real a una modalidad histórica de implantación del modo de producción capitalista.

Adjunto algunas citas, no para reivindicar ortodoxia alguna, sino para ilustrar mi punto de vista.

«Para que aparezca la relación capitalista en general, están presupuestos un nivel histórico y una forma de la producción social. Es menester que se hayan desarrollado, en el marco de un modo de producción precedente, medios de producción y de circulación, así como necesidades, que acucien a superar las antiguas relaciones de producción y a transformarlas en la relación capitalista. Sólo necesitan, empero, estar tan desarrolladas como para que se opere la subsunción del trabajo en el capital. Fundándose en esta relación modificada, se desarrolla, sin embargo, un modo de producción específicamente transformado que por un lado genera nuevas fuerzas productivas materiales, y por otro no se desarrolla sino es sobre la base de éstas, con lo cual crea de hecho nuevas condiciones reales. Se inicia así una revolución económica total que por una parte produce por vez primera las condiciones reales para la hegemonía del capital sobre el trabajo, las perfecciona y les da una forma adecuada, y por la otra genera, en las fuerzas productivas del trabajo, en las condiciones de producción y relaciones de circulación desarrolladas por ella en oposición al obrero, las condiciones reales de un nuevo modo de producción que elimine la forma antagónica del modo capitalista de producción, y echa de esta suerte la base material de un proceso de la vida social conformado de manera nueva y, con ello, de una formación social nueva.» (Capítulo VI inédito, Siglo XXI, p. 106).

Por supuesto, en esta cita, lo que más me interesa es lo que he puesto en cursiva.

«Hay que hacerse cargo de que las nuevas fuerzas productivas y las relaciones de producción no se desarrollaron a partir de la nada, ni del aire, ni de las entrañas de la idea que se pone a sí misma, sino en el interior del desarrollo existente de la producción y de las relaciones de propiedad tradicionales y contraponiéndose a ese desarrollo y a esas relaciones. Si en el sistema burgués acabado, cada relación económica presupone a la otra bajo la forma económico-burguesa, y así cada elemento puesto es al mismo tiempo supuesto, tal es el caso con todo sistema orgánico. Este mismo sistema orgánico en cuanto totalidad tiene sus supuestos, y su desarrollo hasta alcanzar la totalidad plena consiste precisamente [en que] se subordina todos los elementos de la sociedad, o en que crea los órganos que aún le hacen falta a partir de aquélla. De esta manera llega a ser históricamente una totalidad.» (Grundrisse, Siglo XXI, vol. 1, pp. 219-220).

«Si consideramos la sociedad burguesa en su conjunto, aparece siempre, como último resultado del proceso de producción social, la sociedad misma, vale decir el hombre mismo en sus relaciones sociales.» (ibíd., vol. 2, p. 237).

Me parece que no se puede comprender la subsunción real del trabajo bajo el capital sin considerar que lo que ocurre dentro del proceso de trabajo sólo termina más allá de él. En tanto sociedad (en el sentido que pretenden definir las dos citas anteriores), el capital es un perpetuo trabajo social de configuración de sus contradicciones inherentes, a nivel de su reproducción, que pasa por fases de profundas mutaciones. Incluso podríamos decir que la subsunción real del trabajo bajo el capital se define como el capital convirtiéndose en sociedad capitalista, es decir, presuponiéndose a sí misma en el curso de su evolución y de creación de sus órganos. De ahí que la subsunción real sea un periodo histórico cuyos límites históricos indicativos podemos establecer. A partir de ahí, como señaláis, siempre habrá transformaciones, pero éstas se hacen sobre la base adquirida de la sociedad capitalista, que está implicada en el propio concepto de extracción de plusvalor en su forma relativa.

Por último, supongamos que aceptase todas vuestras críticas sobre el uso que hacemos del concepto de subsunción real y que abandonásemos, para el período que se ha abierto, la denominación de «segunda fase de la subsunción real»; eso cambiaría muchas cosas, pero no el contenido esencial de lo que decimos: la relación de explotación —la contradicción entre proletariado y capital— ha sido reestructurada. Eso es lo esencial, es eso lo que hay que debatir.

(Espero que las referencias de las citas sean lo suficientemente precisas como para que las encontréis en las traducciones al inglés).

* Existe trad. inglesa en Endnotes nº 1 “Love of Labour? Love of Labour Lost”, https://endnotes.org.uk/issues/1/en/gilles-dauve-karl-nesic-love-of-labour-love-of-labour-lost [N. del t.]

* http://troploin0.free.fr/biblio/attendre/ivfa.pdf [N. del t.]

[1] https://sindominio.net/etcetera/files/4_Hacia-Seidman.pdf [N. del t.]

* https://sindominio.net/etcetera/files/4_Hacia-Seidman.pdf [N. del t.]

* Campo Abierto Ediciones, 1977 [trad. Diego Abad de Santillán] [N. del t.]

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¿En qué punto de la crisis estamos?

Théorie Communiste

Una secuencia particular

¿En qué punto de la crisis estamos?

«Nos quitó las ganas de reír durante diez años.»

(André Gide tras la conferencia de Antonin Artaud: Artaud-Mômo)

Luchas y movimientos tan diversos como el levantamiento árabe de 2011, los «indignados», «Occupy», las manifestaciones turcas, brasileñas o bosnias, las revueltas ucranianas, el «movimiento de las horcas» en Italia, las huelgas y revueltas obreras de China, el sur y el sudeste asiático, Sudáfrica, e incluso los sucesos de Bretaña, en Francia, durante el otoño de 2013 o el apoyo popular a las tesis políticas de la extrema derecha en toda Europa, definen, en el interior de la crisis abierta en 2007/2008, una secuencia particular de la lucha de clases que comenzó en torno a 2010 y dentro de la que nos encontramos actualmente.

2007: una crisis de la relación salarial

 

En el capitalismo surgido de la reestructuración de los años 70/80 (cuya crisis vivimos actualmente), la reproducción de la fuerza de trabajo ha sido objeto de una doble desconexión. Por un lado, desconexión entre la valorización del capital y la reproducción de la fuerza de trabajo, y, por otro lado, desconexión entre el consumo y el salario como ingreso.

La ruptura de una relación necesaria entre la valorización del capital y la reproducción de la fuerza de trabajo quiebra las áreas de reproducción coherentes en su delimitación nacional o incluso regional. De lo que se trata es de separar, por un lado, la reproducción y la circulación del capital y, por otro, la reproducción y la circulación de la fuerza de trabajo.

La crisis actual estalló porque los proletarios no pudieron seguir pagando sus deudas. Estalló sobre la base misma de la relación salarial que engendró la financiarización de la economía capitalista: compresión de los salarios como requisito de la «creación de valor» y competencia global en el seno de la mano de obra. Lo que está en el núcleo mismo de la crisis actual es la relación salarial.

Todo empezó bien…

 

En las «luchas suicidas», en las luchas de los desempleados y los precarios o las de los sin papeles, en las revueltas de 2005 en Francia, en las huelgas de Bangladesh en las que los obreros quemaron las fábricas, en las revueltas de 2008 en Grecia, en las huelgas más o menos reivindicativas de Guadalupe, en las luchas multiformes de Argentina, etc., emergió la dinámica revolucionaria de este ciclo de luchas: actuar como clase supone para el proletariado, por un lado, no tener más horizonte que el capital y las categorías de su reproducción, y por otro, y por la misma razón, estar en contradicción con su propia reproducción como clase, ponerla en entredicho. Esto lo habíamos definido como un conflicto, una brecha dentro de la actividad del proletariado que constituía el contenido de la lucha de clases y lo que estaba en juego en ella. Sólo así podíamos hablar de la revolución como comunización, y teníamos razón. Pero…

Luego todo empezó a ir mal

 

La sociedad salarial

 

Algo cambió a principios de la década de 2010. En todos los países centrales, la crisis de la deuda pública provocó un aumento de las medidas de austeridad, la presión fiscal se intensificó, el ascenso social a través de la educación ya no era otra cosa que un espejismo obsoleto, y el desempleo y la precariedad afectaron a categorías que hasta entonces se habían librado más o menos de ellas: las clases medias.

La irrupción de categorías como las clases medias o la juventud no supone la simple llegada de nuevos actores a un espacio existente e inalterado; son las novedades en la evolución de la crisis las que construyeron a estos nuevos actores al mismo tiempo que los golpeaban, pero, sobre todo, el campo de la lucha de clases se amplió de la relación salarial a la sociedad salarial. Esta es la secuencia actual.

La subsunción real es la constitución del capital en sociedad, pero esta constitución en sociedad es el modo de producción capitalista como sociedad salarial. La sociedad salarial es un continuo de posiciones y competencias en el que las relaciones de producción capitalistas no se viven sino como relaciones de distribución, la explotación como el reparto injusto de la riqueza, y las clases sociales como la relación entre ricos y pobres.

En el marco de la sociedad salarial y de sus relaciones de distribución, el ataque a todos los ingresos salariales golpea, entre otras, a las clases medias y las hace salir a la calle, pero las formas mismas de este momento de la crisis también convierten «momentáneamente» (?) a las clases medias en representantes de este momento. Esto ocurre a menudo en el marco de una confluencia conflictiva con parados y precarios y crea, a la inversa, una actitud distante, cuando no desconfiada, entre los trabajadores más o menos estables, que no toman parte en el movimiento a partir de su posición en la producción o protagonizan, como en Turquía o Brasil, acciones completamente paralelas. Con el constante y arduo trabajo de posicionamiento y jerarquización que le es propio, con sus ascensos y degradaciones, la clase media es una encrucijada de la sociedad salarial. Milita por la reproducción de ésta y ratifica la autopresuposición del capital.

Al mismo tiempo, en los países emergentes esas mismas categorías sociales se presentan como agentes esenciales de los movimientos sociales. China, India, Brasil y Turquía están atrapados entre su papel funcional en el seno del sistema que se derrumba y su propio desarrollo adquirido, que aún no pueden hacer valer por sí mismo. Poco importa que en cada zona regional ya se haya accedido a la sociedad salarial o que ésta esté constituyéndose de forma más o menos factible: las clases medias de los países emergentes son indefectiblemente emprendedoras.

Al poner en movimiento a todos los estratos y clases de la sociedad que viven del salario, la crisis de la relación salarial se convierte en crisis de la sociedad salarial. En la sociedad salarial todo es siempre una cuestión de política y de distribución. Como precio del trabajo (forma fetiche), el salario remite con toda naturalidad a la injusticia de la distribución. La injusticia de la distribución tiene un responsable que ha «incumplido su misión»: el Estado. Cuando la crisis de la relación salarial se convierte en un movimiento interclasista como crisis de la sociedad salarial, ésta se expresa en una deslegitimación de la política denunciada en nombre de una verdadera política nacional. Lo que está en juego en todas partes en el centro de las luchas de esta secuencia de la crisis es la legitimidad del Estado frente a su sociedad. Según las circunstancias, las historias locales y la trama de los conflictos, puede adoptar formas muy diversas y a primera vista opuestas, pero el trasfondo es el mismo: el Estado siempre aparece como el responsable y como la solución.

Por ejemplo, la extraña combinación de liberalismo y burocracia estatal que ha definido al Estado y a la clase dominante en los países árabes desde principios de los años setenta ha alcanzado los límites de su desarrollo y se ha resquebrajado por completo. Sin embargo, la recomposición de la clase dirigente y del Estado, tanto en Egipto como en Túnez, no puede llevarse a cabo de forma endógena. Esta es la clave para entender la sublevación árabe como un proceso a largo plazo con idas y venidas, del que los enfrentamientos del verano de 2013 entre fracciones de la burguesía representadas por los Hermanos Musulmanes por un lado y el Ejército por otro (con las frágiles hegemonías que transitoriamente sean capaces de construir) fueron un episodio. El proletariado participa en ellos no sólo porque esta contrarrevolución es la configuración de los propios límites políticos de sus luchas, sino también porque su propia estructuración como clase en y a través de las luchas lo implica en esta recomposición del Estado y de la clase dominante.

«La desnacionalización del Estado» (Saskia Sassen)

En la globalización actual, lo que cabe calificar de global no se limita a unas pocas instituciones «globales»: lo global invade las instituciones y los territorios nacionales. El objetivo de Bretton Woods era proteger a los Estados nacionales contra las fluctuaciones excesivas del sistema internacional. El objetivo de la era global actual es muy diferente, ya que se trata de poner en marcha sistemas y modos de funcionamiento globales en el seno de los Estados nacionales, sean cuales sean los riesgos que corran sus economías. La desnacionalización de las funciones estatales es una inserción de proyectos globales en los Estados-nación (políticas monetarias, fiscales o de protección social). El Estado no es un todo, y la globalización no es un debilitamiento general del Estado, sino que implica transformaciones dentro de éste, es decir, un proceso de disociación de los elementos estatales.

La lógica del sector financiero se integra en la política nacional para definir lo que es una política económica adecuada y una política financiera sana; estos criterios se han transformado en normas para la política económica nacional: independencia de los bancos centrales, política antiinflacionista, paridad de los tipos de cambio, condicionalidades del FMI. En contraste con la «desnacionalización», las políticas keynesianas fueron una ilustración de lo que Sassen llama «integración nacional»: una conjunción de economía nacional, consumo nacional, formación y educación de la mano de obra nacional y de control de la moneda y del crédito.

En la crisis de la sociedad salarial, las luchas en torno a la distribución designan al Estado como responsable de la injusticia. Este Estado es el Estado desnacionalizado, atravesado por la globalización y agente de la misma.

La ciudadanía se convierte entonces en la ideología bajo la que tiene lugar la lucha de clases; vemos banderas por todas partes. Durante el «periodo fordista», el Estado se había convertido, además, en «la clave del bienestar», y esta ciudadanía es la que se tiró por la ventana durante la reestructuración de los años setenta y ochenta. Aunque la ciudadanía sea una abstracción, se refiere a contenidos muy concretos: el pleno empleo, la familia nuclear, orden-proximidad-seguridad, la heterosexualidad, el trabajo, la nación. En la crisis de la sociedad salarial, los conflictos de clase se reconstruyen ideológicamente en torno a estos temas.

La reconstrucción ideológica de los conflictos de clase

 

Es preciso tratar de comprender teóricamente el discurso y las ideologías ambientales y considerarlas, dentro de esta comprensión, como algo más que un efecto de superficie. Sin embargo, esto sigue siendo insuficiente: de lo que se trata aquí es de considerarlas como elementos prácticos sin los que la construcción conceptual del período es imposible.

La relación de los individuos con las relaciones de producción nunca es inmediata en la medida en que esas relaciones son relaciones de explotación y alienación; implica un «juego» en el que intervienen todas las instancias del modo de producción. Este carácter no inmediato es lo que, en Francia, constituye la diferencia entre el «Frente de la Izquierda» y el «Frente Nacional», así como la ventaja del segundo sobre el primero. Una política que no tenga en cuenta este carácter no inmediato fracasa. La «izquierda de la izquierda» está en proceso de reflexionar al respecto, pero su problema es que todos los temas son sistémicos y que el sistema como tal se inclina hacia la derecha. Cuando en 1977 el PCF promovió el «produzcamos francés», fue él mismo quien añadió «con franceses».

Como ideología, la ciudadanía nacional responde al problema real de su tiempo: la crisis de la relación salarial convertida en crisis de la sociedad salarial, la crisis del Estado desnacionalizado, la oposición irreductible entre los ganadores y los perdedores de la globalización. No obstante, el recurso a la ciudadanía nacional es el reconocimiento mismo, en las luchas sobre la base de la sociedad salarial y dentro de ella, de que esas luchas operan bajo una ideología. Por un lado, la ciudadanía nacional responde al problema real de la crisis de la sociedad salarial; por otro, no corresponde a ella, porque la trata de forma «inauténtica», como representación de otra cosa: la pérdida de los valores, la descomposición de la familia, de la identidad nacional y de la comunidad de trabajo. Es decir, que sólo responde a sus propias preguntas.

A primera vista, esta ideología es crítica, pero sólo lo es en la medida en que es el lenguaje de la reivindicación reflejado en el espejo que le tiende la lógica de la distribución y la necesidad del Estado. Las prácticas que operan bajo esta ideología son eficaces, porque remiten a los individuos a una imagen plausible y a una explicación creíble de lo que son y de lo que viven, y son constitutivas de la realidad de sus luchas. La cuestión de la distribución, la del trabajo y la de la asistencia social, la del olvido de los territorios en el seno de la «unidad nacional», la de los valores y la de la familia, estructuran adecuadamente la relación de los individuos con lo que está en juego actualmente en las luchas de clase de esta secuencia de la crisis.

Se trata de explicar cómo lo que se reconstruye a partir de sí mismo es un proceso objetivo de las relaciones de producción en tanto prácticas ideológicas significativas de una secuencia particular.

Temática de la reconstrucción ideológica de los conflictos de clase

 

  1. a) El territorio y lo local

 

La globalización y la desnacionalización del Estado crean vastos territorios periféricos excluidos de los grandes procesos económicos. En el otoño de 2013, este sentimiento de exclusión territorial federó la revuelta bretona, conocida como la de los «bonetes rojos», contra la ecotasa y el cierre de empresas. Para los obreros de Bretaña, Nord-Pas-de-Calais, Picardía, Lorena o Champaña-Ardenas, el ataque a lo local por parte del capitalismo global constituye una explicación razonable de los problemas y sufrimientos que padecen en múltiples aspectos, y su conservación es una solución creíble.

En la votación suiza del 9 de febrero de 2014 sobre la «limitación del número de trabajadores inmigrantes», el «sí» venció en el campo frente a las ciudades, y venció allí donde había menos trabajadores inmigrantes europeos, y más parados nacionales.

En la reconstrucción ideológica de los conflictos, lo local se encuentra en la encrucijada de muchas otras determinaciones que expondremos más adelante: congrega al «pueblo auténtico» contra las élites, los «intelectuales», los extranjeros, y aquellos que se benefician del sistema de seguridad social y los impuestos de los demás. En este tipo de revuelta, el sentimiento de abandono de las zonas rurales y periurbanas frente a la hegemonía de las metrópolis pone en tela de juicio la legitimidad del Estado desnacionalizado, y se une a la «exasperación contra la presión fiscal» y la «camisa de fuerza reguladora» bajo el deseo general de acabar con el «dumping social» y «mantener el empleo en el país».

Las protestas brasileñas de la primavera de 2013, por su parte, se inscriben en la expansión y renovación masiva de las áreas urbanas centrales, en el mismo momento en que grandes sectores de estas ciudades se hunden en la pobreza y el deterioro de sus infraestructuras. La política urbana resume las cuestiones relativas a la reproducción de la fuerza de trabajo y, conjuntamente, la reproducción de las diferencias de clase: cuestiones de vivienda (localización espacial trastornada por la «renovación urbana»), salud, educación, transporte. La densidad, la calidad y el coste de los servicios públicos ponen en juego no sólo la reproducción de la fuerza de trabajo, sino también las cuestiones de movilidad social.

En Río o en São Paulo, tanto si se trata del desalojo de zonas céntricas de viviendas como del transporte y los servicios públicos en general, la relación social que estructura la lucha y define lo que está en juego no es el capital o el trabajo asalariado, sino la propiedad inmobiliaria, que rige la planificación del espacio. El interclasismo es el síntoma de esta relación social de producción. En efecto, dado que es la propiedad inmobiliaria la que las estructura y se plantea como lo que está en juego en ellas, las luchas de clase, en tanto luchas en torno al urbanismo, conciernen a una relación de producción «secundaria»: la renta no es más que una parte del plusvalor extorsionado mediante la relación entre el capital y el trabajo. Este carácter «secundario» pone de manifiesto su esencia organizando las luchas en torno a los ingresos y el consumo.

En las luchas que existen bajo la ideología de lo local, aun cuando no sea con la misma dinámica y las mismas perspectivas, se pasa de la relación salarial a la sociedad salarial, al salario como relación de distribución, a la legitimidad del Estado existente. La reconstrucción ideológica, arraigada en la sucesión de estos desajustes, tiene una perversidad polimorfa.

  1. b) La familia

 

Las ideas de «libertad», «autodeterminación» y «emancipación», además de no poder decir ya mucho, se han convertido, junto con las de «elección» e incluso «derecho», en los emblemas del liberalismo económico. Para los «perdedores de la globalización», se han convertido en el enunciado de una amenaza. Cuando se aplican a la familia, estas ideas parecen una tentativa sorda e insidiosa de demoler lo que se considera la última institución capaz de ofrecer protección contra el «individualismo».

Esta imagen ideal de la familia llamada «tradicional», por no decir «eterna» o incluso «natural», este espacio protector situado al margen de las relaciones puramente económicas, con roles fijos y tranquilizadores, y que cristaliza muchas de las reivindicaciones contra las determinaciones del desarrollo capitalista tal y como la crisis las ha puesto de manifiesto, tiene un origen relativamente reciente: se formó entre las dos guerras mundiales en torno a la figura del obrero varón trabajador a tiempo completo, titular de derechos, marido y padre, y se disgregó a principios de los años setenta.

La «indiferenciación sexual» y la llamada «teoría de género» se viven como una amenaza mucho más allá de las manifestaciones contra el «matrimonio para todos»; son vividas como una amenaza para un orden en el que los roles sociales «corresponden» al sexo biológico (salvo que sea al revés…), en el que los sexos son «complementarios» y en el que cada uno y cada una ocupan su lugar «tradicional» en la familia. Un lugar al que la prohibición del aborto cerraría el paso a las mujeres.

Todo sucede entonces como si la lucha o más bien el simple rechazo de las relaciones sociales que rigen la producción y la reproducción se realizara en nombre del mundo abolido por la reestructuración, y erigido en contratipo ideal. Tanto más cuanto que este contratipo ideal adquiere un valor muy actual frente a la eficacia ideológica de una teoría de género para la que sólo existen comportamientos libres y libremente modificables: los prejuicios o las representaciones. Esta eficacia ideológica consiste en construir y legitimar prácticas que nieguen las limitaciones y determinaciones sociales que construyen la distinción de género. Cuando no se tiene elección, la teoría de género «liberal» parece una fantasía en el mejor de los casos, y un insulto en el peor. Frente a esta concepción arbitraria del género que, como escribía una periodista de Le Monde (5 de febrero de 2014), haría que «las desigualdades entre los sexos se alojaran en nuestras representaciones», lo que para las «clases populares» cala del discurso conservador es el reconocimiento del aspecto coercitivo de lo social. La coacción social no sólo está presente, pletórica, sino que además afirma su positividad: la familia es el baluarte del pueblo y de la «autenticidad humana» contra el individualismo, las élites y los expertos en educación, alimentación, sexualidad, etc.

  1. c) La autenticidad, las élites intelectuales y la nación

 

La inseguridad económica ha llevado a una parte del proletariado y de las clases medias a buscar seguridad en otro lugar, en un universo «moral» que no se mueva demasiado y que rehabilite viejos comportamientos ligados a un mundo desaparecido. La élite antaño asociada a los pudientes y a las grandes familias de la industria y la banca, ha terminado por identificarse con la izquierda, con los intelectuales y los expertos, exageradamente aficionados a las innovaciones sociales, sexuales y raciales. Este cambio tuvo lugar en Estados Unidos a principios de los años setenta y puede constatarse hoy en toda Europa por las razones antes mencionadas: la constitución en contratipo ideal del mundo abolido por la reestructuración de los años setenta como resistencia y rechazo actuales al capitalismo resultante de esa reestructuración.

Hemos evocado la importancia de la familia y de sus roles sociales «tradicionales» en la reconstrucción de los conflictos de clase dentro de la sociedad salarial; la movilización contra el aborto se encuentra en la encrucijada de la conservación de estos roles y de la lucha contra las élites. Para los propósitos ideológicos actuales, el hecho de que la ola de leyes que liberalizaron el aborto en las décadas de 1960 y 1970 fuera el resultado de las luchas de las mujeres desaparece para no ser ya más que una injerencia de los médicos y los jueces en la vida familiar. En las movilizaciones contra el aborto no sólo se focaliza la reafirmación de los roles tradicionales de género y de la familia de acuerdo con un «orden natural» (en realidad el de la fase anterior del modo de producción capitalista), sino que el «orden natural» se convierte además en un tema de lucha de primer orden contra la élite intelectual, que cristaliza a nivel ideológico todas las determinaciones económicas y sociales del capitalismo surgido de la reestructuración de los años setenta.

Este rechazo cultural a la globalización durante este periodo de capitalismo en crisis construye una identidad popular auténtica que sirve de referencia al nacionalismo e implica cosas que pueden ser completamente triviales. En Estados Unidos, el Partido Republicano es el partido de los bebedores de cerveza y del verdadero café americano y no de «latte», de quienes van a la iglesia y de los propietarios de armas de fuego; en Francia, el FN es el partido de los comedores de embutidos, los bebedores de vino tinto y los laicos empedernidos. No hay nacionalismo, y ni siquiera soberanismo nacional, sin identidad y autenticidad, sin la posibilidad de decir «nosotros» y «ellos».

El pueblo, precisamente a través de una polisemia (demos, ethnos, plebe) que lo hace coincidir con una nación siempre amenazada por las élites, es a la vez depositario e inventor de esta autenticidad. Este cambio de terreno y de instancia frente a las agresiones sociales y económicas constituye la naturaleza misma de la ideología en tanto relación de los individuos con sus condiciones de existencia como relaciones de producción. Qué puede entenderá un trabajador de la refinería de Berre (Francia), antigua refinería de Shell (anglo-holandesa), que luego se convirtió en LyondellBasell (que cotiza en Wall Street) y que se niega a venderla a Sotragem (empresa comercial italiana vendida a un eslovaco), y que por tanto va a perder su empleo, cuando Cohn-Bendit declara: «La identidad europea está en proceso de creación y sólo puede corresponder a una identidad de naturaleza postnacional. En la medida en que ésta no tiene nada que ver con una identidad fija, es sin duda menos cómoda para los individuos. En última instancia, ser europeo es no tener una identidad predeterminada.» (Le Monde, 2 de febrero de 2014). Casi resulta comprensible que tenga ganas de matar.

En la secuencia actual, ya sea de forma agresiva hacia el extranjero y los «enemigos internos», como en Ucrania, o de forma progresista, como en Brasil, la nación es el lenguaje y el formateo práctico de la reivindicación económica. En Ucrania, el nacionalismo de la clase obrera es sin duda lo más compartido entre el Oeste y el Este del país: en el Oeste Svoboda; en el Este, el Partido Comunista.

Hemos visto banderas nacionales en Atenas, Río, Estambul, El Cairo y Túnez, y si no las vimos en Bosnia, Sarajevo o Tuzla, es porque sólo habrían simbolizado el simulacro de un Estado corrompido hasta la médula contra el que la revuelta obrera se fundió inmediatamente en un movimiento ciudadano de restauración nacional. También las vimos el 9 de diciembre de 2013 en las calles de Italia, durante el llamado «Movimiento de las Horcas» (forconi). El 9 de diciembre asistimos a una conjunción de grupos sociales e ideologías que podría presagiar otras cosas igualmente sorprendentes e inquietantes. A lo que en un principio era una revuelta de las clases medias tradicionales, se sumaron el 9 de diciembre un gran número de jóvenes precarios y parados adultos, así como comités de inquilinos contra los desahucios, los Centros Sociales de Turín, el Centro de Construcción Social de Milán, el Movimiento de Liberación Popular y el Comité de Inquilinos de San Siro. Podemos vincular este éxito de los «Forconi» con el de la «Unione Sindacale di Base» en las elecciones sindicales de Ilva Taranto, la mayor fábrica siderúrgica de Italia (11.000 trabajadores), así como con el éxito de la huelga general del 18 de octubre y la concentración en Roma organizada por la USB. A todos los niveles, se rechazó la misma connivencia entre los poderes políticos, económicos y sindicales: la «casta».

La nación sólo se convierte en tema de lucha si se la construye como amenazada, pero entonces las amenazas sólo pueden formularse en los términos impuestos por la nación. La autenticidad y la nación sólo pueden imponerse como la ideología bajo la que operarán prácticas conflictivas a condición de efectuar otra transposición: el conflicto económico debe haberse transmutado previamente en conflicto cultural (sólo es una cuestión de antelación en la construcción lógica, en la inmediatez de la experiencia vivida, pues todos los temas sólo existen fecundándose recíprocamente entre sí). Los ricos y los pobres se encargarán de ello.

  1. d) Ricos y pobres

Después de lo que hemos dicho sobre las relaciones de distribución, sobre la crisis de la sociedad salarial y sus injusticias, y sobre la crisis del Estado desnacionalizado como responsable de estas injusticias, no hacen falta más explicaciones para comprender cómo las contradicciones de clase se convierten en conflictos entre ricos y pobres. La cuestión que se plantea es más bien la de entender cómo esos conflictos se transforman en conflictos culturales en los que los ricos ya no son exactamente quienes creíamos y en los que los pobres se pelean entre sí.

  • Al principio fue el «valor del trabajo» lo que dio lugar a los «asistidos»

En un primero momento, la cuestión era «rehabilitar el valor del trabajo» (como si hiciera falta). Las conquistas obreras se convirtieron en un derecho a la pereza, al fraude, al asistencialismo, a las ventajas corporativas, en un obstáculo a la evolución. Pero no se trataba de librar batalla contra los trabajadores, sino contra quienes habían distorsionado el valor del trabajo. Así, los conflictos de clase se redefinieron de tal manera que la fractura, que no oponía ya al capital y al trabajo, sino a ricos y a pobres, se convirtiera, en virtud de esta primera transformación, en una fractura entre dos presuntas fracciones del proletariado: «los que ya no pueden hacer más esfuerzos» y «los aprovechados y defraudadores del Estado del bienestar». Esta fractura se extendió, según las circunstancias y las necesidades, como un antagonismo que enfrentaba a los obreros y a las «pequeñas clases medias» unas veces contra los «ricachones» que residían en el estrato superior (empleados con estatus, mano de obra sindicalizada y regímenes especiales), y otras contra los «pobres» relegados un poco más abajo, o contra ambos al mismo tiempo.

Por su parte, la situación y el estilo de vida de los ricos, ampliamente expuestos en la prensa rosa, parecen tan inaccesibles que ya no preocupan a estos trabajadores; es como si se tratara de otra humanidad, de un universo paralelo. En cambio, el defraudador de los subsidios de desempleo o de las prestaciones para el pago del alquiler nos roba: «¿Al final quién paga?» El hecho de que los déficits públicos se hayan construido conscientemente y con una notable constancia durante los últimos treinta años en todos los países occidentales, según las modalidades de explotación y acumulación del capitalismo surgido de la reestructuración de los años setenta y ochenta nunca se tiene en cuenta, salvo para decir que hemos sido demasiado generosos. En este proceso de fractura, el fin de la identidad obrera no carece de importancia. El repliegue de la industria y el debilitamiento de los colectivos obreros, así como la precarización del empleo, se plasmaron en una vivencia individualista de las relaciones con lo social y con la política en la que el valor del trabajo ya no era un poder colectivo opuesto a los patronos, sino una cuestión de elección y de mérito individual.

La línea de fractura económica empezó a pasar menos entre capitalistas y obreros —ni siquiera entre ricos y pobres— y más entre asalariados y «beneficiarios de la asistencia social», «blancos» y «minorías», «trabajadores» y «defraudadores». Los movimientos «Occupy» interrumpieron momentáneamente estas divisiones, pero sin reintroducir las fracturas de clase significativas. Todo se quedó en una cuestión de ingresos y no de relaciones de producción; a una segmentación ideológica le sucedió una amalgama ideológica sin sentido.

Los «asistidos», convertidos en «los que no quieren trabajar», ofrecen además la gran ventaja de poder ser el soporte de todo tipo de distinciones no económicas: grupos étnicos, vida familiar rota y disoluta, drogas, delincuencia.

  • Y como obsequio dentro de esta fractura: el racismo

 

En el marco de la «conservación del Estado social» o de su «restauración» en nombre del contratipo social, económico e ideológico de los «Treinta Gloriosos», la nación, la ciudadanía nacional y la «autenticidad» se entrelazan con la fractura entre «los que ya no pueden esforzarse más» y los «Otros». Ya no se trata de rechazar al extranjero en nombre de una visión racialista de la nación, sino en virtud de un ideal mucho más consensuado: salvaguardar el «modelo social francés». El principal efecto de esta guerra contra el fraude focalizada en los extranjeros es vincular la crisis de financiación de los sistemas de protección social a un problema de identidad nacional.

Esta racialización de la «conservación del Estado de bienestar» sigue un principio idéntico al de la racialización de la lucha contra el desempleo. Nunca se trata de criticar el sistema social y económico, sino de procurar que la competencia entre trabajadores inherente al salariado haga que la clase obrera se adapte lo mejor posible a las condiciones de crisis actuales. La inmigración no se presenta tanto como la causa del paro —lo que no resistiría ningún análisis, ni ninguna experiencia de cierre de empresas— sino «sólo» como agravante de las consecuencias. «Activemos esta palanca con efecto inmediato, luego tratemos las causas estructurales»: ésta fue, poco más o menos la posición del PC en Francia a principios de los años ochenta, y la del FN ahora.

Ahora bien, los trabajadores no tienen estrictamente ningún poder ni sobre la demanda ni sobre la oferta de trabajo: si la acumulación de capital aumenta la demanda de trabajo, también aumenta la oferta fabricando supernumerarios. Los dados están cargados. Lo que resume y dota de coherencia a todas estas amenazas es la globalización y la desnacionalización del Estado. Las leyes de la acumulación del capital, que forzosamente crean supernumerarios, pasan a ser secundarias; sólo parecen funcionar así porque la «comunidad nacional» se ha quebrado.

Los conflictos que surgen de esta ruptura están destinados a resolverse con la restauración de la nación, y la competencia entre obreros ya no es vista como tal, sino en términos cada vez más etnificados.

Si los trabajadores no tienen estrictamente ningún poder sobre la demanda o la oferta de trabajo, tampoco lo tienen sobre los efectos del ejército de reserva sobre los salarios, ni sobre la segmentación y composición de éste. Una gran parte de la clase trabajadora experimenta los efectos de un mecanismo que se creía desaparecido, el del empobrecimiento absoluto. Un mecanismo dentro del que se ejerce, en la situación actual, el mismo proceso de transmutación de las contradicciones de clase en conflictos entre ricos y pobres, pero, sobre todo, bajo la égida de la nacionalidad, de la autenticidad, del pueblo y del racismo, entre pobres.

Atraer a trabajadores inmigrantes es la forma más económica de encontrar la mano de obra más barata que corresponde a este mecanismo de sustitución (ligado a la división del trabajo y al maquinismo mediante el que opera la pauperización absoluta) a través del que se desplaza al trabajador nativo, y la patronal proclama a continuación que, afortunadamente, «los inmigrantes están aquí para hacer las tareas que los nacionales ya no quieren», y ni que decir tiene que esas tareas se adecúan por naturaleza a los inmigrantes y que es su presencia la que hace bajar los salarios.

En los países occidentales, una categoría media muy amplía de obreros sigue atrapada en el marco nacional, lo que no deja de ser una fuente de conflictos internos al proletariado. Los trabajadores de bajos salarios de las ciudades globales, precarios, inmigrantes y que cada vez más frecuentemente son mujeres, no pertenecen a un sector atrasado de la economía: este segmento existe directamente dentro de una economía global y corresponde a una organización no nacional de segmentos del proletariado. En conexión con las demás comunidades y con sus compatriotas que han emigrado a otros países, definen estrategias dentro del sistema global. A pesar de su precariedad y su miseria, estos segmentos de clase que se constituyen dentro de la globalización parecen, a los ojos de esta categoría media, estar confabulados tanto económica como culturalmente con todos los «ganadores de la globalización».

  • A continuación llegaron el Estado y los «parásitos»

 

La rehabilitación del valor del trabajo, cuyos efectos ya hemos visto, no se conforma sólo con enfrentar a los «trabajadores» con los «beneficiarios de la asistencia social», sino que tiene la inmensa virtud de crear una tercera categoría: la de los «parásitos». Estos «parásitos» son fácilmente detectables: son la élite, no la de la riqueza, sino la de los arrogantes diplomados, los expertos de todo tipo, la mayoría de los cuales pululan en organismos estatales que lo regulan y lo administran todo, y que, no contentos con engordar a base de impuestos, tratan al pueblo auténtico y a sus valores con condescendencia. Lo que opone a esta élite y al pueblo es lo que opone al trabajo y al parasitismo, y este conflicto se desarrolla en nombre de los valores. Lo más maravilloso de la transmutación de la contradicción entre clases en un conflicto entre ricos y pobres, y, por tanto, entre trabajadores por un lado y beneficiarios del bienestar y parásitos por el otro, es que lleva a definir a los protagonistas en términos de valores.

El principal efecto práctico de este conflicto cultural consiste en hacer desaparecer la base económica de todos los conflictos o, más exactamente, en convertir la resolución de un conflicto cultural en condición para la resolución de los problemas económicos. Esta élite improductiva, que representa la artificialidad frente a la autenticidad natural del pueblo, ocupa el Estado y vive parasitariamente «devorando el dinero de los impuestos». Los conflictos, tal como toman forma en la sociedad salarial, reelaboran las contradicciones de clase de tal manera que la problemática según la cual todos los órganos del Estado son órganos de clase es tomada al pie de la letra. Ya no se trata de órganos de clase porque expresen y sirvan a la clase económicamente dominante, propietaria de todos los medios de producción, sino que dichos órganos constituyen en sí mismos a una clase al servicio de sí misma.

Por supuesto, dentro de esta secuencia se producen huelgas y conflictos sociales, pero su meollo consiste en que tal o cual capitalista o tal o cual empresa no cumplen con su papel de capital, por lo que los culpables pasan a formar parte de la categoría de los «parásitos» y «vividores» frente a los «verdaderos productores» y la «gente común». El descontento e incluso la exasperación social adquieren un significado que exime totalmente al capitalismo de todo lo que no sea una financiación fantasmal construida para la ocasión. Al separar la cuestión de los conflictos de clase de las relaciones de producción, que es lo característico de la sociedad salarial, se abre una perspectiva exactamente conservadora, que contiene todas las temáticas expuestas anteriormente y que viene a corroborar una experiencia subjetiva muy real que alimenta una hostilidad de clase cuya expresión niega su fundamento económico. Es un hecho que las luchas obreras estrictamente reivindicativas y económicas abundan y que a veces adquieren un cariz salvaje, pero no cabe aislar estas luchas de un contexto general en el cual y a través del cual adquieren un sentido que ellas mismas contribuyen a constituir.

A modo de conclusión de etapa

 

En la secuencia en la que nos encontramos, el problema actual de la lucha de clases se resume en el hecho de que el rechazo de la situación actual no constituye su superación a partir de sí misma, como parecía haber empezado a ocurrir en los primeros momentos de la crisis, sino la voluntad de volver a una situación anterior. Ahora bien, todo esto está firmemente anclado en el presente.

Sólo ahora, con la crisis de esta fase del capital y de su Estado, y más concretamente con su devenir como crisis de la sociedad salarial y del Estado desnacionalizado, la desaparición de todo el conjunto social, económico e ideológico de formateo de la vida cotidiana que había cuajado como sistema durante los «Treinta Gloriosos» se convierte en algo manifiesto y se impone como el resumen y la causa de todas las desgracias de la época. La propia situación actual hace que lo que desapareció sea promovido como contratipo ideal frente a la sociedad actual y su crisis, a este Estado, su injusticia, su indiferencia y su amoralidad.

En esta secuencia, todo se presenta por el momento como una crisis de la relación del Estado con su sociedad, y todo el mundo participa en ella. Existe una estrecha relación entre la crisis de la relación salarial, la crisis de la globalización, la crisis de la sociedad salarial, la crisis de legitimidad y de reconocimiento del Estado desnacionalizado, el interclasismo y la política. Esta relación, este nudo, constituye la secuencia actual de la crisis como lucha de clases.

¿Qué dinámicas se dan actualmente en esta secuencia?

 

  1. a) La secuencia crisis de la sociedad salarial es un momento de la crisis específica de la MPC tal y como se desarrolló tras la reestructuración

Con la crisis de la relación salarial convertida en crisis de la sociedad salarial, lo que está en juego es una contradicción de esta fase del capital que está ahora en crisis. La contradicción interna de esta fase de la valorización se sitúa entre el trabajo inmediatamente productivo y la propia condición de ese trabajo productivo: ser una fuerza de trabajo socializada, el «general intellect». Hemos entrado en esta crisis y ésta comporta el momento del interclasismo inherente a la «fuerza de trabajo socializada». En toda su ambigüedad, ligada a la relación contradictoria con el trabajo productivo que contiene, la crisis de la sociedad salarial constituye un momento que puede ser situado y comprendido históricamente en su relación con el modo de desarrollo anterior.

  1. b) Inestabilidad de la secuencia denominada «crisis de la sociedad salarial»

En su generalidad interclasista, los movimientos sociales que, a partir del salario como relación de distribución, cristalizan en torno a la legitimidad del Estado frente a su sociedad, designan simultáneamente al salario como precio del trabajo, forma de distribución, y, como consecuencia de la misma generalidad, todos los ingresos —los de la renta, el beneficio y el interés— como dependientes del trabajo. El salario como precio del trabajo designa, pues, aquello que oculta: el salario como valor de la fuerza de trabajo, trabajo necesario, y todos los demás ingresos como formas transformadas del plustrabajo.

  1. c) Tendencia a la unidad

La «tendencia a la unidad» que existe en las luchas interclasistas no debe borrar los conflictos ni llevar a suponer que su resolución ya está dada, que la confluencia de estas luchas está inscrita en ellas. La disolución de la clase media, la superación de la etapa de los disturbios y el franqueamiento del «suelo de cristal» que sigue representando para la mayoría de los movimientos sociales actuales la cuestión de la producción dependen de prácticas coyunturales.

¿Por qué no debería la clase media obrar más bien por la victoria de la contrarrevolución? ¿Por qué en la segmentación de la clase obrera, sobre toda en las zonas de vastas economías informales, la fracción más o menos estable de la clase obrera no habría de bloquear sus luchas y los resultados que espera de ellas, como se ha visto en Túnez y Egipto? Además, esta «tendencia a la unidad» puede ser absorbida por la política, como se vio en Irán en 2009.

La comunidad de lucha está lejos de ser evidente en Brasil, Turquía o México, a pesar de una concomitancia temporal. El problema central sigue siendo el del suelo de cristal de la producción. No es que no haya huelgas, ni movimientos obreros reivindicativos, violentos o no, victoriosos o no, pero no parece que estas luchas se articulen nunca en una sinergia conflictiva con los «movimientos sociales» cuyo telón de fondo permanente y necesario constituyen.

  1. d) La necesidad para la clase capitalista de abordar el núcleo del problema

La doble desconexión de la reproducción de la fuerza de trabajo, las formas actuales de la globalización, la desnacionalización del Estado y la cuestión de su legitimidad que hacen cristalizar las luchas, la recomposición local de las clases dominantes, son las formas actuales de aparición de la crisis. Pero, inexorablemente, la especificidad de la crisis actual, en tanto crisis de la relación salarial convertida en crisis de la sociedad salarial, define una situación en la que la clase capitalista mundial se ve abocada a abordar el núcleo del problema: la relación de explotación. Para el modo de producción capitalista y, por tanto, para la clase capitalista, la superación-resolución de estas formas de manifestación depende —como en circunstancias distintas durante las décadas de 1930 o 1970— de una reestructuración del fundamento mismo del modo de producción: la relación de explotación. Tras la evolución de la crisis de crisis de la relación salarial a crisis de la sociedad salarial, este paso necesario al núcleo del problema es su transición a una crisis de la creación monetaria que, dentro de la crisis de la relación salarial en la que se inscribe, conserve y supere esta última convirtiéndose en una crisis del valor como capital, la única crisis del valor.

  1. e) Irreductibilidad del trabajo productivo

Dentro de esta necesidad de la clase capitalista de abordar el núcleo del problema se plantea la cuestión central del trabajo productivo.

Si bien cada proletario tiene una relación formalmente idéntica con su capital particular, no tiene la misma relación con el capital social en función de si es un trabajador productivo o no (no es una cuestión de conciencia sino de situación objetiva). Si, en el centro de la lucha de clases, no existiera la contradicción representada por el trabajo productivo, para el modo de producción capitalista —es decir, también para el proletariado— no podríamos hablar de revolución (sería algo exógeno al modo de producción, una utopía humanista en el mejor de los casos, y en el peor nada).

Ahora bien, los trabajadores productivos no son revolucionarios por naturaleza y de forma permanente. En su acción singular, que no es nada especial sino simplemente su intervención en la lucha, la contradicción que estructura toda la sociedad como lucha de clases vuelve sobre sí misma, sobre su propia condición, porque la relación de explotación no relaciona al trabajador productivo con un capital particular sino inmediatamente, a través de su relación con un capital particular, con el capital social. Lo que está constantemente oculto en la reproducción del capital (porque forma parte de la naturaleza misma del modo de producción capitalista que esta contradicción no aparezca claramente: el plusvalor se convierte por definición en ganancia y el capital es valor en proceso) vuelve a la superficie no sólo como una contradicción interna de la reproducción (entendida aquí como la unidad de la producción y la circulación) sino como lo que hace que la propia contradicción exista: el trabajo como sustancia del valor que dentro del capital sólo es valor en tanto valor en proceso. La contradicción (explotación) vuelve sobre sí misma, sobre su propia condición. Abordar el núcleo del problema es andar con pies de plomo.

  1. f) La cuestión del «suelo de cristal» como síntesis de estas dinámicas

Si consideramos los grandes movimientos sociales y el interclasismo, con su inestabilidad como movimientos reivindicativos internos a la sociedad salarial que ocultan a la vez que ponen de manifiesto el salario como relación de producción, como un momento necesario de la crisis en su especificidad, si consideramos la tendencia a la unidad como un problema no sólo de superación del interclasismo sino también de segmentación, si consideramos la necesidad de que la clase capitalista aborde el «núcleo del problema» y, en el seno de este núcleo, la irreductibilidad del trabajo productivo, entonces la síntesis de las dinámicas en curso se sitúa precisamente, tanto desde el punto de vista del capital como desde el del proletariado, en este punto de ruptura que consiste, para la contradicción entre el proletariado y el capital, en franquear este «suelo de cristal» que constituye la producción para los movimientos sociales existentes, que se constituyen al nivel de la reproducción, pero también en que las luchas reivindicativas, por muy violentas que sean, superen su carácter reivindicativo, y franqueen un «techo de cristal». Que una lucha reivindicativa vaya más allá de sí misma como tal supone situar la contradicción entre las clases en el nivel de su reproducción. Es cierto que el principal resultado del proceso de producción es la renovación de la separación del trabajo y el capital. Pero esto no se produce sin que incluya la existencia de la circulación y del intercambio, así como la actividad de todas las instancias del modo de producción, el Estado entre ellas. Así, a partir del proceso de producción, pero en el seno de prácticas que lo excedan, se plantea y se reconoce prácticamente la pertenencia de clase como una constricción externa impuesta por el capital, es decir, impuesta como reproducción. Es imposible determinar en qué sentido puede realizarse la «confluencia», tanto más cuanto que no puede tratarse de una «confluencia», sino de la creación, a partir de múltiples luchas particulares, de una situación absolutamente nueva que cambie la situación para todas las luchas existentes: una coyuntura.

Sería contrario al espíritu de este texto concluir con una escapatoria tan general. Si franquear el suelo y/o techo de cristal constituye la síntesis de las dinámicas de esta secuencia, eso es algo que no tiene nada de necesidad inevitable, salvo que también constituye el momento de la decisión para la clase capitalista, el momento en que las diversas posibilidades de una reestructuración existentes hasta entonces como lineamientos incoherentes se coagulan para tener sentido, atrapadas en el movimiento general dominante que es el de la exacerbación de las características del período que termina, como en la fase inicial de toda crisis. Si consideramos esta síntesis, no como la determinación general de La Revolución, sino como una posibilidad específica de superar una relación de explotación históricamente particularizada, hay que situar la posibilidad de esta síntesis en una coyuntura definida por el conjunto de las determinaciones de esta secuencia. Cabe adelantar la hipótesis de que China, el sur de Asia y el sudeste asiático concentran mejor los ingredientes de la fusión: la importancia de las luchas obreras atrapadas entre la ilegitimidad de la reivindicación salarial y el carácter insostenible de dicha ilegitimidad; la magnitud de los movimientos sociopolíticos, y su posición de bisagra para hacer volcar y volver totalmente inoperante la zonificación de la globalización. No se trata de decir que esta región es ya o se convertirá en la de los «amos del mundo», sino que su importancia y sus características, tanto a nivel interno como dentro del capitalismo mundial, la convierten en el «eslabón débil» de este mundo. Ahí tenemos un trabajo completamente distinto que hacer.

Un epílogo escueto

 

En la actualidad estamos lejos de la visibilidad creciente e inmediata de las contradicciones de clase y de género y de su vínculo con la revolución y el comunismo, y sobre nuestras frágiles cabezas se cierne, entre otras cosas, el devenir ideológico de la «teoría de la comunización» a la vez como eslogan y como pasaporte académico.

Abril de 2014

Nota metodológica

Tras el texto «Una secuencia particular», conviene añadir algunos comentarios metodológicos acerca de su lectura.

Dentro de la percepción común, consensuada y asumida de la lucha de clases, todo ocurre como si, por un lado, estuvieran las clases en su situación y su contradicción, aquello que deben ser y hacer de acuerdo con su ser, como dijo Marx en La Sagrada Familia: «Poco importa lo que este o aquel proletario, o incluso el proletariado en su conjunto, pueda representarse de vez en cuando como meta. Se trata de lo que el proletariado es y de lo que está obligado históricamente a hacer, con arreglo a ese ser suyo.» (Marx, op. cit., ed. Grijalbo, p. 102), y por otro, circunstancias, palabrería, modos de ser inmediatos, ideologías… en una palabra, accidentes. Y, entre los dos, nada. Como si ese otro lado no fuera más que un accidente, un estorbo o un obstáculo momentáneo, externo al ser y a su necesario devenir. En definitiva, algo con lo que no sabemos realmente qué hacer, salvo que hay que «lidiar con ello». Por retomar las cuestiones abordadas en el texto «Una secuencia particular», es como si dijéramos que lo local, la cuestión de género, los «ricos y pobres», la élite, los asistidos, el racismo, etc., no hicieran más que perturbar desagradablemente la estructura de las relaciones y contradicciones de clase.

Por un lado, la lucha de clases en su concepto tal cual es y, por otro, en ocasiones, unas circunstancias. Ahora bien, está en la naturaleza del concepto que las condiciones existentes sean sus condiciones de existencia. Cuando introducimos las condiciones existentes, nos encontramos siempre dentro del concepto, dentro de la «concreción del pensamiento».

En la problemática programática de un «ser revolucionario» de la clase, la frase de Marx es definitiva, autosuficiente. Se pasa a otra cosa, y con toda tranquilidad e inocencia, podemos entregarnos al análisis del curso histórico del modo de producción capitalista, del curso empírico de las luchas de clase y de su devenir revolucionario conocido de antemano (aun cuando no sea ineluctable). Sin embargo, resulta que la superación revolucionaria del modo de producción capitalista es una superación producida, una especie de punto histórico desconocido (una coyuntura, aun cuando no sea fortuita respecto a lo que el capital es como contradicción en proceso), y la cuestión ya no se presenta, en cada análisis particular, como una «discordancia» coyuntural, sin gran interés teórico y sin mayores consecuencias para un desenlace ineludible o no, pero cuya definición conocemos de antemano.

En definitiva, considerar el curso de las cosas sobre esta base sólo podría reafirmarnos en un normativismo apacible: la situación es tal, pero sabemos que sólo es una «discordancia» momentánea porque el futuro nos pertenece, pero, sobre todo, porque, a partir de ahora, lo que sucede, es decir, lo que hace el proletariado, no se corresponde con el ser que nosotros (la teoría) conocemos, de alguna manera no es «racional» y, por tanto, apenas es «real». Así, cada situación, cada «momento actual», como el plato del día, se descompondría en un núcleo esencial y su guarnición: un poco más de patatas fritas o un poco más de ensalada.

A partir del momento en que «su propia situación», como dice Marx a propósito del proletariado, no es un ser, sino realmente una «situación», es decir, una relación y, por lo tanto, una historia, ya no podemos contentarnos con la quietud y la inocencia normativas, ya no podemos considerar las circunstancias simplemente como tales y pasar las discordancias con el ser en su necesidad al balance de pérdidas y ganancias. Ya no podemos, como el Marx de La Sagrada Familia, decir «poco importa», porque eso es precisamente lo que importa (tras la experiencia de los años 1848-1852, Marx tuvo algunas dudas sobre este «poco importa»). No por eso la teoría se deja llevar por los vientos de la actualidad. En el curso mismo del análisis, en las características concretas de cada objeto, la teoría indica el fundamento (la contradicción) y la particularidad de su crítica de este objeto, es decir, indica de manera inseparable las circunstancias y su razón de ser. No se expulsa la discordancia del objeto, como sucede en una teoría normativa.

No se trata de un fatalista «es así». Si, en este ciclo, el límite de cada lucha e incluso de toda relación en un momento dado entre el proletariado y el capital es fundamentalmente el hecho de «actuar como clase» o simplemente de ser una clase, entonces el límite es inherente y necesariamente existirá siempre de manera específica a la lucha y a la situación, y también según las modalidades de reproducción del modo de producción capitalista del que el proletariado es una clase. Este límite es una necesidad, algo que no puede no ser, por un lado, y sin lo cual no se daría ninguna lucha y cualquier situación sería simplemente un «es así» y, por otro lado, un momento de la auto-presunción del capital. El límite es una forma concreta de declarar simultáneamente en la teoría tanto la discordancia que no expulsa de sí como accidental o irrelevante como el fundamento, la razón de ser, incluso dice que sin discordancia no existiría. Una teoría no programática y no normativa lucha constantemente consigo misma, porque nunca es transparente para sí misma (siempre se autooculta en su propio proceso).

Esta discordancia no se debe sólo a circunstancias momentáneas, a momentos particulares; es inherente al hecho de que, si ser clase es una situación objetiva dada como lugar en una estructura, porque eso significa una reproducción conflictiva y por tanto la movilización del modo de producción en su conjunto; implica una multitud de relaciones no estrictamente económicas a través de las que los individuos viven esta situación objetiva, se apropian de ella y se autoconstruyen como clase. Y no se puede pretender que esto no tuviera ninguna importancia, como si el ser estuviera en otra parte, en una pureza inaccesible.

Es comprensible que, en las zonas centrales del modo de producción capitalista, la identidad obrera haya enmascarado esto durante mucho tiempo. Era una construcción social confirmada por las modalidades de reproducción del capital en el período anterior a la reestructuración de los años setenta. Era una vivencia ideológica a través de la división del trabajo, la relación con los trabajadores inmigrantes, las relaciones entre hombres y mujeres, la relación con la nación, etc., pero que tenía la singular función de presentarse como una situación objetiva. La relación vivida con las relaciones de producción se presentaba como las propias relaciones de producción. Hoy en día ya no se puede decir que ese sea el caso.

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